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INTRODUCCIÓN Es ya casi un tópico que no se puede estudiar la obra de un autor sin conocer el medio en que se desenvolvió, su época y su propia aventura personal al paso por la vida, y, a pesar de que lo hayan repetido todos los biógrafos para este o aquel personaje --escritor, autor musical, pintor, etc.--, debemos repetirlo en la ocasión presente, cuando introducimos al lector en el conocimiento de la primera obra americanista del Capitán (ya veremos hasta qué punto lo fue) Gonzalo Fernández de Oviedo. Primer Cronista de Indias, a juicio de alguno de los historiadores, pero sin duda el primero que se plantea la visión conjunta de todo lo americano: lo que allí había y lo que sucedió en el vasto continente por obra del Descubrimiento. Sí, es necesario conocer el siglo --los dos siglos en que él llegó a vivir-- en el cual desarrolló su vitalidad creadora, las gentes con las que trató y lo que ellas le brindaron o regatearon, así como los acontecimientos que le fueron contemporáneos. Y, naturalmente, cómo se dsenvolvió en el laberinto de estos tiempos, movido por legítimas ambiciones personales. Por esta razón, en este estudio preliminar del Sumario de Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, hemos de considerar todos estos aspectos, aunque el lector --que busca orientación sobre la acción española en las Indias, por boca (o pluma) de sus protagonistas-- ya esté informado por los otros estudios introductores de esta Colección. El mundo de Fernández de Oviedo Fernández de Oviedo nace en un mundo medieval (1478) y le toca desenvolverse, de mozo y de hombre, en un mundo renacentista. Y si decimos medieval no es porque el año de su nacimiento pertenezca al siglo XV, sino porque la sociedad española aún se desenvuelve (porque América no se ha descubierto y porque hay todavía en la península los cinco reinos de la Media Edad) dentro de unas formas de monarquías mediatizadas por la nobleza, especialmente en Castilla. En Castilla se vivía aún en la prepotencia nobiliaria, nacida de las llamadas mercedes enriqueñas, o sea, de las dejaciones que el primer Trastámara --Enrique II, el fratricida de Montiel-- tuviera que conceder a aquellos de cuyo grupo había salido, para que olvidaran su nacimiento bastardo, y lo reconocieran como el soberano de Castilla. Los Trastámara se habían instalado en el trono aragonés desde comienzos del siglo XV, en la persona de Fernando I, llamado el de Antequera, castellano que llevó consigo a sus intrigantes vástagos --los luego llamados infantes de Aragón, aunque también fueran plenamente castellanos--. Uno de ellos llevaría las armas catalano-aragonesas a días de triunfo en la conquista del reino de Nápoles: Alfonso V, el Magnánimo, prolongado por la hegemonía de la Confederación Aragonesa, tradicional en la Corona de Aragón, por el Mediterráneo. El otro --Juan II-- sería el hábil político que pensó en una unidad peninsular mediante una política matrimonial, que introduciría a su hijo Fernando (el futuro rey Católico) a enlazar con su pariente, la princesa Isabel de Castilla, para que una sola pareja real fuera la dueña de los dos reinos. No olvidemos que en la mecánica política europea del siglo XV --que duraría hasta los finales de la llamada Edad Moderna-- los derechos dinásticos eran la base de la política internacional. En vez de alianzas y pactos, las grandes casas reales europeas echaban mano de las nupcias reales. Un slogan de los Habsburgos austriacos era, poco más o menos: Otros hagan guerras, Austria feliz se casa, y de ello sacarían harto provecho los reyes castellano-aragoneses. En otras palabras, los tiempos finales del siglo XV, que corresponden a los primeros dieciocho años de Fernández de Oviedo, eran tiempos de verdadero cambio, de transformación de la geografía de las nacionalidades europeas. ¿Cuál era ésta? Todos los manuales de historia lo recuerdan. Repasemos los datos esenciales. Había un poder centro europeo, germánico, la continuación del Sacro Imperio Romano-Germánico constituido muchos siglos antes, gran potencia que carecía de una verdadera unidad nacional. Todos sus miembros se sentían alemanes, por la comunidad de su lengua, pero eran prácticamente autónomos, salvo en problemas internacionales, porque éstos correspondían al Emperador, que para serlo había de ser elegido --no lo olvidemos-- por los grandes príncipes soberanos, entre los que se contaban tres obispos-reyes. El Pfalz (Palatinado), Sajonia, Baviera y Austria (tierra patrimonial de los Habsburgo, descendientes de los Stauffen) completaban el cuadro. El Imperio estaba institucionalmente ligado a Roma, porque los Emperadores, para serlo, habían de ser coronados por el Pontífice romano, pero su importancia estaba amenazada por la poderosa embestida del imperio otomano, que iba sometiendo a los territorios orientales de la cuenca del Danubio, otrora influidos por Bizancio o por el propio imperio germánico. El mapa de los pueblos cristianos consideraba al Imperio como la muralla oriental contra los ataques, musulmanes --porque los turcos otomanos se habían convertido al mahometismo-- y aún vivían en sus conflictos interiores, donde los grandes señores feudales desafiaban la autoridad de los reyes. Tal era el caso de Francia, que puede parecer a los ojos de hoy, si no se profundiza demasiado, como una nación homogénea, pero que en realidad era un mosaico de grandes Duques, como el de Borgoña, que se consideraba más poderoso que el propio Rey. La política sinuosa de Luis XI --contemporáneo de Juan II de Aragón-- había ido echando los cimientos de una unidad bajo una nueva monarquía fuerte. Preparaba la grandeza de un solo rey, Francisco I, el rival, ya en el siglo XVI, de Carlos I de España, y futuro Emperador, el monarca al que dirigirá esta obra El Sumario Fernández de Oviedo. Inglaterra no vale la pena mencionarla, pues aunque en un comienzo intentó imitar a los exploradores náuticos españoles, utilizando también a un italiano, Juan Caboto Montecaluña1, su ímpetu en aquellos años se apagó muy pronto, y no tuvieron repercusión sus hechos en el mundo en que le tocó vivir a Fernández de Oviedo. Si Enrique VIII, casado con una tía de Carlos I, se