La Revolución se institucionaliza

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En 1917 se proclamó una nueva Constitución, con la intención de dar a la revolución el marco legal e institucional que hiciera posible un posterior desarrollo pacífico y con reglas de juego claras. La nueva Constitución era claramente intervencionista, tenía planteamientos nacionalistas y recogía algunas reivindicaciones de los obreros y campesinos. También se incluyeron ciertas propuestas agraristas, a pesar de que los partidarios de Villa y Zapata no participaron en el Congreso Constituyente. La Constitución asumía el anticlericalismo heredado de 1857 y recogía otras reivindicaciones sociales, como la protección a los trabajadores o el reconocimiento de los sindicatos y la nacionalización de las riquezas del subsuelo. El último punto era fundamental para el sector petrolífero y minero, aunque la Constitución se limitaba a recoger la tradición hispana en lo referente a que la Corona era la legítima propietaria del subsuelo. Sin embargo, un fallo de la Corte Suprema mexicana, de 1927, negaría carácter retroactivo al artículo de la Constitución correspondiente a la propiedad del subsuelo, tranquilizando a los inversores extranjeros con propiedades en la minería y en los campos petroleros. De este modo se facilitaba la normalización de las relaciones comerciales con los Estados Unidos, que muy pronto se convertiría en el principal mercado para las exportaciones mexicanas. Las posturas favorables a la normalización mostraban la creciente influencia política de Obregón, a quien Carranza intentó cortar su carrera presidencial.

Para ello fue necesario dar un golpe militar, en cuyo desarrollo Carranza resultó muerto (el 15 de mayo de 1920), al intentar huir de la capital. El asesinato del presidente y la eliminación de Zapata, en 1919, y de Villa, en 1923, dejaban expedito el camino a la definitiva institucionalización de la revolución. Tras de un breve interinato ocupado por Adolfo Huerta, Obregón ganó las elecciones que le permitieron finalmente instalarse en el gobierno. Durante su mandato contó con el apoyo del Partido Liberal Constitucionalista; de los agraristas de Gildardo Magaña, de la Confederación Regional Obrera Mexicana (CROM), de signo anarquista; de importantes sectores del ejército y de las clases medias urbanas y de algunos intelectuales, como José de Vasconcelos. Estos apoyos le permitieron gobernar sin grandes alteraciones del orden público ni complicaciones de tipo político. El petróleo, básicamente en manos de compañías norteamericanas y británicas, se convirtió en uno de los principales rubros de las exportaciones mexicanas, a tal punto que la producción nacional pasó a representar más del 20 por ciento del total mundial. La industria petrolera logró superar sin complicaciones los avatares revolucionarios, ya que a nadie le interesaba arrasar con una fuente de recursos tan importante para el fisco y porque su destrucción hubiera supuesto un enfrentamiento con los Estados Unidos, que tampoco convenía a ninguna de las partes. Prueba de ello fue el incremento constante de la producción petrolera en estos años.

De los casi 4 millones de barriles extraídos en 1910 se pasó a casi 33 millones en 1915 y a más de 157 millones en 1920, cuando Obregón ascendió a la presidencia. Tanto Obregón como Plutarco Elías Calles, su sucesor a partir de 1924, intentaron limitar al máximo la restauración de las tierras a las comunidades indígenas, a través de los ejidos, y prefirieron repartir individualmente parte de las haciendas confiscadas. Otras fueron devueltas a sus propietarios prerrevolucionarios o se repartieron entre los líderes de la revolución y sus allegados. En este sentido, las variantes regionales fueron considerables, y fue muy distinto lo ocurrido en el norte del país, donde la mayor parte de los hacendados apoyó a la revolución y mantuvo sus propiedades, de lo sucedido en el centro y el Sur, donde la fuerza del movimiento campesino fue mucho mayor, y por lo tanto la presión por la reforma agraria más intensa. Así se pasó a repartir más de 1.500.000 hectáreas frente a las 173.000 de la época de Carranza. El intento de Calles de profundizar en las reformas anticlericales encontró una fuerte oposición en ciertos grupos sociales, especialmente en el arco noroccidental del Anahuac, desde el Bajío hasta Michoacán, donde en 1926 estalló el movimiento cristero. La dureza de la respuesta se explica, en parte, en la poca prudencia del gobierno federal para aplicar las leyes. El grito de los cristeros, ¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!, fue el detonante que puso en graves aprietos al ejército mexicano hasta 1929.

Las primeras víctimas se contaron entre los agraristas (los beneficiarios de la reforma agraria) y los maestros, encargados de difundir en las escuelas los postulados de la revolución. La represión posterior se cebaría en los rancheros y los campesinos. La mediación de los Estados Unidos permitió el acuerdo entre México y el Vaticano. Calles se comprometió a no barrer con el catolicismo ni con la Iglesia en México, pese a que siguió aplicando las leyes secularizadoras. La sucesión de Calles planteó nuevos problemas. En 1928 se derogó el principio de la no reelección, a fin de permitir el regreso de Obregón a la primera magistratura, pero su asesinato fue causa de nuevas inestabilidades. Para poner fin a una situación poco favorable a la tranquilidad pública, Calles creó el Partido Nacional Revolucionario (PNR), que nucleaba a los jefes militares y a los caudillos regionales partidarios del régimen. Calles se convirtió en el jefe máximo del nuevo partido (comenzaba el "maximato") y el puesto de presidente sería ocupado por figuras más irrelevantes, como Pascual Ortiz Rubio, que derrotó en las elecciones a Vasconcelos. El PNR fue capaz de unir bajo sus siglas a distintas organizaciones y grupos sociales de activa participación en el proceso revolucionario.

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