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Aun insistiendo en la diversidad comercial europea de los siglos de la plenitud medieval, se puede afirmar que en pleno siglo XIII, antes de que el comercio se transformara definitivamente en la siguiente centuria y de que algunas realidades sufrieran una gran crisis, como sucedió, por ejemplo, con las Ferias de Champaña que declinaron a fines del mil doscientos, existió un gran abismo entre el comercio internacional a gran escala y el comercio al detalle y por menudeo que algunos mercaderes y compañías mercantiles compaginaron con el primero en un sistema mixto de negocios. Además, los depósitos de mercancías, ya fueran una simple tienda o un gran recinto, solían albergar productos variados y los mismos comerciantes en sus desplazamientos cambiaban habitualmente de mercadería a tratar; sobre todo por tratarse aún de un comercio itinerante y móvil, y no tanto sedentario y estable como lo fue el gran comercio de los siglos bajomedievales. En principio, y por lo general, el dudoso origen de los mismos comerciantes y de los beneficios obtenidos, la vinculación ocasional con la piratería en el comercio marítimo, la dificultad en admitir por parte de la Iglesia una actividad que salía fuera de los rígidos esquemas rurales y señoriales, así como la desconfianza hacia la moneda en general y quienes hacían de ella objeto fundamental de atención, promovieron una cierta animadversión hacia todo lo relacionado con el tráfico de mercaderías y los negocios generados por dicho tráfico.

Pero dicha actitud fue cambiando con el paso del tiempo, quedando, no obstante, todavía en la baja Edad Media una "mala conciencia" que justifica la dedicación por parte de los grandes mercaderes y burgueses enriquecidos con el comercio de buena parte de sus beneficios a obras piadosas y a estimular un arte religioso para consumo propio o generosa entrega a recintos sagrados. También el carácter de las grandes ferias difería mucho según los casos y circunstancias económicas de sus dedicaciones prioritarias. Así, las de Flandes fueron en parte pioneras y apoyaron el desarrollo del área de Brujas, manteniendo un carácter esencialmente mercantil; en cambio, las de Lyon o Ginebra fueron más financieras que mercantiles. Pero sin lugar a dudas, durante los siglos XI al XIII, el comercio itinerante tuvo en las Ferias de Champaña (Lagny, Bar, Provins y Troyes) su manifestación más lúcida y permanente. Antes de declinar a finales del XIII, su propio ritual, su predominio en el comercio de telas y especias, la presencia permanente de italianos y flamencos, las franquicias disfrutadas por los mercaderes y las garantías legales de su actividad, la frecuencia de las operaciones de crédito, las transferencias de fondos, los cambios, las compensaciones por deudas o las garantías de préstamos, son aspectos hoy suficientemente conocidos -tal y como apunta J. Bernard, siguiendo a otros autores- que muestran el techo máximo al que el comercio había llegado por entonces.

Poco a poco, y como una fase más de la llamada revolución comercial, ya en la segunda mitad del siglo XIII y comienzos del XIV, aquellos mercaderes aventureros de los primeros siglos del despertar comercial fueron dando paso, tras varias generaciones, a otros que iban abandonando el nomadismo mercantil y comenzaban a sedentarizarse, confiando en procuradores, agentes comerciales, apoderados, delegados, etc., la realización de las operaciones, la garantía del negocio y la salvaguardia de la mercancía. Agentes que podían ser itinerantes o residentes, comerciantes especializados en determinados productos o en general, actuando sobre bases permanentes o temporales. Asimismo, se fue complicando el sistema de asociación, representación y comunicación en las diversas operaciones crediticias, financieras o de transporte y la contabilidad constituyó un conocimiento indispensable para llevar a buen término cualquier negocio mercantil. De esta forma, a tenor del volumen comercial y de la diversificación y multiplicación de transacciones, se racionalizaron las empresas, se manifestó el culto a las cifras y se desarrolló el crédito y la especulación, acabando por hacerse fundamental el papel de las finanzas y el tráfico del dinero como operaciones especulativas aparte de otras actividades económicas, esforzándose por maximizar los beneficios, ampliar los negocios y buscar la ganancia ininterrumpida. Estas actuaciones iban, desde luego, contra la ética cristiana, por lo que representaba el culto al dinero, la búsqueda permanente del beneficio y la superación de cualquier obstáculo material.