presentaba como candidato al Imperio, o titubeaba en obedecer a la Santa Sede o no, eran para el cronista incidentes que no le apartaron de su labor. No así lo de Italia. Porque Italia ha sido campo de batalla desde que los romanos expulsaron a los galos cisalpinos. Imperiales y pontificales, güelfos y gibelinos, vénetos y genoveses, mantuanos y florentinos habían ensombrecido y enrojecido las tierras italianas. Y desde siglos antes, normandos y Stauffen habían peleado por Sicilia, y después los aragoneses-catalanes, con sus mercenarios almogávares, se instalaban en aquellas tierras que por último señorearía el Magnánimo Alfonso V, un castellano aragonesado y, por último, napolitanizado y entronizado en el friso inmortal de la puerta mayor del Castel Nuovo, que él mismo ordenara construir. Italia sería luego presa de la política del Católico rey Fernando --el esposo de Isabel de Castilla-- en connivencia con el Rey de Francia. Aquello sí que le tocaría de cerca al futuro cronista de las cosas de las Indias... y de otros miles de folios de empresas literarias muy distintas, como veremos. El historiador Denifle --pensando en Lutero-- solía escribir que no se sabe si los tiempos hacen a los hombres, o si los hombres hacen a los tiempos; en el caso de Fernández de Oviedo no podemos pensar que él conformara el desarrollo de la historia europea --ni siquiera la indiana--, sino que, más bien, fueron los tiempos (sus tiempos) los que le conformaron a él. Los años finales del siglo XV y toda la primera mitad del siglo XVI --o sea, los de la vida de Fernández de Oviedo-- fueron el marco temporal de la gran transformación del mundo europeo, y del mundo en general. Son los años, como dirían los historiadores que encasillan los tiempos en siglos y épocas, de la transición de la Edad Media a la Edad Moderna, del abandono de las formas feudales --con la arquitectura gótica entre otras cosas-- por las monarquías absolutas, por la estabilización de las nacionalidades europeas, de la aparición (ya anunciada con pujanza desde 1420, en que Alfonso V de Aragón conquistara Nápoles) del que hoy llamamos Renacimiento, pero que como tal renacer de la Cultura grecorromana era ya un sentimiento generalizado entre las gentes del siglo XV, afirmado con plenitud en las de la siguiente centuria. Estos cambios afectaron sensiblemente a Fernández de Oviedo, que tan pronto se interesará por la Historia Natural --como prueba en el Sumario que editamos ahora-- como se preocupará por los viejos linajes nacidos en los siglos anteriores, o por las luchas heroicas de los tirantes y héroes de la lucha contra el invasor otomano. Nacido cuando había en la península cinco reinos (Portugal, Navarra, Castilla-León, Aragón y Granada), Fernández de Oviedo vería cómo, ante sus ojos, todo esto se transformaba en dos reinos --España y Portugal--, con la esperanza, por la política matrimonial de los Reyes Católicos, de que la Corona lusitana entrara en el juego de la Unidad. Que su Rey y Emperador casara con una princesa portuguesa era el anuncio de la posibilidad de que el hijo de esta unión pudiera cumplir el designio antiguo de conseguir la unificación peninsular. Su fallecimiento --muy anterior a 1580-- no le permitiría ver a las tropas del Duque de Alba avanzando hasta Lisboa, ni la derrota en las islas de los Azores de la flota del pretendiente, D. Antonio de Crato. La expansión de la influencia española por Europa no podía dejar de impresionarle, era un cambio tan evidente que cualquier otro lo hubiera notado, pero él, con una sensibilidad especial para darse cuenta de lo que pasaba en su torno, lo captó mejor. ¿Qué castellano del 1400 hubiera hablado --como él lo hace-- de Bruselas, como de tierra casi propia? El matrimonio de la infanta Juana con el hermoso Felipe de Flandes realmente ampliaba las fronteras de la recién salida España, como por el Levante ocurría con Nápoles, y en Liguria y Lombardía con la preponderancia española, que en Pavía llegaría (siendo ya Rey el nieto de los primeros monarcas que tuviera Fernández de Oviedo) a conseguir llevar a Madrid, prisionero, nada menos que al mismísimo Rey de Francia. Toda esta historia es lo que le rodeó como español de España --ya veremos que esta aparente redundancia no lo es, porque luego Fernández de Oviedo sería un español indiano--, era su columna vertebral, su arraigo familiar y tradicional. Su mundo circundante se ampliaba también a sus ojos, y seguramente esta ampliación comenzaba ya a consignarla en sus cuadernos y notas, que fue uno de sus medios primarios de información. Porque si grande era la transformación de su pequeño mundo hispano-europeo, era éste realmente pequeño (aunque pletórico de cultura y de semillas históricas a repartir a manos llenas) frente a ese otro mundo de todos los hombres: la Tierra. Fernández de Oviedo, de muy joven, sabe que las naves portuguesas habían hallado el cabo meridional del gran continente africano, y que surcaban ya un nuevo océano --el Índico-- que los llevaría hasta la auténtica India. Pero esto ya se esperaba, porque desde 1414 --en que se adquiere Ceuta-- los portugueses no habían cejado en buscar un paso hacia Oriente, aunque para ello tuvieran que circunnavegar todo el continente negro. Seguramente cuando tenía catorce o quince años su memoria quedaría impresionada porque los castellanos ya no hablaban de la India lejana en el Levante, en el Oriente, sino de Las Indias, a las que había llegado una flotilla pequeña y valiente en 1492. Recibiría la noticia, como todos sus contemporáneos, con curiosidad y hasta con asombro, ignorando todavía que su último destino estaba allí, en el Poniente, en el lugar donde moría el sol. Porque las transformaciones eran mucho mayores que las de la política europea. El Mundo, con mayúscula, se había ido transformando a los ojos de las gentes --entre ellas Fernández de Oviedo-- desde fines del siglo XV hasta mediados del siglo XVI. No es, naturalmente, que hubiera cambiado lo que existía desde el comienzo de los tiempos, sino que el Mundo que conocieron los medievales quedaba empequeñecido por el que se iba conociendo, en virtud de las navegaciones y penetraciones en las nuevas tierras de lusitanos y españoles, especialmente por