El Modernismo en Cataluña

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Con el término Modernismo se pretende designar el conjunto de corrientes artísticas que, aparecidas entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, se correspondieron con el desarrollo técnico-económico de la civilización industrial. Su concepto es muy amplio y abarca disciplinas tan diversas como la literatura, la escultura, la música y las artes decorativas. El fenómeno modernista no fue exclusivo de Cataluña, sino que fue una manifestación generalizada en toda la Europa industrializada, con distinto nombre y con unas características propias según los países en que fue adoptado: Art Nouveau en Francia, Modern Style en Inglaterra, Jugenstil en Alemania, Secesión en Austria, Liberty en Italia y Modernisme en Cataluña. El común denominador entre todos ellos fue el deseo de crear un arte nuevo (nouveau), joven (jugend), rupturista (sezession), actual (modern), liberal (liberty) y diferente a todo lo que anteriormente se había hecho. A grandes rasgos, puede considerarse el movimiento modernista como una reacción de tipo estético a la situación producida tras el desarrollo de la Revolución Industrial, cuyas consecuencias habían afectado seriamente las estructuras de la sociedad y alterado el valor artístico de la obra de arte por haberse aplicado los mismos criterios de productividad y rentabilidad al proceso de elaboración. El grado de mecanización alcanzado por la industria permitía imitar todo tipo de objetos ya fueran artísticos, decorativos o utilitarios de aspecto similar al trabajado artesanalmente pero de peor calidad, aunque, indudablemente, más baratos.

Más grave que la pérdida de calidad de los artículos producidos por las máquinas fue el impacto que la gran industrialización causó en la sociedad, que, en breve tiempo, se escindió en dos bloques prácticamente irreconciliables: el de la burguesía, próspera y enriquecida por su actividad industrial, comercial y bancaria, y el del proletariado, que sujeto a las condiciones impuestas por el primero, malvivía hacinado en los barrios obreros de las ciudades industrializadas, con escasos recursos de subsistencia. El poder burgués, convertido en la nueva aristocracia moderna, controlaría no sólo la economía de los países europeos sino el gusto artístico de la época, que cada vez se hacía más decadente. Inglaterra, pionera en el proceso de industrialización, fue la primera en denunciar los excesos de esa civilización mecanizada a través de las ideas de Thomas Carlyle (1834-1896), que auguraban la irremediable caída de la sociedad en el materialismo. John Ruskin y William Morris, recogieron el pensamiento de su predecesor, y elaboraron una propuesta de regeneración social y cultural mediante el retorno a un sistema de producción basado en el de los antiguos gremios medievales de las ciudades, donde el artesano participaba en todo el proceso de elaboración, contribuyendo al control y calidad de los productos, pero adaptado, evidentemente, a las necesidades de los nuevos tiempos. Las cualidades de utilidad, funcionalidad -inspirada en las formas de la naturaleza- y belleza de que se quiso dotar a aquella producción, unidas a una comercialización a precio razonable, para que pudiera ser adquirida por cualquier individuo de la sociedad, no fueron suficientes para que la empresa fuera coronada con éxito, dado que, en la práctica, las previsiones económicas fueron del todo utópicas, por la sencilla razón de que nunca pudo competir con los bajos costos ofrecidos por la industria mecanizada.

