Comienzos del Gran Encierro
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Datos principales
Rango
Eco-soc XVII
Desarrollo
Desde el siglo XV el concepto cristiano-humanitario medieval de la pobreza había sido desplazado progresivamente en el seno de los grupos sociales dominantes por el temor a los pobres como peligro potencial de subversión social. La obra de los humanistas sugirió fórmulas supuestamente eficaces de control de los pobres y de aplicación racional de los indigentes desocupados a un trabajo provechoso. La intervención de las autoridades en la regulación de la pobreza se pretendía de indudable utilidad social. El miedo a los pobres se extendió justificadamente en los críticos años del siglo XVII. La miseria y la ruina empujaron a muchos campesinos y artesanos humildes a desarraigarse y los forzaron a un modo de vida errante. La mendicidad adquirió inquietantes proporciones, así como las diversas lacras sociales derivadas de la extensión de la pobreza. Las fórmulas caritativas tradicionales no bastaban para paliar esta amenazante situación. Junto al pánico social, en la determinación de las autoridades a atajar el problema intervinieron otros factores. El económico fue uno de los más operativos. La creciente valorización del trabajo como fuente de riqueza que marcó la evolución del pensamiento mercantilista -cada vez más decantado hacia doctrinas productivistas-, resultó una causa determinante. El empleo masivo de pobres en tareas artesanales auxiliares que exigían poca o nula cualificación ofrecía la oportunidad de aumentar la competitividad de la economía nacional y garantizaba una fuerza de trabajo numerosa a bajo coste.
A este intento se subordinó una ideología religiosa de exaltación de las virtudes del trabajo que encontró eco no sólo en el ámbito protestante , mucho más propenso a aceptarla, sino incluso en áreas de neto predominio católico. La antigua idea del trabajo como maldición divina tendió a ser sustituida por un nuevo concepto del trabajo próximo al ejercicio ascético. Nada de esto cuadraba bien con la realidad de las clases desposeídas. Hostigadas por la falta de empleo, el hambre y la miseria, abocadas a unas ínfimas condiciones de existencia, la vida diaria de las masas de pobres no estaba informada por otro principio más que la necesidad de sobrevivir. El miedo a los pobres y la hipótesis optimista de los beneficios económico-sociales derivados de su empleo provechoso en ocupaciones laborales útiles determinaron un cambio de orientación en la política represiva de la mendicidad. En variados países el castigo ejemplar había constituido la fórmula disuasoria empleada, pero el prohibicionismo leal se había visto superado por una realidad materialmente imposible de controlar. Surgió así la iniciativa de confinar masivamente a los mendigos en casas de corrección regidas por severas ordenanzas, en las que obtendrían alojamiento, vestido y manutención a cambio de un trabajo obligatorio. Muchos gobernantes, tratadistas y comerciantes creyeron hallar así la panacea a un problema social de alarmantes proporciones. Tal confinamiento tendría un carácter obligatorio y se realizaría en hospicios-talleres especialmente habilitados al intento, con separación de hombres y mujeres.
La eficacia de la fórmula exigía la organización de una policía de pobres y la limitación de la práctica de la caridad individual, trocándola por aportaciones regulares de carácter institucional. Los centros surgidos en esta línea recibieron el nombre de hospitales generales o casas de trabajo (workhouses, Zuchthäusern, hôpitaux généraux), los cuales "tenían como finalidad separar todos aquellos cupos que se suponía podían tener un comportamiento más holgazán y rebelde, especialmente mendigos y vagabundos, disciplinarles mediante un estricto régimen de trabajo y prescripciones morales, y convertirles en mano de obra dócil y productiva" (Lis-Soly). Ya en la segunda mitad del siglo XVI se pusieron en práctica experiencias de encierro de pobres, especialmente en Londres, Roma y Amsterdam. El papa Gregorio XIII dispuso en 1581 el internamiento de cientos de mendigos, aunque sin resultados duraderos. Tres décadas antes Eduardo VI había cedido el viejo palacio de Bridewell con la finalidad de recluir a los vagos de la capital londinense. En 1589 los gobernantes de Amsterdam acordaron fundar un hospicio siguiendo las ideas de Dirk Coornhert de privar de libertad a los mendigos y someterlos a una disciplina de trabajo forzado. El modelo se extendió a lo largo del siglo XVII. En su primera mitad se sumaron al mismo numerosas ciudades holandesas. Los hombres eran destinados a casas donde debían trabajar en raspar maderas tintóreas de origen colonial a fin de prepararlas para fabricar tintes para la industria textil.