estos últimos, que era, como es lógico, lo que atañía más directamente a Fernández de Oviedo. Le atañía personalmente, porque gran parte de los hechos que determinaban este nuevo conocimiento de cómo eran las tierras de la Tierra --valga la repetición-- se habían producido estando él en las propias Indias, o en las inmediateces del centro neurálgico de la gobernación de las mismas, en España. Como veremos luego, él había pasado al Nuevo Mundo con Pedrarias Dávila, cuando ya se tenía noticia de que se había descubierto una nueva Mar: la del Sur. Desde entonces, hasta el momento de su muerte, el pequeño virreinato que provisionalmente rigiera Diego Colón desde la isla Española, se había ampliado --ante Fernández de Oviedo-- hasta fronteras impensadas. La flota de Magallanes --trágicamente muerto en Mactán (Filipinas)-- regresaba de dar la vuelta al Mundo, dejando, de paso, la importante noticia geográfica de la extensión continental de Sudamérica hasta el Estrecho magallánico. Desde Cuba, Hernán Cortés había pasado al continente septentrional y conquistado un imperio, y desde la Panamá fundada por Pedrarias, los Pizarro conquistaban aún otro imperio. Tanto descubrimiento, tanta navegación, tantas rutas terrestres exploradas, grandes ríos descubiertos --como el Amazonas-- habían producido la creación, en España, de organismos que administraran los inmensos territorios sometidos a la soberanía de la Corona española. Se habían dictado Leyes, creado el Consejo Real y Supremo de las Indias, y establecido dos virreinatos, uno para la Nueva España (México) y otro para la Nueva Castilla (Perú), así como Audiencias, obispados, adelantamientos y gobernaciones. Todo este mundo había crecido --insistamos-- durante el curso vital de un hombre cuya biografía y obra pasamos a estudiar: Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés.
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Las transformaciones que tienen lugar en la llanura mesopotámica entre el IV y el III Milenio son de extraordinaria importancia para comprender cómo se articularon las relaciones sociales en el ámbito del Creciente Fértil e incluso en otros espacios más alejados. Ya hemos observado el problema de la formación de los estados desde su perspectiva teórica y del desarrollo concreto de cada región en la dimensión en que la arqueología nos permite restaurar tales procesos. Este es el momento de estudiar la evolución histórica de las distintas comunidades aprovechando las diferentes series informativas que la antigüedad próximo-oriental nos ha legado. Si desde la época de Yarmo hasta la de Yemdet Nasr, la característica esencial había sido la búsqueda y el ensayo de nuevas experiencias políticas y culturales, el tercer milenio se distingue por la progresiva concentración del poder, que culminará con la formación de los primeros imperios, es decir, la agrupación de diferentes unidades políticas antes autónomas, bajo un poder centralizado. Los textos no se incorporan a la tarea reconstructiva hasta una fecha relativamente reciente, pues los monarcas más antiguos que conocemos por las listas reales no remontan más allá de 2750. De este modo, carecemos de documentación para reconocer los acontecimientos que tuvieron lugar entre finales de la época de Yemdet Nasr, en torno a 2900, y el momento en el que las listas reales nos proporcionan una secuencia relativamente segura. En cualquier caso, a partir de 2900 hablamos de dinástico arcaico, que conoce varias etapas: la primera iría desde el 2900 hasta el 2750; la segunda, de 2750 a 2550, período al que pertenecen las primeras dinastías de las distintas ciudades y, finalmente, la tercera etapa que discurre hasta la unificación del territorio por Sargón, hacia 2334. A pesar de las lagunas textuales, desde el punto de vista arqueológico, se detecta inicialmente un período de recesión, cuyo síntoma más destacable es la desaparición o independencia de los primitivos establecimientos coloniales, como Habuba Kebira o Yebel Aruda en el Éufrates medio, lo que puede interpretarse como expresión de la inconsistencia de la antigua estructura comercial. Tal es el caso, por ejemplo, del afamado asentamiento de Malatya (Arslantepe), hacia la cabecera del Éufrates, que a finales del IV Milenio contaba con un palacio propio y singulares edificios públicos (templo, almacén, etc.) y que en esta época no supera las estructuras de una aldea. Sin embargo, estas transformaciones reflejan, al mismo tiempo, un cambio más profundo en la forma de organización política, que se detecta en la aparición de los primeros palacios. Es precisamente en este momento cuando comienza a articularse un sistema económico palacial, a la vez paralelo, convergente y opuesto a los templos como único eje regulador de las comunidades bajomesopotámicas. A partir de ahora se producirá una coexistencia de la vieja estructura templaria, con el nuevo sistema laico palacial, de tal manera que la vida urbana se polariza alrededor de esos dos núcleos que, al mismo tiempo, controlan las relaciones de la ciudad con su entorno agrícola, que tiene un promedio de treinta kilómetros de diámetro, donde reside la mayor parte de la mano de obra. Es probable que la razón profunda de estas novedades deba buscarse en el cambio operado en las formas de explotación agrícola del territorio. A los antiguos campesinos libres, que vivían en las aldeas rurales sometidos a los trabajos obligatorios, se van sumando ahora poco a poco importantes contingentes de agricultores dependientes de las unidades centrales de administración que, de esta manera, desarrollan una verdadera colonización agrícola del territorio. A las distintas formas de explotación del suelo hay que añadir una compleja imagen de la composición étnica de sus habitantes. Y es precisamente a todo este complejo cultural a lo que denominamos mundo sumerio, como si existiera equivalencia entre uno solo de los grupos étnicos que componen la población de la Baja Mesopotamia y la civilización que entre todos elaboran. Pero no es éste el único problema de planteamiento que ha venido arrastrando la investigación, sino que siguiendo una falsa analogía con el mundo griego, se ha denominado ciudad-estado la forma del ordenamiento