Y sin embargo la Iglesia no permaneció del todo fuera del sistema, lo que provocaría las grandes controversias de la jerarquía con las nuevas órdenes mendicantes del siglo XIII (franciscanos y dominicos), que criticaban precisamente la riqueza de los eclesiásticos y el abandono de los menesterosos a los que ellos mismos se ofrecían a atender. Todo ello dentro de un espíritu renovador de la Iglesia que pugnaba entonces entre la fe y la razón, entre la vuelta a los principios evangélicos de pobreza o la inmersión en el mundo con todas sus consecuencias. A su vez, señores, príncipes y gobiernos ciudadanos buscaron echar sobre el comercio la carga impositiva propia de una actividad lucrativa en la que también ellos querían participar. Portazgos, aduanas, peajes y derechos de todo tipo provocaron en ocasiones la protesta de los mercaderes foráneos que querían el mismo trato que los locales; pero en muchas ferias y mercados las franquicias y privilegios de los extranjeros aumentaban su interés por acercarse a los lugares feriados en los que desarrollaban su tarea sin oposición alguna. De la misma forma que la paz garantizada por las autoridades públicas aliviaba el riesgo que los comerciantes solían correr en sus desplazamientos, siendo víctimas frecuentes de asaltos y atropellos que terminaban cuando entraban en los recintos urbanos y quedaban bajo la protección de la paz del mercado y de las leyes y oficiales del lugar.

Frente a la inseguridad personal de quien particularmente se desplazaba para comerciar, asociaciones de todo tipo se difundieron en esta plenitud del medievo con fines comerciales y financieros. En principio fue la simple asociación de dos con interés compartido, "societas vera" y para una operación concreta; luego vinieron asociaciones más estables y duraderas de unos socios que ponían el capital y otros que se responsabilizaban de los servicios consiguientes: "comanda", "societas", "colleganza", adaptándose a un comercio y a un crédito rudimentario con riesgo y no siempre con gran beneficio. Finalmente llegaron las grandes compañías comerciales y bancarias italianas, flamencas o las asociaciones de ciudades portuarias en torno a la Hansa en el Báltico, y si bien estas grandes compañías asociadas a familias poderosas de burgueses no se consolidan hasta el siglo XIV, las bases de las mismas comenzaron a establecerse ya en el XIII. El comercio a larga distancia y el carácter internacional de muchas transacciones requirió también una correspondencia mercantil y una red de información necesaria para asegurarse el éxito y desviar la competencia. El triunfo de la correspondencia privada sobre la publica favoreció la aparición de la letra de cambio utilizada en las transferencias de moneda y en el sistema de pago, cambio o crédito. Las fluctuaciones en el cambio entre el oro, la plata y demás metales, los índices de apreciación o depreciación de la moneda y las oscilaciones de precios y salarios se convirtieron en indicadores de las variaciones económicas, pero también obligaron a utilizar papel moneda y cheques que introdujeron un elemento más de complicación para los mercaderes más modestos y una garantía de superioridad para los más poderosos.

De todo ello fue un buen precedente el sistema utilizado para establecer la compensación entre deudores y acreedores en las Ferias de Champaña del siglo XIII, junto con la creación de una moneda bancaria como garantía de los grandes prestamistas y depositarios (banqueros) a los descubiertos de sus usuarios. Los grandes banqueros garantizaban los cambios tanto como el mercado de letras de cambio y transferían el dinero de un cliente a otro sin movimiento de efectivo, a distancia controlada por la interacción del banco. Así, los grandes comerciantes-banqueros operaban con mercaderes y con poderosos productores de manufacturas, depositaros de mercancías o simplemente cambistas, buscando el beneficio del mercado de los medios de crédito y especulación. En ese largo siglo XIII (1160-1330) que postula P. Spufford, "se produjeron, por tanto, cambios fundamentales en los métodos de hacer negocios, enfatizados con el título de revolución comercial". Pero, como dice este autor, en este tiempo interesa más conocer la cantidad de moneda en circulación, las actitudes que generaba y el uso que se le daba que los aspectos meramente numismáticos. De lo que podría ser una buena muestra el hecho de que en el campo la renta en dinero desplazase a la renta en trabajo o en especie como signo dominante del señorío en sus múltiples manifestaciones y formas; pero también la introducción, cada vez con mayor empuje, de la moneda liquida o a crédito en las operaciones comerciales.

El siglo XIII estuvo sometido, no obstante, a fuertes presiones inflacionistas, especialmente porque la población en aumento presionaba sobre los recursos agrícolas y originaba el aumento del precio de los alimentos, aunque también debido a la mayor cantidad de dinero y a la variación de la aleación y peso; lo cual tenia mucho que ver con el gran comercio que manejaba moneda continuamente y acaparaba en torno a si buena parte de ella. La disponibilidad de numerario procedente de la gran revolución producida en las rentas (transformación de la señorial de especie o trabajo a moneda, política impositiva fiscal sobre base monetaria, etc.) a lo largo del siglo XIII y el crecimiento de la demanda de objetos de lujo, produjo un gran cambio cuantitativo en el volumen del comercio internacional, y la diversidad de disponibilidades también lo produjo en lo cualitativo. El resultado de la revolución comercial de la plena Edad Media fue, en realidad, un fenómeno de aumento del volumen comercial dentro de la estructura de una economía y una sociedad tradicional en la que la moneda no había servido todavía de referencia, elemento intercambiador y soporte de negocios. Cuando se llegó a la consideración de la división de funciones entre los comerciantes sedentarios, los agentes intermediarios y los transportistas de mercancías, con el soporte financiero y la garantía de los sistemas monetarios y de crédito, se puede decir que el ciclo de la evolución de la economía tradicionalmente cerrada hacia la especulativa y abierta se había concluido con el resultado de un capitalismo mercantil que tendría a partir del XIV su virtualidad.

