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Finalizada la Guerra de los Siete Años, tanto Francia como Gran Bretaña centraron su atención en las colonias y escenarios de Ultramar. Londres permaneció al margen de los conflictos continentales para aumentar su dominio de los mares, que nunca pudieron cuestionar los franceses. En relación con dicha política, Jorge III hizo partícipes de las deudas de la metrópoli a las colonias y fijó impuestos destinados a sufragar tales deficiencias, provocando el descontento generalizado, sobre todo en Norteamérica, donde desembocó en sublevaciones armadas. Francia fue el único país que atendió las reclamaciones de los colonos británicos, por motivos políticos y diplomáticos, y firmaron un pacto en febrero de 1778 para la entrada en la guerra terrestre y marítima, el apoyo militar y la entrega de subsidios. Al mismo tiempo, Versalles y Madrid iniciaron negociaciones, largas y complicadas por las discrepancias de intereses, para la formación de una coalición contra Londres, que cuajaron en el Tratado de Aranjuez, en abril de 1779. Era un acuerdo con Francia por el que entraba en la contienda, pero no con los sublevados americanos, con la promesa de respaldo para la recuperación de Gibraltar, Menorca, Mobile, Pensacola, Bahía de Honduras y Costa de Campeche. Mientras, Gran Bretaña disputaba con los países neutrales por su interpretación del Derecho Marítimo Internacional, acentuando su aislamiento diplomático. La persecución del contrabando y las confiscaciones motivaron, a propuesta de Vergennes y a iniciativa de Catalina II, la creación de la Liga de Neutralidad Armada, en febrero de 1780, formada por los Estados bálticos, Francia, Prusia, España, Nápoles, Portugal y Holanda.

No fue muy eficaz, aunque sí sirvió de presión política, ya que algunos de sus miembros, en concreto Holanda, suministraban armas a los rebeldes americanos y a los participantes en la guerra. Las victorias coloniales repercutieron en las campañas de Gibraltar y Menorca, reconquistada en 1782, y en el Lejano Oriente. La influencia y el intervencionismo francés aumentó en la India y surgieron enfrentamientos entre el gobernador de Bengala, Hastings y los directores de las factorías de Francia y Holanda. No obstante, los apuros económicos de Luis XVI y el temor por la pérdida del monopolio pesquero de Terranova, la derrota de los españoles en Gibraltar y los problemas expansionistas hacia el oeste del Mississippi, la neutralidad holandesa y ciertas victorias militares en las Antillas, favorecieron a los británicos. De cualquier forma, la paz resultaba aconsejable para todas las partes por cuestiones particulares y, tras los preliminares de noviembre de 1782, se llegó al Tratado de Versalles de 2 de septiembre de 1783. Gran Bretaña reconocía la independencia de las trece colonias americanas y concedía el sur de Canadá y la libertad pesquera en Terranova y otras costas; España recuperaba Menorca y Florida, pero no Gibraltar; en la India se volvía al statu quo inicial, menos Negapatam, última factoría holandesa, y se establecía el derecho a la navegación libre en el Lejano Oriente; Francia podía fortificar Dunkerque y recuperaba San Pedro, Miquelon, Senegal, Gorea, Tobago, Santa Lucía, las pesquerías de Terranova y las factorías indias poseídas en 1763. El resultado fue que Gran Bretaña había perdido gran parte de su protagonismo marítimo, a la vez que Francia aumentaba su prestigio internacional. La crisis franco-británica concluyó con el tratado comercial de septiembre de 1786, auspiciado por Vergennes y Pitt, para la reducción simultánea de las aduanas.

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