político de las comunidades sumerias. Sin embargo, en la polis griega la capacidad de participación del cuerpo cívico en las decisiones colectivas no conoce parangón en la realidad histórica del mundo mesopotámico. En realidad, en Súmer, la ciudad-estado está caracterizada por el territorio que pertenece a un templo o un palacio, explotado por una población que no participa en las tareas políticas y administrado por una élite que controla todos los resortes del poder en un régimen verdaderamente teocrático, que sólo podría parecerse algo al mundo griego micénico, precisamente el que no es definido como propio de la ciudad-estado. Ignoramos los acontecimientos que tienen lugar desde el final de Yemdet Nasr, hacia 2900, hasta la aparición de las primeras dinastías. La importancia que obtuvo el título de Rey de Kish ha hecho suponer a algunos autores que esa ciudad habría ejercido la hegemonía en el territorio sumerio. Nada, sin embargo, permite tomar una decisión al respecto, pues ninguna de las explicaciones dadas al título resulta satisfactoria. En cualquier caso, parece claro que tras la recesión de Uruk, las ciudades sumerias han recuperado la tónica vital hasta el punto de que la confrontación bélica parece ser el procedimiento más frecuente en las relaciones interestatales del segundo período dinástico arcaico. La importancia de la monarquía a partir de 2750 pone de manifiesto el progresivo retroceso del templo como centro regulador de la vida estatal, aunque mantendrá a lo largo de toda la historia del Próximo Oriente antiguo una posición relevante. Ahora, sin embargo, cada una de las ciudades está gobernada por un dinasta local, que recibe un título diferente en cada lugar. Los términos empleados son "en", gran sacerdote, "ensi", agente del dios, y "lugal", rey, lo que pone de manifiesto la existencia de diferencias ideológicas y políticas, procedentes probablemente de la vivencia histórica de cada ciudad. En el término "en", se subraya el origen y continuidad del poder real procedente del ámbito templario en el que encontró su primera formulación; tal podría ser el caso de Uruk, cuyos monarcas reciben ese titulo y desempeñan, al mismo tiempo, el sacerdocio supremo de la diosa Inanna. El título de "ensi" refleja el papel fiduciario del dinasta con respecto al dios de la ciudad. Finalmente, la denominación de "lugal" supone una ruptura con la tradición precedente, pues destaca especialmente la desvinculación del ámbito templario y subraya los valores humanos de carácter laico. Ahora bien, independientemente de su origen, el monarca logra dar cohesión al grupo dominante que rivaliza por las cotas de poder en litigio. Los distintos templos de una misma ciudad compiten entre sí y con el poder civil por el control económico y político del estado, pero desconocemos el procedimiento mediante el cual el conflicto se diluye en beneficio del monarca que se convierte en el regulador de las relaciones sociales y políticas, tanto en el seno de la comunidad, como con otros reinos. Es función real, pues, conservar y promover las infraestructuras productivas, así como ejercer el control sobre el sistema redistributivo, la dirección de la guerra y la representación de la comunidad ante los dioses. Para el funcionamiento correcto de estas atribuciones se rodea de los administradores necesarios que configuran el aparato burocrático. Por debajo de este grupo social se encuentran los productores, con diferentes estatutos jurídicos, que van desde los propietarios libres, con gran diversidad de situaciones económicas, hasta los esclavos, pasando por una situación intermedia de dependencia o servidumbre en la que se halla una gran parte de la población, artesanos y campesinos no propietarios esencialmente. Desde que las listas reales se hacen eco de la historia fáctica el conflicto entre estados es tónica dominante. Parece documentarse una tendencia a la implantación de un poder hegemónico sobre todo el país de Súmer, en torno al que se crea la ideología del «dominio universal». Sin embargo, no podemos asegurar que la realidad reflejada sea precisamente la de las primeras dinastías, pues cabe la posibilidad de que se esté proyectando en el pasado heroico el sistema de relaciones propio del momento en el que se redacta la lista real sumeria, a finales del III Milenio. En cualquier caso, Mebaragesi de Kish, cuyas inscripciones son las más antiguas hasta ahora encontradas, llevó sus conquistas hasta el interior del valle del Diyala, presumiblemente con el mismo objetivo que tendrán las campañas de los grandes imperios por esa zona: el control de la ruta que daba acceso a las riquezas del Zagros y al corazón de Irán. Una dimensión distinta representa Mesanepada de Ur, que asume el título de Rey de Kish, queriendo expresar de ese modo su hegemonía sobre la parte septentrional de la Baja Mesopotamia, el territorio de la futura Babilonia. Pero sin duda el monarca más afamado de la época, el más destacado por la literatura mesopotámica y al que se dedica la primera epopeya conocida es Gilgamesh de Uruk, cuya historicidad parece hoy indiscutible. Este héroe épico impone su hegemonía militar sobre algunas ciudades mesopotámicas, pero también es capaz de lanzar una expedición hasta el Mediterráneo, en busca de madera de cedro del Líbano, que podría ser interpretada como un ensayo para abrir una nueva ruta comercial. Las razones que provocan el prolongado enfrentamiento entre Kish, Uruk, Umma, Ur, Lagash y la ciudad santa de Nippur hay que buscarlas en el crecimiento demográfico y, consecuentemente, en los problemas económicos derivados. Se ha calculado -quizá exageradamente- que hacia 2500, el ochenta por ciento de la población de la Baja Mesopotamia vivía en ciudades de más de 40 ha., mientras que a mediados del I Milenio no lo hacía más del quince por ciento. Parece evidente que para afrontar todas las necesidades del sistema se requiere un aumento de la producción. Éste es posible por el incremento demográfico, pero para dar trabajo a la nueva mano de obra hace falta acondicionar para el cultivo tierras de nadie, verdadero sistema de amortiguación que, al desaparecer, genera la fricción entre los distintos estados. Por otra parte, las fuentes