Pero esta transformación del comercio por la que el comerciante aislado, que se movía continuamente por las rutas europeas a mayor o menor distancia con sus mercancías, se vio sustituido por varios intervinientes con funciones especificas, sólo se hizo posible en aquellas regiones o zonas en las que se concentraba dinero y demanda suficiente pare arriesgar capital y seguridad personal en operaciones garantizadas. El comerciante sedentario se había convertido en cabeza de una compañía y gestor responsable ante sus accionistas y colaboradores en los negocios que capitaneaba. Lo cual facilitó la confianza en los instrumentos de pago, como la letra de cambio, que debió alcanzar su forma definitiva a finales del XIII. Y si dichas letras de cambio fueron utilizadas primeramente por comerciantes entre sí, después fueron usadas por otros agentes y negociadores, siendo una de las bases fundamentales de la banca local e internacional, pues en muchas ciudades comerciales los cambistas ampliaron sus actividades desde el simple cambio a la recepción de depósitos y a la transferencia de cantidades de una cuenta a otra a petición de los depositantes. Las cuentas bancarias acabaron por tanto formando parte del dinero desde fines del siglo XIII, contando ya con una legislación especial de protección; si bien todo ello sucedió exclusivamente donde la oferta monetaria y los intercambios eran abundantes y frecuentes. Por ello, alcanzados ciertos niveles de actividad monetaria, los cambios cuantitativos llevaron a otros cualitativos en los métodos comerciales, aumentando la oferta monetaria y la magnitud de los negocios.

Como consecuencia de la revolución comercial y de las mayores posibilidades de inversión productiva cambió la actitud hacia el préstamo. Se produjo además una gran movilización de metales preciosos que se sumó a la oferta de dinero y aumentó su circulación. Y cuando los préstamos comerciales se hicieron ordinarios y el uso de la moneda prioritario, los canonistas tuvieron que reelaborar la doctrina sobre la usura para hacer viable el pago de intereses, pues ya no se trataba de los antiguos préstamos de consumo que atrapaban al deudor en una espiral de miseria sino de préstamos productivos que permitían al deudor ampliar sus negocios. Tal y como nos recuerda P. Spufford: "La clave de la nueva interpretación fue el lucrum cessans, el beneficio que el prestamista habría obtenido si se hubiera guardado el dinero para comerciar, pero del que se privaba para prestarlo a quien podrá utilizarlo en el comercio". Cuando aumentó la libertad para invertir en lugar de atesorar y cedió la presión moral de la Iglesia al respecto, cayeron los tipos de interés comercial, especialmente aquellos de los lugares en los que la oferta de dinero era mayor, como en las ciudades del norte de Italia. En Génova, por ejemplo, hacia 1200 los banqueros realizaban préstamos comerciales al 20 por 100 anual, en Florencia al 22 por 100 y en Venecia al 21 por 100. Estos tipos de interés comercial estaban aún al mismo nivel que los personales. Pero a fines del siglo XIII las ciudades pagaban ya a sus propios ciudadanos con tipos menores por préstamos forzosos, utilizando en cambio el tipo del mercado para conseguir préstamos voluntarios; aunque se mantuvo siempre un diferencial notable entre los tipos de préstamos comerciales y los particulares.

En definitiva, el aumento de la oferta monetaria fue un factor a destacar en la revolución comercial. En unas estructuras predominantemente agrarias y señoriales, como eran las de los siglos XI al XIII, una oferta monetaria adecuada permitió a los señores aprovecharse de las ventajas del aumento de la población, provocando una revolución de las rentas que a su vez les permitió una mejora de las formas de vida al alcanzar la capacidad de adquisición y compra que no habían disfrutado anteriormente. El siglo XIII, como final de la revolución comercial, conoció, pues, una serie de cambios y de nuevas actitudes hacia el uso del dinero en todos los ámbitos: el señorial, el campesino, el urbano, el principesco... Todo ello posibilitado por el desarrollo del comercio en los siglos del crecimiento y la expansión.

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