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Inestable coexist

Desarrollo


En los años que transcurren entre 1955 y 1964, bajo Gobiernos conservadores, Gran Bretaña siguió ofreciendo la imagen prometedora de un país que daba la sensación de prosperar desde el punto de vista económico mientras que, a pesar de Suez, conservaba un papel muy relevante en la política internacional. Esa apariencia, sin embargo, era en gran medida engañosa aunque tardara en demostrarse. Gobernada por conservadores moderados, poco propicios a confrontarse con los laboristas sobre la política social, no fue capaz de enfrentarse a la realidad de una decadencia imparable aunque poco visible. Pocos primeros ministros tuvieron tanto apoyo inicial como Anthony Eden: tenía a su favor no sólo una larga experiencia como gobernante sino, incluso, el aspecto de un prototípico caballero británico, culto y acomodado al tiempo que capaz de descubrir y denunciar los males de la política del apaciguamiento. Había sido en su partido durante la etapa anterior a la Segunda Guerra Mundial una especie de "rebelde con guantes de terciopelo", dimitido como ministro por la debilidad del Gobierno Chamberlain ante Mussolini. Pero en cuanto llegó a ocupar el poder demostró ser poco representativo del liderazgo que se le había atribuido. Hipersensible, poco capaz para seleccionar colaboradores y dubitativo en todo excepto en política exterior, materia en la que tenía una opinión anticuada, se entrometió constantemente en la labor de sus ministros siendo incapaz de dirigirlos en un sentido preciso.

Fue, como él mismo se definió, "un liberal pasado de moda", propicio al consenso y nunca debió haber llegado a "premier". Su reacción ante la nacionalización de Suez fue histérica y violentamente emocional. Es cierto que también los laboristas estuvieron dispuestos a utilizar la fuerza pero con el apoyo de la ONU, lo que era una contradicción absoluta. En realidad, para obtener un resultado satisfactorio, era imprescindible llegar a un acuerdo con Nasser u obtener el pleno apoyo norteamericano. En cambio se pretendió volver a una situación anterior: Un francés lo expresó de forma muy oportuna: "O canalizar al coronel o colonizar el canal". Para Inglaterra no existió nunca una necesidad apremiante de tomar el canal. Al menos los franceses resultaron más dignos de disculpa pues creían, falsamente, que por este procedimiento podrían librarse de sus problemas en Argelia. Quizá si Eden hubiera dado orden de atacar a los egipcios sin inventarse una excusa muy poco creíble el resultado hubiera sido mejor para los británicos. Suez fue un desastre diplomático que potenció a Nasser y quitó al mundo occidental toda respetabilidad que hubiera tenido de haberse mantenido sin actuar contra Egipto y esgrimiendo una condena contra el ataque soviético a Hungría. El embajador británico ante la ONU -donde su país se había convertido en un paria- interpretó que por ese solo acontecimiento su país había pasado de ser una potencia de primera clase a serlo de tercera.

Lo único positivo fue que, a partir de este momento, se perdió cualquier ilusión con respecto al Imperio pero al precio de una división interna como el país no había tenido desde la crisis de Munich. Eden dimitió por motivos de salud pero parece difícil imaginar cómo hubiera podido permanecer en el poder. Harold Macmillan, uno de los ministros más propicios inicialmente al ataque en Suez y uno de los primeros en cambiar de opinión, fue una personalidad fascinante, excelente político profesional lleno de confianza en sí mismo y, al mismo tiempo, de una indudable calidad intelectual. Su experiencia en carteras muy distintas bajo cinco "premiers" diferentes parecía asegurarle el éxito. Pero aparentó humildad: dijo al principio que su Gobierno podía durar seis semanas y duró seis años; los laboristas iban, tras Suez, muy por delante en apoyo popular. Su equipo fue joven y sólo cuatro de sus ministros procedían del Gobierno anterior. Hubo un momento en que la mezcla entre novedad y experiencia dio la sensación de convertirle en invencible. Fue apodado "Supermac" y la mayor parte de los británicos aceptó como una evidencia su afirmación de que "nunca nuestro pueblo estuvo mejor". En las elecciones de 1959 los conservadores, con un millón y medio de votos más que los laboristas, consiguieron ampliar su ventaja sobre ellos en cien escaños: estos comicios tuvieron mucho de victoria personal de Macmillan. Pero su etapa final resultó muy problemática y, sobre todo, ese mismo entrecomillado citado líneas atrás pareció demostrar su incapacidad de darse cuenta de la verdadera situación de Gran Bretaña.

Los mejores éxitos de Macmillan se produjeron en política exterior. No pidió perdón por Suez y fue capaz de llevarse bien con los norteamericanos a los que aseguró manejar bien porque él mismo lo era hasta cierto punto. Pero el restablecimiento de la buena relación con los Estados Unidos supuso también la aceptación por Gran Bretaña de un papel subordinado. Mientras tanto, la mentalidad imperial subsistía, incluso entre los laboristas y en la cultura popular (como revela la película El puente sobre el río Kwai, 1957). El Gobierno conservador quiso solucionar los problemas de defensa por el procedimiento de crear una fuerza nuclear propia. Pero de esa "independiente fuerza de disuasión" Wilson llegó a decir que no era ninguna de las tres cosas pues dependía de los norteamericanos desde el punto de vista tecnológico. Además, no supuso una disminución de los gastos: aunque había reducido la flota a la mitad, a fines de los cincuenta todavía Gran Bretaña tenía 100.000 soldados en Medio y Lejano Oriente y gastaba mucho más en defensa que sus competidores en el terreno económico. En cambio, y a diferencia de Francia, Gran Bretaña consiguió liberarse de su Imperio con considerable dignidad y habilidad. En lo único que pudo no acertar fue en mantener la unidad de alguna de las nuevas naciones o intentar federaciones, en gran parte ficticias. Macmillan fue capaz de darse cuenta del grado de conciencia nacional adquirido por los pueblos africanos y aceptó que todo el Tercer Mundo estaba dominado por "un viento de cambio" irreversible.

