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San Bonifacio y sus colaboradores simbolizaron una perfecta síntesis del espíritu misionero, las ansias de reforma y el impulso al monacato. De hecho, las fundaciones monásticas fueron el principal soporte de la evangelización. Sin embargo, el monacato -como el episcopado mismo- era, antes que nada, una pieza maestra del edificio político construido por los carolingios. De hecho, cuando Carlomagno fue coronado emperador, los más importantes monasterios eran imperiales. Su propietario era el soberano y disponía de ellos a su antojo recompensando con cargos abaciales a sus principales colaboradores: Alcuino, un diácono, fue nombrado abad del importante centro de San Martín de Tours y disfrutó, además, de la titularidad de otras cinco abadías. El laico Angilberto fue premiado con la abadía de Saint-Riquier. Familias aristocráticas y obispos ejercían, asimismo, su autoridad en numerosos monasterios. Las funciones del monasterio llegan a asimilarse, así, a las de una iglesia privada: elevar preces a Dios en favor del fundador o protector que, en buena parte de los casos, suele ser el emperador. Ello no fue obstáculo para que los carolingios -y sobre todo el restaurador del Imperio- manifestasen repetidas veces sus deseos de emprender una reforma de las estructuras monásticas similar a la dirigida hacia el clero secular. Para Carlomagno reforma monástica significaba- como en obras casos- uniformidad.

Era evidente que en el siglo VIII ésta no existía. La variedad de normas era extraordinaria: se daban monasterios (al estilo del de San Martín de Tours) cercanos a las ciudades que conservaban un particularismo muy acentuado; monasterios que en mayor o menor grado se vinculaban al espíritu de san Benito; monasterios influidos por las prácticas religiosas misioneras de las islas británicas; monasterios de los núcleos hispanos de reconquista vinculados al espíritu del pactum de tiempos visigodos, etc. La Regla de san Benito, era evidente, constituía una norma flexible adaptable a las variadas formas de vida monástica. Reformar el monacato en tiempos carolingios había de suponer la difusión del espíritu del santo de Nursia en todos los rincones. Algunos concilios de mediados del siglo VIII hablan ya de la necesidad de adoptar la regla de Montecasino para restablecer la vida regular. En el 790, Carlomagno pidió a este monasterio el texto auténtico de la Regla de san Benito que, en los años siguientes, los missi dominici trataron de convertir en norma oficial para todos los monasterios del Imperio. Sin embargo, Carlomagno murió sin conseguir la uniformidad absoluta ya que muchos monasterios siguieron manteniendo sus tradiciones de independencia. Luis el Piadoso dio un nuevo impulso a la reforma monástica ayudado por un aristócrata de ascendencia visigoda que convertido al monacato, tomó el nombre de Benito de Aniano.

Una vez elegido emperador, Luis fundó cerca de Aquisgrán un monasterio -Inde- que se convertiría en una especie de laboratorio para nuevas experiencias reformadoras. Un sínodo celebrado en el 816 propició la promulgación de un capitular que, inspirado en la Regla de san Benito de Nursia, debía ser la norma por la que se rigieran todos los monasterios. La reforma, sin embargo, resultó de difícil aplicación: algunos importantes monasterios como San Martín de Tours siguieron con sus formas de vida y su liturgia. La muerte en el 821 de Benito de Aniano, el gran impulsor del cambio, frenó el más serio intento de regeneración y uniformación monástica. Con la decadencia del Imperio, retoñaron los viejos vicios. El abaciado laico se convirtió en moneda corriente para la recompensa de servicios. Se trató, a pesar de todo, de mantener una parte de los bienes como de pertenencia exclusiva de los monjes (mensa conventual) a diferencia de los otros (mensa abacial) que serían de disfrute del abad. Las depredaciones normandas, sarracenas o magiares convirtieron además a los monasterios en codiciadas presas. Declinó incluso el afán misionero de los monjes occidentales. De hecho, la gran operación evangelizadora de mediados del siglo IX en el corazón de Europa fue promovida por dos monjes orientales: Cirilo y Metodio. Pasados los momentos más duros, la restauración monástica se emprende desde diversas áreas. Así, en la Inglaterra anglosajona, distintos personajes trataron de revitalizar el espíritu de la regla benedictina adoptado a la particular idiosincrasia de las islas.

Serán los casos de San Dunstan de Glastonbury, Ethelwold de Abingdon u Oswald de Ramsay. A la muerte de San Dunstan (988) se había conseguido la revitalización o creación de medio centenar de abadías entre las que se encontraban las de Evesham, Glastonbury y Saint Albans. El ducado de Normandía, desde principios del siglo X fue un importante foco de reforma monástica, con la abadía de Bec a la cabeza. Será, sin embargo, la vieja Lotaringia donde mejor se expresen las ansias de regeneración monástica. En los inicios del Novecientos surgen los importantes focos monásticos de Gorza, Brogne y, sobre todo, Cluny. En esta localidad borgoñona recibiría en el 910 el monje Bernón un pequeño dominio sobre el que se edificó un monasterio colocado bajo la propiedad inalienable de los santos Pedro y Pablo. Se trataba, así, de escapar a cualquier tipo de jurisdicción, incluida la episcopal. Durante el siglo X, tres prestigiosos y longevos abades -Bernón, Odón y Mayolo- echaron las bases de lo que sería el auténtico Cluny: un monasterio, una orden y un espíritu. Se facilitaba el modelo para lo que, en el futuro, sería la edad de oro del monacato europeo.

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