Fue una utopía, sin lugar a dudas, pero que favoreció el replanteamiento y la búsqueda de otros medios de creación que contribuyeron a la gestación de una nueva estética. Junto a la revalorización de la Edad Media y el funcionalismo naturalista de Morris, el Modernismo uniría aspectos procedentes del prerrafaelismo inglés -movimiento de contenido místico-naturalista, nacido a mediados del siglo XIX- y de la sensibilidad romántico-simbólica, aderezados con toques exóticos procedentes de Japón, tan en boga en la Europa finisecular. En España, la expansión industrial se retardó hasta bien entrado el siglo XIX, debido a la guerra con Francia de 1808-1814, la pérdida paulatina de las colonias de ultramar y la acción no siempre afortunada de sus dirigentes políticos. Dentro del conjunto español, únicamente Cataluña, gracias a su larga experiencia comercial y por poseer la infraestructura necesaria se encontraba en situación de iniciar el proceso de renovación industrial. El momento de mayor crecimiento industrial y de apogeo de la burguesía catalana -conocido como de la "febre d'or" (fiebre del oro)- discurrió entre 1876 y 1886; apenas una década pero con el suficiente empuje como para transformar la vida económica y social del país. El acontecimiento más significativo fue la celebración de la Exposición Universal de 1888, en la línea de otras anteriores realizadas en Europa desde aquella primera londinense, de 1851. Con todo ello, Barcelona se estaba preparando para el nacimiento de su arte más emblemático, el Modernisme.

Determinar unos límites cronológicos todavía es algo problemático porque no todos los estudiosos del tema son de igual opinión. En términos generales, todos coinciden en que se puede hablar de Modernismo desde la década de 1890 hasta, concretamente, el 1911, año del fallecimiento de dos de las personalidades más significativas del movimiento, el poeta Joan Maragall i Gorina (1869-1911) y el pintor Isidre Nonell i Monturiol; aunque si no referimos a la arquitectura, el espacio de tiempo puede ser ampliado desde 1860 -comienzo de L'Eixample (Ensanche) de Cerdà- hasta 1930. El termino Modernismo surgió espontáneamente para denominar la manera de entender la cultura y el arte de un grupo de intelectuales y artistas desde una perspectiva de la más estricta modernidad; frecuentemente, sus coetáneos les tildaron de rebeldes provocadores por su postura abierta y liberal, unida a una cierta extravagancia en el vestir. En parte tenían razón, aunque no comprendieron el por qué de su significación: Aquel polémico grupo con sus actos e indumentaria manifestaba el rechazo que sentía por una cultura anclada en el espíritu del primer resurgimiento de la identidad catalana -la Renaixença (Renacimiento)- sucedido hacia ya varias décadas, que fue valioso en su momento pero que para aquel entonces caducado por su conservadurismo y provincianismo, y apartada de las modernas tendencias culturales de Europa. Su objetivo fue regenerar la cultura catalana, desde su propia catalanidad, para que asumiera categoría internacional y pudiera participar de la vanguardia europea.

Los primeros indicios de regeneración datan de principios de 1890, coincidiendo con el traslado de algunos artistas catalanes a París, ciudad que se había convertido en la capital de la cultura y del arte contemporáneo y la única capaz de iniciarles en el camino de la renovación. El grupo más trascendental trasladado a París fue el formado por Santiago Rusiñol, Miquel Utrillo i Morlius, Ramon Casas i Carbó y Enric Clarassó i Daudí (1857-1942) jóvenes procedentes, en su mayoría, de la burguesía catalana, practicantes de la pintura, la escultura y/o la literatura. Todos se habían formado en las Escuelas Oficiales de Arte de Barcelona, y todos las abandonaron, decepcionados por su academicismo, a la búsqueda de centros más avanzados donde su preparación artística fuera más sólida, actual y personal. Allí conocieron y estudiaron la obra de los impresionistas -Manet, Monet, Degas-, de los post-impresionistas -Cézanne, van Gogh, Gauguin, Toulouse-Lautrec-, de los simbolistas -Moreau, Puvis de Chavannes, Carrière-; conocieron el pensamiento de los filósofos y literatos más revolucionarios -Nietzsche, Visen, Baudelaire, Maeterlinck, Mallarmé, Tolstoi, Dostoievski...-, cuya contribución a la transformación radical de la estética de las artes plásticas es incuestionable.