antiguas destacan los desacuerdos comerciales como causa de enfrentamiento entre estados. En esta idea hemos de entender la totalidad de las relaciones de intercambio, que van desde la apertura de rutas, la preservación de su seguridad, el control fiscal de los bienes desplazados, hasta la operación de trueque en otro estado. Además, introducida la mecánica de la guerra, ésta requiere una mano de obra específica a la que hay que alimentar y armar, con los correspondientes costos; pero el botín de guerra es un mecanismo rápido para la obtención de riqueza que, naturalmente, tiende a reproducirse. Con los estados surge, pues, una nueva dinámica en las relaciones intercomunitarias, basada en la tensión permanente y la confrontación bélica frecuente como mecanismos de regulación de los problemas económicos y sociales. La inestable situación política encuentra eco en la arquitectura. Es precisamente durante el reinado de Gilgamesh cuando se construye en Uruk un recinto amurallado de nueve kilómetros de perímetro. A ese momento corresponde la erección del mayor de los templos de Jafache, en la cuenca del Diyala. Está rodeado por una doble muralla ovalada, que protege al templo como si de una auténtica acrópolis se tratara. Por este camino se logra una separación definitiva entre la comunidad y el dios tutelar de la ciudad. Quienes controlan los resortes económicos de la comunidad han decidido separarse definitivamente de ella y sienten la necesidad de protegerse, junto con la riqueza generada, síntoma evidente del antagonismo entre los intereses de las clases separadas por la muralla. El análisis de los santuarios de la época, incluso indirectamente, transmite a su manera la consolidación del Estado burocrático, pues la sencilla planta rectangular se va complicando para habilitar espacios internos destinados a los administradores de los bienes del santuario y a todo tipo de servidores, así como para el almacenamiento de las riquezas acumuladas por el propio santuario a través de las ofrendas, o directamente por la explotación de las tierras de su propiedad. El nuevo orden social se pone también de manifiesto en el mundo funerario del grupo dominante, como es el caso de Ur, cuyo cementerio real ha proporcionado una documentación de extraordinario valor. Está formado por dieciséis tumbas cubiertas con falsa bóveda, en las que además del personaje principal estaba enterrado su cortejo, compuesto quizá por sirvientes y guardia personal, que en alguna ocasión supera las sesenta inmolaciones. El ajuar funerario es fabuloso y de él proceden las mejores piezas de orfebrería y otras actividades artesanales de este periodo. El enterramiento colectivo parece responder a un sacrificio ritual de los allegados, según un procedimiento conocido en otras comunidades. Es probable que esta conducta colectiva sea reminiscencia de rituales prehistóricos, desarrollados durante una fase inicial de la consolidación del poder personal, que posteriormente se abandonaría en beneficio de otros mecanismos social y psicológicamente menos costosos, es decir, culturalmente mejor integrados para evitar los conflictos que pudieran surgir por la aplicación de una costumbre como la detectada en las tumbas reales de la primera dinastía de Ur. Esta situación parece poco compatible con un sistema de participación política de la masa social, según se desprende de la epopeya de Gilgamesh, en la que se menciona un consejo y una asamblea. De nuevo podemos hallarnos ante instituciones heredadas de un pasado preestatal que habrían perdido ya su contenido real de poder, pero no el formal. La aparición, por esta época, de los primeros textos legales pone de manifiesto que las normas colectivas ya no son emanación de la propia comunidad, sino que la autoridad ha usurpado tal capacidad al conjunto de la sociedad. La función social del monarca es objeto de representación artística en las placas perforadas, que sirven al mismo tiempo para dar a conocer sus gestas más gloriosas. La más antigua que conservamos es la del fundador hacia 2550 de la dinastía de Lagash, Urnanshe, que aparece como constructor, claro exponente de su deseo propagandístico. La rivalidad entre las ciudades sirve también como tema para las placas, según se ve en la Estela de los Buitres; en ella Eannatum, segundo sucesor de Urnanshe, describe gráficamente su victoriosa campaña contra la vecina ciudad de Umma. La vanagloria constituye el mensaje obvio de este relieve, en el que -por otra parte- aparece el dios protector de Lagash, Ningirsu, representado con forma humana y sujetando en su mano a Imdugud, el dios antagónico aún con forma de águila. Es la manifestación más contundente del éxito de la antropomorfización de los dioses, expresión adicional de la consolidación de la vida urbana frente al animismo rural. La antropomorfización reduce la distancia entre los seres divinos y sus representantes en la tierra, sin que ello conlleve mayor facilidad de acceso para el resto de los hombres; se trata, únicamente de una aproximación que culminará con la divinización de los monarcas, en la progresiva conquista del espacio económico, social, político e ideológico por parte de la realeza. Tras la victoria sobre Umma, Eannatum lanza una campaña en la que conquista Uruk, Ur, Kish y tal vez Mari. Lagash había alcanzado de este modo su máximo esplendor. Pronto, sin embargo, comienza su declive, del que sólo destaca el reinado de Urukagina, un usurpador que pretende acabar con los abusos de los funcionarios del estado, por medio de un edicto supuestamente otorgado por el propio dios Ningirsu. Poco tiempo podría gozar Lagash de los beneficios de la buena voluntad, ya que el rey Lugalzagesi de Umma se ampara de la ciudad, al igual que lo haría con Uruk, Ur, Larsa o Nippur. Es decir, todas las ciudades situadas al sur de Kish habían quedado unidas bajo un mando único, lo que hace de Lugalzagesi, antes de que finalizara el siglo XXIV, el primer soberano de un imperio. Los tiempos, sin embargo, corrían deprisa y el reinado de Lugalzagesi no fue duradero, ya que por aquel entonces en Kish el monarca Urzababa era depuesto por su copero, Sargón, que habría de conquistar toda la Baja Mesopotamia, fundando así el imperio acadio.