Por ello este tipo de lugares era conocido con el nombre de "rasphuis". Mujeres y niños, por su parte, eran encerrados en casas donde eran ocupados en trabajos de hilandería, llamadas por su finalidad "spinhuis". El equivalente a estas instituciones en los ámbitos alemán y austríaco fueron las "Zuchthäusern", las primeras de las cuales fueron fundadas en Bremen, Lübeck y Hamburgo. A fines del XVII en torno a veinte ciudades centroeuropeas contaban con hospicios para el confinamiento de pobres. En Inglaterra, ya en la época isabelina comenzó una activa política social orientada al control de los pobres. En 1601 se dictó una "Poor Law", según la cual dicho control se organizaba a través de las parroquias a cargo de supervisores y jueces de paz. La aplicación de esta ley, más flexible en la primera mitad del siglo, se hizo más rígida después. La finalidad era similar a la de los casos antes analizados: la reducción de los pobres ociosos a un trabajo disciplinado. Una disposición complementaria, el "Act of Settlement", que facultaba a las autoridades locales a expulsar a los mendigos foráneos, permitió, por su parte, limitar los movimientos de la masa flotante de indigentes. La actitud defensiva de las clases altas ante el problema de la pobreza queda patente en Francia a través de diversas iniciativas. La compañía de los "dévots" o del Santísimo Sacramento agrupó a numerosos miembros de la élite y el clero al objeto de combatir lo que entendían como desórdenes morales, entre los cuales incluían de forma especial la mendicidad y la ociosidad.
Su acción fue particularmente intensa a renglón seguido de la época de disturbios de mediados de siglo. La alta posición de sus miembros la constituyó en una palanca de presión sobre el poder político, que aceptó sus opiniones acerca de la necesidad de encerrar a los mendigos en hospitales. Por lo demás, este propósito encajaba a la perfección con las ideas mercantilistas de rentabilizar la fuerza de trabajo de los pobres, ya anticipadas en la obra de Barthélemy de Laffemas e intentadas llevar a la práctica por Colbert, convencido de la utilidad económica de una asistencia social en forma de trabajo. En España, por el contrario, las medidas de encierro y control de los pobres por parte de las autoridades dieron escaso resultado. En Madrid se fundaron galeras para la reclusión de prostitutas en 1606, pero la idea de confinar a los mendigos en instituciones de trabajo e instrucción cristiana quedó prácticamente en el abandono hasta que fue recuperada por los ilustrados, muy avanzado ya el siglo XVIII. De esta forma, la asistencia social, como indica B. Bennassar, siguió dependiendo esencialmente de la caridad privada. El confinamiento de los pobres respondía a un discurso basado en consideraciones de moralidad y de racionalización del esfuerzo asistencial. Las ventajas que supuestamente este drástico sistema reportaba eran consideradas de orden superior, tanto para los propios pobres -aunque éstos nunca estuvieron bien dispuestos a aceptarlo, lo que constituyó una de las causas de su fracaso- como para el bien colectivo. En apariencia, se trataba de una cuestión de dignidad social. Sin embargo, bajo semejante discurso se escondía la fobia al desorden y a la subversión, la repugnancia que provocaban los pobres y la decisión de no renunciar a un factor potencial de productividad a bajo costo. Tales compulsiones, en el fondo, formaban parte de una visión de la realidad informada en buena medida por valores de raíces innegablemente burguesas .
A este intento se subordinó una ideología religiosa de exaltación de las virtudes del trabajo que encontró eco no sólo en el ámbito protestante , mucho más propenso a aceptarla, sino incluso en áreas de neto predominio católico. La antigua idea del trabajo como maldición divina tendió a ser sustituida por un nuevo concepto del trabajo próximo al ejercicio ascético. Nada de esto cuadraba bien con la realidad de las clases desposeídas. Hostigadas por la falta de empleo, el hambre y la miseria, abocadas a unas ínfimas condiciones de existencia, la vida diaria de las masas de pobres no estaba informada por otro principio más que la necesidad de sobrevivir. El miedo a los pobres y la hipótesis optimista de los beneficios económico-sociales derivados de su empleo provechoso en ocupaciones laborales útiles determinaron un cambio de orientación en la política represiva de la mendicidad. En variados países el castigo ejemplar había constituido la fórmula disuasoria empleada, pero el prohibicionismo leal se había visto superado por una realidad materialmente imposible de controlar. Surgió así la iniciativa de confinar masivamente a los mendigos en casas de corrección regidas por severas ordenanzas, en las que obtendrían alojamiento, vestido y manutención a cambio de un trabajo obligatorio. Muchos gobernantes, tratadistas y comerciantes creyeron hallar así la panacea a un problema social de alarmantes proporciones. Tal confinamiento tendría un carácter obligatorio y se realizaría en hospicios-talleres especialmente habilitados al intento, con separación de hombres y mujeres.