La difusión de la modernidad parisina se operó principalmente en frecuentes exposiciones en la audaz Sala Parés de Barcelona, lugar de muestra de lo asimilado en la capital gala, y en publicaciones en periódicos -como la serie de artículos escritos por Rusiñol para "La Vanguardia" bajo la denominación "Desde el Molino" donde se informaba de la vida bohemia, del ambiente artístico de París y de un extraño movimiento llamado impresionismo- y revistas tipo "L'Avenç", "Joventud", "Pel I Ploma"...habitualmente financiadas por los propios artistas, dado que en su mayoría eran, a la vez, escritores. La incidencia en la plástica catalana fue notable: de sorpresa y de rechazo en un principio ante una pintura que no acertaban a comprender. Comparada con la tradicional parecía trivial, monocroma y, lo que era peor, inacabada, por lo abocetado de la factura. Tanto en Cataluña como en el resto de España, la pintura discurría entre un realismo anecdótico académico, a la manera de Marià Fortuny, el realismo halagador de Federico de Madrazo, y en el caso del paisaje, emparentado con el realismo de la escuela francesa de Barbizón y del pintor catalán Joaquim Vayreda, tendencias, todas ellas, de buen oficio pero nada innovadoras. En apenas dos años, aquellos artistas se ganaron al público, y se convirtieron en los pintores de moda de la clase acomodada, acostumbrándola, así, a una nueva sensibilidad artística. Ésta, ciertamente, jamás fue tan vanguardista como la vanguardia europea.

En realidad, una autentica pintura modernista nunca existió. Hubo una pintura modernista coincidente con el momento modernista que incorporó en su expresión aspectos bien dispares de las diferentes corrientes intelectuales y plásticas europeas, ya fueran de tema, ideología o modalidad. Fue modernista porque, siguiendo la tónica de la época, incorporó todo aquello considerado nuevo y actual. En el caso de la escultura del último tercio del XIX, el efecto del conservadurismo académico patrocinado por la enseñanza oficial fue todavía más contundente. Quizá no todo deba imputarse a la idiosincrasia del profesorado sino a la propia naturaleza de la estatuaria, que por los materiales que requiere -mármol, piedra o bronce -, especialmente en sus modalidades oficiales, y a la lentitud de su proceso creativo, la hace más reacia al cambio y a andar a remolque de otros procedimientos artísticos más fáciles de adaptar a la novedad. En esta circunstancia, Cataluña era afín a otros países europeos. En general la actividad escultórica en nuestro país era escasa, salvo en Madrid que se puso a la cabeza en el embellecimiento y decoro de la ciudad, para lo cual requirió los servicios de los profesionales más destacados, que, las más de las veces, procedieron de afamados talleres catalanes y valencianos. El motor de la reactivación de la escultura de Barcelona llegó con el proyecto de la Exposición Universal de 1888 y de la voluntad de dotar de buen aspecto a la ciudad sobre la que iban a converger las miradas del mundo.

Las encomiendas oficiales aumentaron así como las privadas, especialmente las relacionadas con el adorno y la decoración escultórica, puesto que Barcelona urbanizaba gran parte de L'Eixample (Ensanche) y necesitaba de obras de aquella naturaleza tanto para exornar las fachadas de los nuevos edificios como para ambientar sus interiores. El influjo mayor que recibió la escultura catalana procedió de Auguste Rodin, a la sazón la figura más prestigiosa de Europa, aunque nunca implicándose en la sensualidad que él confería a su obra, preferentemente dedicada a la figura femenina. Los escultores catalanes, en su mayoría católicos convencidos, sólo asimilaron aspectos de forma y composición, alejándose de los de sentimiento. Escultores de tan alta reputación como Josep Llimona i Bruguera, Miquel Blay i Fàbregas, Enric Clarassó i Daudí (1857-1942), Josep Clarà i Ayats (1878-1958) o Eusebi Arnau i Mascort (1863-1933) fueron oscilando, según la naturaleza del encargo, desde el más estricto realismo a un idealismo sentimental que, a veces, parecía querer adentrarse en el simbolismo, pero sin conseguirlo plenamente. Sin lugar a dudas, la amplia difusión de la escultura modernista se debió a la modalidad de aplicación a la arquitectura, como una manifestación de un criterio nuevo creativo que abogaba por la integración de todas las artes -mayores y menores- en un mismo conjunto, tal y como tiempo atrás había soñado W.

