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Desarrollo


La producción agrícola se había incrementado considerablemente a lo largo del siglo XIX. Las mayores dificultades de comunicación y los altos costes de los fletes habían constituido hasta entonces un sistema de protección natural de una competencia exterior masiva. A la fase de mayor producción siguió una integración de mercados debido a una auténtica revolución de los transportes, que había comenzado en las décadas precedentes y que trajo consigo una bajada generalizada de los precios, una selección de las tierras cultivadas, la mayor mecanización y aplicación de abonado y la disminución de la mano de obra empleada en la agricultura. Como consecuencia, se produjo una mayor productividad por hectárea cultivada y por trabajador. Se puede afirmar que la agricultura de 1900 en los países desarrollados era de mayor calidad y productividad que la de 1870. Sin embargo, el proceso no fue gratuito. Por el contrario, para millones de personas el trauma fue, sin dudarlo, brutal. Y ello a pesar de que los que consiguieron vivir o sus descendientes gozaron de una mejor situación al cabo de los años. En el mercado mundial, a mediados de la década de 1890, el precio del trigo había caído en más de un 60 por 100 en relación al de 1867. En buena parte de los países europeos productores de vino, la situación se agravó temporalmente con la plaga de filoxera que redujo drásticamente la producción en estos mismos años. En mayor o menor medida, en función de la población dedicada a la agricultura y a la propia riqueza de la tierra, se disminuyó la superficie dedicada a algunos cultivos, como el trigo.

En general, aunque no siempre con la fortuna de países como Dinamarca, se buscaron nuevas orientaciones a la tierra. Frecuentemente, se pasó del cultivo de cereales o viñedos, poco rentables en ese momento, a la explotación ganadera para carne o productos derivados. Es el caso, por ejemplo, de Argentina o de países centroeuropeos o incluso de zonas de algunos países como el norte de España. Se produjo, de manera generalizada igualmente, una mejora técnica y de formas de explotación. Entre estas últimas destaca el sistema cooperativo, que permitió una adquisición en mejores condiciones de suministros y simientes, un almacenamiento y comercialización más barata y beneficiosa de los productos, una mejor utilización de los nuevas técnicas y una financiación mucho más barata de las nuevas inversiones o de las deudas originadas por los malos años. A veces, sobre todo en el caso de los derivados lácteos, las cooperativas incrementaron su acción con industrias de productos alimenticios. Así, los sindicatos o cooperativas agrarias se extendieron en estos años en todo el mundo desarrollado. Por sólo citar algunos ejemplos, más de la mitad de los agricultores alemanes eran miembros de las cooperativas de crédito que habían surgido con patrocinio de las instituciones católicas, tendencia que también predominaba en los 2.000 sindicatos agrarios franceses en 1894. En 1900 había 1.600 cooperativas de elaboración de productos lácteos en Estados Unidos.

Esta industria estaba bajo control estricto de las cooperativas en Nueva Zelanda. La caída de los precios fue muy beneficiosa para los medios urbanos, pero desastrosa para los agricultores que, salvo Gran Bretaña, constituían todavía entre el 40 y el 50 por 100 de los países industrializados y hasta el 90 por 100 de los demás países. Ante el evidente exceso de población agraria, fueron millones los agricultores y campesinos europeos que optaron por la emigración a las ciudades dentro de su propio país o la emigración ultramarina. El proceso generalmente supuso la bajada de los precios de venta, pero también los de producción, que menos agricultores produjesen más cantidad total y que los beneficios fuesen mayores. El reajuste había producido millones de víctimas, aunque permitió adaptar la agricultura a una economía global más moderna. Quienes lo sufrieron no lo vieron así. Por el contrario, percibieron un gran desastre, no sólo personal sino social.

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