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Hacia el año 2900 a.C., la Mesopotamia meridional estaba dividida en dos regiones: Akkad, al N, desde Abu Salabikh hasta el límite norte de las llanuras aluviales, y Sumer, al S, desde Eridu hasta Nippur. Las primeras tablillas en barro traducidas por los arqueólogos descubrieron que los escribas llamaban Sumer a la tierra situada entre los ríos Tigris y Eúfrates. Con el paso del tiempo, esa misma región sería llamada Babilonia y, hoy en día, Irak. Sumer no era un país propiamente dicho, sino un territorio formado por varias ciudades-estado, cada una de ellas con su propio soberano. Éste era también el representante de la deidad y quien controlaba los recursos del templo, la institución más rica y el principal terrateniente de la ciudad. Uno de los templos sumerios más monumentales fue construido en Khafadye en los últimos tiempos del Dinástico Arcaico Sumerio -entre los años 2700-2400 antes de Cristo-. Templo oval consagrado a un dios desconocido, presenta la novedad de estar rodeado por una doble muralla que cerraba un recinto de 103 metros de longitud por 74 de anchura. El templo está edificado sobre una alta plataforma de tres niveles y aislado del resto urbano por potentes defensas de perímetro ovalado. En su interior, además de las instalaciones propias del culto, existían almacenes, cocinas, talleres y otras dependencias administrativas.
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Nombre con que se designó a los habitantes de Sumer, antigua región del sur de Mesopotamia. Se les considera la civilización más antigua del mundo. A ellos se debe la escritura cuneiforme.
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La doctrina revelada por Dios que el musulmán debe conocer y seguir se contiene en el Corán (Qur'an), libro santo cuya definitiva puesta por escrito ocurrió entre los años 640 y 650, a partir del recuerdo de la palabra del profeta Muhammad, pero hubo una versión ortodoxa, la de Zayd, encargada por el califa Utman, y otras, las de Ali e Ibn Mas'ud, mas próximas a las posturas del si´ismo. Al no haber un sacerdocio semejante al de los cristianos, la interpretación del Corán y la aplicación de sus principios era responsabilidad de todo musulmán; no había intépretes obligatorios, aunque sí preferentes, pero toda acción social, todo poder, habían de referirse al texto coránico, que expresaba el mensaje divino. Incluso en las interpretaciones difíciles y simbólicas, no se perdía de vista que el dueño de la palabra revelada era Dios, aunque tampoco así se pudieron evitar las divergencias ni las apropiaciones abusivas del texto sagrado. Al estar escrito en árabe, esta lengua obtuvo un prestigio y una capacidad de difusión insuperables, y con ella diversos aspectos culturales del mundo arábigo que rodeó a Muhammad. No es fácil sintetizar el contenido de las 144 suras que hay en el Corán, compuestas a su vez por versículos: Alá, Dios único y personal, todopoderoso y creador, adjetivado con casi un centenar de atributos y calificativos, ha hecho explícita su voluntad y pacto con los hombres en una cadena de revelaciones que comienzan con Abraham y concluyen con Muhammad, de modo que sólo el creyente que acepta su totalidad y se somete a Dios -esto quiere decir musulmán- está en la verdad. El Corán contiene una historia sagrada de la humanidad, desde la creación hasta el fin del tiempo, que se supone próximo, y dibuja, más allá de él, la certeza del juicio final, la existencia de cielo e infierno, de donde proceden, respectivamente, ángeles y demonios capaces de influir en la vida de los hombres, aunque también se acepta, por influencia de la cultura beduina preislámica, la existencia de genios (yinn) materializados en diversas fuerzas y lugares del mundo natural. El Corán es también una fuente de ideas y reflexiones en materia de moral y costumbres sociales, que se completaban con las derivadas de las antiguas tradiciones, procedentes de la época de Muhammad o de los tiempos inmediatamente posteriores; como en casi todas las sociedades agrarias, lo antiguo, o por tal tenido, creaba autoridad y permitía comparaciones con circunstancias más recientes. Pero los hadit o relatos incluidos en la Sunna (tradición) se pusieron por escrito desde el siglo IX y fueron utilizados a menudo sin un sentido crítico adecuado hasta los siglos XIII y XIV, lo que daba un margen excesivo al abuso tratándose, como así era, de textos que fundamentaron la reflexión y la práctica religiosa y jurídica. De todos modos, las obligaciones religiosas fundamentales del creyente o pilares de la religión estaban prescritos en el Corán con claridad: profesión de fe, oración, ayuno, limosna, peregrinación. El musulmán tenía que conocer y recitar la sahada o profesión de fe: "Solo hay un Dios y Muhammad es su profeta". Debía orar, en estado ritual de pureza que comportaba una actitud de "adoración, petición de perdón y deseo de purificación (Sourdel), cinco veces al día, mirando hacia La Meca, y, en el medio urbano, el muezzín (almuédano) llamaba a la oración proclamando en alta voz la afirmación "Allah akbar" (Dios es grande). Lo normal es que la oración se hiciese colectivamente, sobre todo en las grandes fiestas anuales con motivo del fin del ayuno o en las que se efectuaban durante