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Datos principales


Rango

América 1550-1700

Desarrollo


Núcleo fundamental de la vida urbana era la familia criolla, que trataba de semejarse a la nobiliaria española: santificada desde su fundación por el sacramento matrimonial, patriarcal, patrilocal y asentada en el casón solariego de los antepasados, con gran número de componentes de sangre y de servicio. La americana tuvo generalmente más sirvientes y esclavos y careció de casón solariego, sustituido a veces por el hogar del primer antepasado criollo. Aunque teóricamente era patriarcal, en la práctica funcionaba en régimen de matriarcado. La señora, el ama, era el verdadero centro de todo y disponía las costumbres hogareñas (horas de comida, rezos y entretenimientos), los familiares y amistades que podían o no frecuentarse y hasta saludarse, la educación y ocupación de los hijos, la instrucción de las criadas, el vestido y la alimentación de todos, etc. Normalmente el patriarca era el último que se enteraba que su hijo frecuentaba los prostíbulos, que su hija tenía relaciones amorosas peligrosas, que la esclava había parido o que la criada se había volado con la vajilla de plata, y esto cuando se lo informaba su mujer. La señora era sobre todo la garante de las virtudes cristianas, que propagaba con verdadera vocación misionera, asesorada por el confesor y el pariente cura, que siempre lo había. Para andar por casa se auxiliaba de un prontuario cómodo y resumido del modelo de vida cristiana, que eran los Mandamientos, los Artículos de la Fe y las ejemplares vidas de los santos.

Uno de sus cometidos principales era enseñar a los hijos que el amor era un sendero peligroso que conducía fácilmente al descarrío y que el sexo era algo reprobable, propio de los negros. Por lo común practicaba el principio de casar pronto a las hijas (si el matrimonio se demoraba mucho la joven iba a parar a un convento) y tarde a los hijos. El problema se relacionaba con la necesidad de mantener intacto el patrimonio para que lo heredara el hijo mayor, a cuya costa podrían vivir los demás. Junto a los hijos legítimos vivían los naturales bien del padre o de los hijos mayores. Se les llamaba "entenados" y eran vistos como algo natural. El hombre podía tener deslices sexuales con otras mujeres, incluso criadas o esclavas, pero era preciso evitar que esto amenazara la estructura familiar. Las familias criollas se relacionaban entre sí por complejos vínculos de parentesco que guiaban los enlaces matrimoniales. Ejercían además un verdadero tutelaje señorial sobre las familias campesinas asentadas en sus tierras o sobre las de los indios encomendados. El compadrazgo permitía al patriarca adquirir derechos (también implicaba deberes) sobre los hijos de sus trabajadores con carácter vitalicio. Los criollos llegaron a constituir el auténtico poder económico de América gracias al mayorazgo y la dote. El primero evitaba la fragmentación del patrimonio. Era un privilegio de la nobleza española regulado en las Leyes de Toro de 1505, que permitía traspasar todo o parte de los bienes al hijo mayor de la familia (había también otros mecanismos).

Se introdujo en Indias desde mediados del siglo XVI. Sólo en México existían 50 mayorazgos en 1622. La dote también ayudó a redondear los patrimonios, pues se buscaban matrimonios de conveniencia con criollas adineradas, que aportaban tierras, minas o caudales. La importancia social de la joven estaba en consonancia con el valor de la dote, por lo que sus padres procuraban que fuera bastante substanciosa. Dueños de la riqueza de sus países, los criollos pretendieron apoderarse de la administración y de los títulos nobiliarios que monopolizaban los españoles. Lo primero fue difícil ya que la alta administración era patrimonio de la nobleza peninsular y la media de los licenciados de las universidades españolas. Solo pudieron ocupar los bajos cargos administrativos (de Cabildos) y los de la administración religiosa, menos recelosa que la civil (103 de los 262 obispos nombrados en el siglo XVII fueron criollos, lo que supone el 40% de los mismos). Esto convirtió las elecciones de provinciales, priores, guardianes, superiores, etc. en auténticas batallas campales contra los gachupines o chapetones, para evitar las cuales se acordó la alternancia o períodos alternativos de unos y otros en dichos cargos. El asalto a la administración civil media se produjo a comienzos del siglo XVII como consecuencia de dos circunstancias favorables: la proliferación de universidades en América y la corrupción administrativa.

Lo primero permitió la preparación de los criollos en sus propios países, adquiriendo títulos que les facultaban para el desempeño administrativo. Lo segundo les facilitó la posibilidad de comprar los cargos públicos. Además de los de Justicia pudieron adquirir los de Real Hacienda gracias a la cédula de medios de 1654, y desde 1670 algunos de gobierno, como alcaldías mayores y corregimientos. Muestra evidente de la presión criolla sobre la administración es el hecho de que desde 1687 hasta 1750 se nombraron 138 oidores criollos y 157 peninsulares, y de que las tres cuartas partes de los criollos compraron su cargo. Más fácil aún fue la compra de títulos nobiliarios, cuando la corona determinó que las sumas de dinero que le entregaban los particulares era un servicio similar al que antaño representaba el militar o la prestación de sangre. Los reyes vendieron títulos de nobleza entre 20.000 y 30.000 pesos y hábitos de órdenes militares por unos 700 pesos, poniéndolos democráticamente al alcance de cualquiera que pudiera pagarlos. En 1692 apretaron algo más las clavijas, pues Carlos II prohibió que se heredaran los títulos comprados desde 1680 por menos de 30.000 pesos, lo que obligó a muchos a entregar el faltante. Durante el siglo XVII los criollos compraron 70 títulos nobiliarios (36 peruanos, 23 mexicanos, 4 chilenos, 3 venezolanos, 2 neogranadinos, 1 panameño y otro tucumano) y 425 hábitos de Órdenes militares. Los administradores criollos llegaron a formar verdaderas piñas (oidores, arzobispos y visitadores) frente a los peninsulares en muchas ciudades como Lima, México, Bogotá, etc., promoviendo infinidad de conflictos que son característicos del siglo XVII. Afortunadamente no pasaron de alborotos, escándalos, desplantes y algunos insultos, ya que los criollos habían logrado montarse al mismo carro administrativo de los peninsulares y estaban interesados en no desestabilizar el orden social.

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