También supo aislar el problema de Sudáfrica, que ni siquiera pidió el ingreso en la Commonwealth. Un problema adicional que se le planteó fue el de la inmigración que exigió una nueva ley en 1962: un cuarto de la población mundial tenía derecho a vivir en Gran Bretaña. Europa para Macmillan, pero también para el conjunto de la Gran Bretaña, fue una sorpresa y, viviendo en un ambiente de autocomplacencia e insularidad, parece inevitable que reaccionara ante ella de forma tardía e insuficiente. El Gobierno conservador británico no estuvo de acuerdo en el establecimiento de una tarifa aduanera del Mercado Común hacia el exterior por sus relaciones con la Commonwealth pero estaba dispuesto a una zona de libre comercio. Tampoco los laboristas fueron nada propensos a interesarse por Europa: sus dirigentes aseguraron que no iban a romper con mil años de Historia o romper con amigos por vender lavadoras en Düsseldorf. El número de los conservadores dispuestos a jugarse su carrera política por el europeísmo fue reducido: Heath, que actuó como negociador, llegó a recibir el Premio Carlomagno. En el fondo, los británicos no sentían tanto entusiasmo por Europa como para que la negativa de De Gaulle les resultara tan ofensiva. Lo peor fue que el alejamiento de Europa agravó el más importante problema británico. Tras una grave crisis financiera, en 1959 Gran Bretaña tuvo que solicitar su primer préstamo al Fondo Monetario Internacional.

Vivía manifiestamente por encima de sus posibilidades: el porcentaje del comercio británico sobre el mundial pasó en 1955-62 del 22 al 15% y ya en los años sesenta la libra esterlina estaba condenada como posible moneda de cambio para el comercio mundial. Pero la apariencia de prosperidad era patente aunque también superficial: de 1950 a 1964 el número de automóviles pasó de 2 a 8 millones. La civilización del consumo había llegado a Gran Bretaña. Hay que tener en cuenta, además, que los conservadores, durante mucho tiempo, se beneficiaron de la debilidad relativa de sus adversarios. Gaitskell, el dirigente laborista, era un hombre honesto y valiente pero que no tenía el suficiente carisma como para dirigir a un partido en la oposición. El laborismo permaneció muy dividido, en especial en materia de defensa nuclear: el propio líder sindical, Frank Cousins, fue partidario de que Gran Bretaña ejerciera una especie de liderazgo moral en el mundo renunciando a la bomba atómica. En realidad, más que una radicalización del laborismo, hubo una impregnación suya del movimiento antinuclear, muy popular, en el que participaron intelectuales como Russell, A. J. P. Taylor y Priestley. El dirigente laborista quiso hacer desaparecer la cláusula del partido que preveía la futura nacionalización masiva. Los sectores más de izquierdas se opusieron pero también los pragmáticos: era, dijo Wilson, como tratar de quitar el Génesis a la Biblia.

Gaitskell murió en 1963 y fue sustituido por este último, un gran parlamentario con la habilidad maniobrera de un cardenal del siglo XVII. Con él se superó una situación que había llevado en 1962, dada la falta de gancho del partido, a que los liberales parecieran el más popular de los partidos británicos. La imagen de "Supermac" se deterioró al comienzo de los sesenta. En julio de 1962, en la llamada "noche de los cuchillos largos", Macmillan prescindió de un tercio de su Gabinete aunque con ello no consiguió mejorar y los sucesivos escándalos -la homosexualidad de un alto cargo y el hecho de que un ministro compartiera una prostituta con un diplomático soviético- supusieron el comienzo del fin de los conservadores. Macmillan tuvo siempre una considerable prevención ante la posibilidad de abordar estas cuestiones en público, pero en la mente popular anidó la imagen de unas clases altas depravadas y poco atentas a los intereses colectivos. Cuando Macmillan renunció a presentarse a las elecciones por motivos de salud los conservadores erraron en la elección de un sucesor. Lord Home, un aristócrata cuyo título se remontaba a más de una docena de generaciones, había dicho no querer ser candidato pero acabó siéndolo por eliminación de los demás. Era tan poco conocido por el ciudadano como él desconocía la vida ordinaria de aquél; se había dedicado a política exterior e hizo de ella el eje de su campaña. Wilson, en cambio, presentó la suya como una identificación con la modernidad y el cambio. Los resultados de las elecciones de 1964 fueron de sólo 200.000 votos más para los laboristas, con cuatro diputados de mayoría, en la elección más disputada desde 1847. Parecía, no obstante, abrirse una nueva etapa en la Historia británica. En apariencia, los años precedentes fueron de prosperidad pero Gran Bretaña estaba perdiendo la batalla de la competitividad económica. No sólo los conservadores sino también los laboristas siguieron estando demasiado interesados en el mantenimiento de la misma como un poder imperial. Al estancamiento de la etapa conservadora le sucedió algo parecido durante la etapa de Gobierno laborista.

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