las peregrinaciones; también era pública para los varones la oración del viernes al mediodía en la mezquita mayor, momento de predicación por el califa o el gran cadí en Bagdad y por los dirigentes religiosos en otras ciudades, lo que permitía crear estados de opinión o de emoción ante las situaciones de la vida colectiva. Había también actos de oración ritual o de petición por algún motivo concreto: por la vida de los fallecidos, contra la sequía, como complemento del ayuno, etc. La ritualidad dirigió también las otras prácticas religiosas: el ayuno principal, en el mes de Ramadán, obligaba a evitar la ingestión de cualquier producto, salvo el aire, mientras durara la luz del sol. La peregrinación a La Meca dependió de las posibilidades pero, si existían, había de hacerse al menos una vez, preferiblemente en el último mes del año, el de Dulhicha, cuando tenían lugar las celebraciones principales de raíz abrahámica, en especial la fiesta familiar del sacrificio del carnero, el día 10 del mes. En éste y otros aspectos, el Islam recoge prácticas religiosas anteriores, al igual que hicieron antes otras nuevas religiones. La limosna legal (zakat) tenía dos objetos: purificar los bienes económicos propios y cumplir un mandato de solidaridad hacia los musulmanes pobres u obligados por causas piadosas; acabó fijándose en un diezmo de las rentas y fue, así, fundamento del sistema fiscal islámico pues sus demás componentes o recaían sobre los no musulmanes o eran aspectos tolerados por necesidad pero no fundamentados en la ley religiosa, única fuente de legitimidad. El yihad o guerra santa no era una obligación individual inexcusable, de modo que no tiene el mismo carácter que las anteriores prácticas, sino que consistía en el deber colectivo de extender el conocimiento y dominio del Islam entre los pueblos infieles, por la violencia si el caso lo requería. Por eso, la guerra debió atenerse a ciertos principios de raíz religiosa, referidos al trato a los vencidos, a la posibilidad de admitirlos a capitulación o de que conservaran sus religiones anteriores solo en algunos supuestos, al reparto del botín, del que un quinto pertenecía al profeta o a su sucesor y representante, y al dominio eminente de la comunidad musulmana sobre los bienes raíces ganados, que nunca prescribía. Las tradiciones y ritos, a veces de origen preislámico o campartidos con otros pueblos, dieron lugar a obligaciones de aceptación universal, aunque no tuvieran un fundamente coránico expreso: el tabú de la sangre se manifestaba en la prohibición de consumir carnes que no hubieran sido sacrificadas de modo que perdieran toda la sangre, o las de algunos animales -cerdos, perros- por su especial impureza. Fue también frecuente la repugnancia a tomar bebidas alcohólicas, salvo el vino de dátil, según algunos pareceres, siguiendo con ello un hadit que aludía a los peligros que se derivaban para la buena conducta e inteligencia del hombre. Y se extendieron prácticas de cuidado del cuerpo e higiénicas o de relación social a través de las que se manifestaba una piedad acorde con la recta tradición: la circuncisión, las depilaciones de pubis y axilas, las abluciones, la limpieza de dientes, el uso del velo por las mujeres, los momentos ritualizados de abstinencia sexual con motivo de ayunos o tiempos sacralizados, el uso mismo de invocaciones y salutaciones tales como en el nombre de Dios (bismillah), quiera Dios (wa-sa Allah, de donde procede nuestro ojalá) o bien, que la salvación sea contigo (al-salam aleykun). Aunque la religión islámica no conoce el equivalente al culto a los santos, el impulso religioso tradicional acabó creando prácticas en cierto modo equivalentes como fueron las visitas y peregrinaciones, primero a Medina y Jerusalén, después a lugares donde vivieron varones famosos por su fe, o, entre los si´ies, la veneración a Ali y miembros de su familia. Pero el aniversario de Muhammad no se celebró hasta el siglo XII, y los rezos con finalidad prospectiva, para asegurar un futuro próspero, son también tardíos, por ejemplo los que ocurrían al término del ayuno del Ramadán, durante la llamada noche del destino. La relación entre fe y ética u obras no es directa e inmediata aunque había respeto y recomendación de determinadas actitudes morales, pero su práctica o ausencia no cuestionaba la sinceridad de la fe de forma terminante. La noción de deber moral -ha llegado a escribir un autor- "es ajena al Islam (como religión), que sólo conoce una obligación jurídica". Entre los valores morales apreciados y recomendados contaban los de valor y solidaridad al servicio de la comunidad, heredados de la actitud ética beduina o muruwwa, los derivados de las cuatro virtudes cardinales -justicia, prudencia, fortaleza y templanza- al modo helenístico, y las exhortaciones de origen iranio sobre la estimación por el hombre de su propia dignidad, el valor de la amistad o las ventajas de la moderación, para enfrentarse a las dificultades que las fuerzas del mal siembran en el mundo. La tendencia de la práctica religiosa islámica a la ritualidad y el juridicismo no eran incompatibles con el seguimiento de los consejos coránicos en pro de una vida ascética, desprendida de las riquezas y dedicada a la meditación. Los adeptos a esta forma de hacer recibieron el nombre de