Morris y, antes que él, J. Ruskin. Cataluña inició el proceso constructivo de la nueva Barcelona con la demolición de las murallas medievales, en 1854. En 1859, año en que se inició el Plan de l'Eixample, proyectado por el ingeniero Ildefons Cerdà i Sunyer, para urbanizar los terrenos extramuros, ahora libres de cualquier impedimento. Diez años más tarde, el derribo de la Ciudadela, tras la caída de la monarquía, ofreció nuevas zonas urbanizables a la ciudad. En éstas, se celebraría la 1? Exposición Internacional de las Artes y las Industrias de España, en 1888; en aquellos, se levantarían las nuevas viviendas de la burguesía. Ambos sectores iban a favorecer la aparición de la arquitectura del Modernismo. El panorama arquitectónico catalán presentaba, durante el último tercio del siglo XIX, orientaciones sensiblemente diferentes: una agónica arquitectura neoclásica daba paso a otra de tipo ecléctico, herencia europea nacida tras la Revolución Francesa, de 1789 y que subsistiría junto a construcciones fruto de recuperaciones históricas de época medievalista, estimuladas desde la recientemente estrenada Escuela Provincial de Arquitectura de Barcelona, en 1874: Elementos tomados del estilo gótico, el mudéjar de origen árabe, el barroco y otros tantos ayudaron, junto a la utilización de nuevos materiales para la construcción -el hierro, cristal, hormigón- ofrecidos por la industria, a formular una arquitectura personal y propia de Cataluña.

La arquitectura modernista se planteó como una doble manifestación de la realidad social: la de ser expresión de una época próspera y la de representar un sentimiento nacionalista muy arraigado en la sociedad catalana. Algunos de sus más representativos arquitectos fueron a su vez activos políticos y escritores -Lluís Domènech i Montaner, o Josep Puig i Cadafalch-, que con su actividad constructora y política ayudaron a fijar y expandir las ideas de identidad nacional catalanista propias del movimiento artístico y cultural. En cualquier caso, fue una empresa generalizada en la que todos, tanto los arquitectos titulados como los maestros de obras -todavía muy activos en aquellos días- escultores, forjadores, vidrieros, tallistas..., aportaron su grano de arena en la expansión del Modernismo por toda Cataluña -interior y litoral- e, incluso más allá, como Antoni Gaudí i Cornet (1852-1926) que llegó hasta el corazón de Castilla -Astorga y León- o la costa de Cantabria -Comillas. Esta es la razón de que la arquitectura catalana posea un toque especial que la hace diferente a otros estilos paralelos en Europa: combina aspectos de la más estricta modernidad, resultantes de aplicar las técnicas y procedimientos más actuales, con otros derivados de la tradición arquitectónica catalana y española (ladrillo, bóvedas catalanas) unidos a una animada decoración que busca los temas de su característica iconografía en el pasado -y en la naturaleza- y los ejecuta con medios del más puro sentido artesanal. De este modo, el Modernismo se convirtió en el estilo emblemático y más representativo de Cataluña y de la sociedad burguesa-capitalista de la época de entre siglos y sirvió para dar vida a todas las tipologías arquitectónicas: religiosas; civiles, desde casas de vecinos a grandes mansiones de veraneo, hospitales, escuelas, y complejos industriales -fábricas y bodegas-, soluciones constructivas, las de estos últimos, que llegaron a aplicarse, en ocasiones, en otras modalidades de naturaleza muy diferente.

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