La eficacia de la fórmula exigía la organización de una policía de pobres y la limitación de la práctica de la caridad individual, trocándola por aportaciones regulares de carácter institucional. Los centros surgidos en esta línea recibieron el nombre de hospitales generales o casas de trabajo (workhouses, Zuchthäusern, hôpitaux généraux), los cuales "tenían como finalidad separar todos aquellos cupos que se suponía podían tener un comportamiento más holgazán y rebelde, especialmente mendigos y vagabundos, disciplinarles mediante un estricto régimen de trabajo y prescripciones morales, y convertirles en mano de obra dócil y productiva" (Lis-Soly). Ya en la segunda mitad del siglo XVI se pusieron en práctica experiencias de encierro de pobres, especialmente en Londres, Roma y Amsterdam. El papa Gregorio XIII dispuso en 1581 el internamiento de cientos de mendigos, aunque sin resultados duraderos. Tres décadas antes Eduardo VI había cedido el viejo palacio de Bridewell con la finalidad de recluir a los vagos de la capital londinense. En 1589 los gobernantes de Amsterdam acordaron fundar un hospicio siguiendo las ideas de Dirk Coornhert de privar de libertad a los mendigos y someterlos a una disciplina de trabajo forzado. El modelo se extendió a lo largo del siglo XVII. En su primera mitad se sumaron al mismo numerosas ciudades holandesas. Los hombres eran destinados a casas donde debían trabajar en raspar maderas tintóreas de origen colonial a fin de prepararlas para fabricar tintes para la industria textil.
Por ello este tipo de lugares era conocido con el nombre de "rasphuis". Mujeres y niños, por su parte, eran encerrados en casas donde eran ocupados en trabajos de hilandería, llamadas por su finalidad "spinhuis". El equivalente a estas instituciones en los ámbitos alemán y austríaco fueron las "Zuchthäusern", las primeras de las cuales fueron fundadas en Bremen, Lübeck y Hamburgo. A fines del XVII en torno a veinte ciudades centroeuropeas contaban con hospicios para el confinamiento de pobres. En Inglaterra, ya en la época isabelina comenzó una activa política social orientada al control de los pobres. En 1601 se dictó una "Poor Law", según la cual dicho control se organizaba a través de las parroquias a cargo de supervisores y jueces de paz. La aplicación de esta ley, más flexible en la primera mitad del siglo, se hizo más rígida después. La finalidad era similar a la de los casos antes analizados: la reducción de los pobres ociosos a un trabajo disciplinado. Una disposición complementaria, el "Act of Settlement", que facultaba a las autoridades locales a expulsar a los mendigos foráneos, permitió, por su parte, limitar los movimientos de la masa flotante de indigentes. La actitud defensiva de las clases altas ante el problema de la pobreza queda patente en Francia a través de diversas iniciativas. La compañía de los "dévots" o del Santísimo Sacramento agrupó a numerosos miembros de la élite y el clero al objeto de combatir lo que entendían como desórdenes morales, entre los cuales incluían de forma especial la mendicidad y la ociosidad.
Su acción fue particularmente intensa a renglón seguido de la época de disturbios de mediados de siglo. La alta posición de sus miembros la constituyó en una palanca de presión sobre el poder político, que aceptó sus opiniones acerca de la necesidad de encerrar a los mendigos en hospitales. Por lo demás, este propósito encajaba a la perfección con las ideas mercantilistas de rentabilizar la fuerza de trabajo de los pobres, ya anticipadas en la obra de Barthélemy de Laffemas e intentadas llevar a la práctica por Colbert, convencido de la utilidad económica de una asistencia social en forma de trabajo. En España, por el contrario, las medidas de encierro y control de los pobres por parte de las autoridades dieron escaso resultado. En Madrid se fundaron galeras para la reclusión de prostitutas en 1606, pero la idea de confinar a los mendigos en instituciones de trabajo e instrucción cristiana quedó prácticamente en el abandono hasta que fue recuperada por los ilustrados, muy avanzado ya el siglo XVIII. De esta forma, la asistencia social, como indica B. Bennassar, siguió dependiendo esencialmente de la caridad privada. El confinamiento de los pobres respondía a un discurso basado en consideraciones de moralidad y de racionalización del esfuerzo asistencial. Las ventajas que supuestamente este drástico sistema reportaba eran consideradas de orden superior, tanto para los propios pobres -aunque éstos nunca estuvieron bien dispuestos a aceptarlo, lo que constituyó una de las causas de su fracaso- como para el bien colectivo. En apariencia, se trataba de una cuestión de dignidad social. Sin embargo, bajo semejante discurso se escondía la fobia al desorden y a la subversión, la repugnancia que provocaban los pobres y la decisión de no renunciar a un factor potencial de productividad a bajo costo. Tales compulsiones, en el fondo, formaban parte de una visión de la realidad informada en buena medida por valores de raíces innegablemente burguesas .