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Barroco3

Desarrollo


Mientras que, hacia 1630, Bernini está ya consagrado como primer arquitecto papal, Borromini aún no había obtenido ningún encargo, lo que le conduce a ofrecer en 1634 sus servicios gratuitos a la iglesia de Santa Maria di Loreto. En 1632, es el propio Bernini quien -quizá, como finiquito- lo propone como arquitecto del Archiginnasio della Sapienza, donde comienza a trabajar completando tan sólo las obras de G. Della Porta. Esta dilatada y activa etapa, a medio camino entre lo formativo y lo operativo (junto, posiblemente, a su origen lombardo), le permitieron abordar el proceso dialéctico que, desde L. B. Alberti, enfrentaba a proyectistas con ejecutores. Aparte de lo molesto que pudo serle el éxito que siempre acompañó a Bernini, verosímilmente en sus excelentes capacidades artesanales y en el hondo conocimiento de las posibilidades más recónditas de los materiales es donde debe verse la razón última del injustificado desprecio de Borromini por su adversario (que, sea dicho, no le fue a la zaga, pero a la inversa), como diseñador genial, pero negligente como técnico.Por eso, cuando los trinitarios descalzos le encargaron (1634) su primer proyecto autónomo, fue su dilatada experiencia, su alto dominio de la técnica y su cuidadoso control de la praxis constructiva, lo que -además de su desbordante fantasía formal y su visión trágica de la vida- le facultaron para solucionar de manera impecable, lejos de las convenciones al uso, la erección del complejo religioso de San Carlo alle Quattro Fontane.

Monasterio, claustro (1635-37) e iglesia (1638-41) fueron ubicados en un reducido y atenazado espacio irregular. Con su ingeniosa solución creó uno de los mayores hitos de la arquitectura barroca, inicio de la disgregación del código clásico. Aunque hubo que esperar para elevar la fachada del convento (1660-65) y la del templo (1667-68), Borromini logró en San Carlino crear un conjunto de enorme complejidad espacial al tiempo que de gran coherencia y funcionalidad arquitectónicas. Con respecto a los altísimos resultados coetáneos de Bernini o Pietro da Cortona, la primera prueba del genio de Borromini resulta explosiva y verdaderamente revolucionaria, puede afirmarse que es ella la que impone a la arquitectura un nuevo lenguaje formal.Su pequeño claustro es un perfecto ejemplo de la extrema libertad de Borromini en el tratamiento del concepto de orden arquitectónico, aplicando los elementos del lenguaje tradicional según una sintaxis que renueva la concepción del espacio, considerado como continuidad ininterrumpida y dinámica, que puede modelarse. Como los arquitectos medievales, proyectó la iglesia partiendo de la elaboración de una unidad o módulo geométrico. La flexibilidad y la complejidad de los desarrollos del módulo de base derivan de su concepto del edificio como un conjunto orgánico de fuerzas en tensión, por contracción o por dilatación. A partir del juego de fuerzas que se comprimen o expanden, transforma el módulo cruciforme originario de la planta en una pseudoelipse cuadrilobulada, orientada según el eje mayor longitudinal.

Unas plásticas y descomunales columnas subrayan los cambios de dirección de las paredes y ordenan la articulación de su alzado, sosteniendo un robusto entablamento que funciona como basamento de las bóvedas, con las que se empalman, sin solución de continuidad, hasta la elipse central sobre la que se voltea la cúpula oval. Esta se decora por unos hondos casetones poligonales y cruciformes que, al ascender, decrecen en tamaño, aumentando el efecto de que el cascarón, aplastado en sus lados por la misma estructura, se abomba en altura. La coherencia entre planta, alzado y cubierta demuestran la continuidad orgánica de la obra borrominesca, que frente al fervor cromático de Bernini nos ofrece la limpieza monocromática brunelleschiana.La originalidad extraordinaria de San Carlino tuvo un inmediato reconocimiento en Roma, suscitando el interés de los arquitectos. Por desconcertantes que resultaran sus novedades, el número e importancia de los encargos aumentaron notablemente a partir de 1635: capilla Landi en Santa María in Selci (hacia 1636-39), realizando y enviando a Nápoles el altar Filornarino para los Santi Apostoli (1638-42). Como fuera, por entonces comenzaron sus relaciones con las familias Spada, Carpegna y Falconieri, pertenecientes a esa clase de comitentes sin prejuicios, abiertos de miras y pacientes, más interesados por ampliar sus horizontes culturales que por una política de imagen del poder. El cardenal Bernardino Spada le confió las obras de remodelación en su palacio (1635-37), entre las que destaca su singular Galería -retomada por Bernini en lo fundamental para proyectar su Scala Regia-.

Se trata de un ingenio perspectivo construido en el jardín que convierte una longitud real de 8,60 m en una profundidad ilusoria de 37 m, gracias a la degradación que impone tanto a las columnas como a la bóveda de cañón acasetonada y al diseño del solado.Coetáneamente, Virgilio Spada, deudo del anterior y miembro de la congregación del Oratorio de San Felipe Neri, le procuró el encargo de construir el edificio del Oratorio (1637-40), anejo a su iglesia madre de Santa María in Vallicella, obra de empeño en la que trabajó hasta 1652, año en el que entró en conflicto con los religiosos. En general, a diferencia de los de Bernini -unido a la corte papal y a la nobleza de Roma, entregadas a una política de prestigio-, los comitentes de Borromini pertenecían a órdenes religosas que tenían una concepción simple y austera de la misión pastoral. Así, alejados de la tradición arquitectónica áulica, los filipenses, dados a las obras caritativas y asistenciales, amantes de la música, vieron en Borromini el artista ideal, vinculado con gran disciplina moral al ejercicio profesional. Sin tener que pensar en una contraposición polémica, es evidente que con su elección, los oratorianos expresaban una orientación cultural y estética del todo divergente a la representada por el papa y Bernini, o Da Cortona. Tal elección tiene su reflejo en el edificio, en el que Borromini distribuyó los distintos ambientes: sacristía, biblioteca, oratorio, basándose en los criterios experimentados de funcionalidad y de coherencia representativa.

De ese modo, se revela áulico en los espacios colectivos, como en el aula destinada a la interpretación de los oratorios dramático-musicales, mientras que se presenta humilde y acogedor en aquellos destinados a residencia privada, organizados en torno a patios interiores, pensados según sus funciones como pequeñas ciudades ideales. De entre los espacios interiores merece subrayarse la solución que Borromini dio al aula de música, o sea, al Oratorio, donde emplea como elemento unificador la complejidad de la secuencia rítmica de las pilastras de orden gigante que prosiguen, prolongándose en fajas, definiendo los vanos de las ventanas y de las dos tribunas que se abren en los lados menores (la de las autoridades y la de los músicos y cantores), invadiendo el abovedamiento de la sala donde, entrelazándose elásticamente, definen un gran marco oval.Muy alterada la obra borrominesca, es en la espléndida fachada, independiente de la colocación del Oratorio, donde se resumen las novedades del estilo y la rigurosa técnica de artesano del arquitecto. Con una fina textura del paramento de ladrillos, se permitió reducir al máximo la concavidad del frontis y los valores de profundidad para exaltar la estructura en su conjunto, que está pensada y tratada como un todo orgánico elástico, capaz de estirarse. Con la imagen simbólica y antropomorfa de los brazos abiertos y protectores da una cumplida respuesta al espíritu caritativo de los filipenses.

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