sufíes en el Iraq del siglo VIII por la túnica blanca que vestían (suf). Al siglo siguiente comenzó a haber entre ellos místicos (al-Muhasibi, al-Yunayd) que, en su búsqueda de la fusión con Dios, emitieron a veces opiniones monistas o inmanentistas, lo que les atrajo la represión de los ortodoxos, cuya mayor expresión fue la condena a muerte del sufi al-Hallay en el año 922. Pero, por lo general, los sufíes respetaron la ortodoxia y buscaron completar la reflexión teológica con un itinerario espiritual, tal como lo expone al-Gazali en su "Revivificación de las ciencias de la religión". La corriente teosófica más radical tuvo su mejor y último representante en Ibn al-Arabi, de Murcia (1165-1240) quien, como algunos otros místicos de diversas culturas, llegó a afirmar que el hombre, como microcosmos completo en sí mismo, podía llegar a descubrir a Dios en lo profundo de su propia realidad vital. No hubo en el mundo islámico monacato, aunque sí manifestaciones esporádicas de eremitismo, y el ejemplo de los sufíes no derivó hacia aquella forma de organización de la vida religiosa pero, en cambio, inspiró desde mediados del siglo XII la proliferación de cofradías populares que proponían a sus miembros mejores formas de piedad y estimulaban el recuerdo y veneración a personajes famosos de la historia religiosa islámica. La cofradía de los kadiriya de Bagdad proporciona un ejemplo antiguo (1160), la de los derviches de la mawlawiya de Konia, en Anatolia, un siglo después, tendría gran influencia y continuidad.
contexto
La hostilidad hacia Roma se propagó por todo el mundo helenístico, tras la destrucción de Macedonia, alimentada principalmente por etolios y seléucidas. La propaganda antirromana se recoge en los Oráculos Sibilinos en los que se vaticinaba una vuelta ofensiva y victoriosa de Asia contra Roma. El mismo Polibio no puede obviar la perplejidad así como las tensiones que el ejercicio romano del poder suscitó en Grecia. La política del terror iniciada por Roma en el 167 y que llevó a la destrucción de Macedonia y posteriormente a la eliminación de Cartago y Numancia, situaban a Roma ante la opinión del mundo helenístico fuera de toda legitimidad política. En este contexto, se explican las luchas que condujeron a la destrucción de Corinto y que fueron motivadas por las tensiones sociales y políticas que sacudían a Grecia en esta época. También resulta significativo de este clima de inestabilidad el que pocos años después de la muerte de Perseo, un tal Andrisco, que se proclamaba hijo del anterior, consiguiera con toda facilidad el apoyo de toda la Tracia y lograra derrotar, con la misma facilidad, a los ejércitos romanos en dos ocasiones. El apoyo popular conseguido por Andrisco debió de ser una de las razones que indujeron a Roma, tras la derrota de éste, a convertir a Macedonia en provincia romana. Los hechos que condujeron a la destrucción de Corinto y al fin de la libertad griega, nos son conocidos a través de Polibio y Pausanias. En su origen fueron motivados, una vez más, por los conflictos entre Esparta y la Liga Aquea. El Senado romano exigió en el 147 a través de una embajada, que fueran declaradas libres de la estructura federal no sólo Esparta, sino otras ciudades no aqueas, como Corinto, Argos, Orcómeno y Heraclea Trachinia. Esta exigencia demostraba a los griegos que el Senado pretendía desmembrar la Liga Aquea, como ya lo había hecho con la Liga Etolia después del 167 a.C. La reacción de los aqueos fue de desobediencia a Roma y de enorme violencia. El movimiento antirromano se difundió con gran rapidez en las otras ciudades griegas: se abolían las deudas, se prometía la división de la tierra... y la revuelta amenazaba convertirse en un movimiento social en el que se conjugaban factores político-patrióticos y económicos. Los aqueos se atrajeron a su causa a Beocia, Eubea y, tal vez, a los focenses y locrios. Critolao fue elegido estratega de la Liga y dirigió la primera batalla contra el ejército romano comandado por Cecilio Metelo. Dice Polibio que cuando Cecilio Metelo se presentó ante la asamblea de la Liga -antes de la batalla- con el fin de restablecer la concordia, Critolao le respondió que "los aqueos deseaban encontrar en los romanos amigos y no patronos". Las operaciones continuaron, tras la muerte de Critolao en la batalla de Escarfea (al este de las Termópilas) con el nuevo estratega Dico y L. Mummio al frente del ejército romano. Este último forzó el paso del Istmo en Leucoptera y ocupó Corinto. La Liga fue disuelta, la ciudad saqueada e incendiada y sus habitantes convertidos en esclavos. El saqueo y destrucción de Corinto es considerado uno de los crímenes menos justificables cometidos por los romanos, como no fuera el deseo de aplicar una medida ejemplar a través del terror. Táctica que el mismo año fue aplicada en Cartago. Los dos acontecimientos van ligados y obedecen a la misma implacable política romana de mediados del siglo II a.C. Los griegos que habían combatido contra Roma quedaron sujetos a la autoridad del gobernador de Macedonia. No obstante, no fueron destacadas guarniciones militares en su suelo, aúnque se les obligó al pago de un tributo. Grecia perdió su soberanía y libertad medio siglo después de la declaración de Flaminio.
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