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Excelente arma artillera debido a su alta precisión a todas las distancia, estaba proyectado para ser montado sobre el mismo afuste del cañón de 144 mm. La cadencia de tiro era de dos disparos por minuto. Para muchos se trataba de una de las mejores armas artilleras.
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Arma de baja velocidad y tiro curvo, el obús podía lanzar obuses de 7,2 kilos por encima de obstáculos o de cerros. Existían dos tipos de obuses: uno para artillería de a pie y otro para la de caballería. Las medidas de los obuses oscilaban entre los 68 y los 84 cm, con un peso de entre 762 y 1.156 kg. El alcance máximo era de 1.554 m, siendo el efectivo de 640 m. El radio de la explosión era de 23 m, aunque la trayectoria de los proyectiles era errática. En la batalla de Arapiles Wellington contó con 14 cañones de 24 libras, del total de 54 unidades de que dispuso. Cada una de las ocho baterías de campaña de seis cañones tenía un obús, existiendo además una batería de reserva angloportuguesa.
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Pieza esencial de los batallones de infantería, junto con el 105, el 70 tenía como misión apoyar con fuego artillero las operaciones de los infantes. Cada batallón de infantería portaba una batería, de dos secciones cada una y con dos piezas. Gracias a su poco peso resultaba fácil de transportar. También resultaba muy útil la facilidad de su manejo y la potencia de su disparo, pudiendo proyectar una carga relativamente pesada.
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Los planeadores aliados, como el Horsa o el Hamilcar, podían llevar consigo tanto un carro de combate ligero como el Tetrach o bien el obús norteamericano de 75 mm. Muy empleados para la realización de operaciones aerotransportadas -Sicilia, Normandía, Arnhem-, ponían sobre el terreno tanto hombres como pertrechos. El obús norteamericano de 75 mm., transportado a bordo del Horsa, tenía una cadencia de disparo de 6 proyectiles por minuto.
obra
Pintura al temple, de pigmentos minerales y emulsión de yema de huevo o goma procedente de la mastaba de Nefermaat en Meidum realizada a comienzos de la IV Dinastía. La escena la protagonizan tres parejas de gansos, naturalistas en apariencia, pero en realidad obra de fantasía, primorosamente ejecutadas e ideadas en colores y diseño. Además de pinturas, la tumba tenía muros revestidos de recortes de pastas coloreadas, una especie de puzzles, curiosísimos y de gran efecto, aunque no tuvieron gran acogida en la decoración, porque al secarse se agrietaban y desprendían.
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A pesar de que China alcanza en el siglo XVIII el momento de máximo esplendor de toda su historia, en los últimos años del mismo comienzan a manifestarse los signos precursores de la crisis. Factores de descomposición interna son el visible grado de corrupción administrativa, la proliferación de sociedades secretas de talante anti-manchú y las numerosas sublevaciones causadas por disconformidad de las minorías étnicas y religiosas. El sistema en su conjunto se debilita progresivamente. Con Ch´ien-Lung, la dinastía Ching alcanzó el cenit de su desarrollo, pero la burocracia, ideológicamente conservadora y basada económicamente en la propiedad territorial, resultó incapaz de hacer frente a las necesidades que la rápida reforma exigía. Las mismas fuerzas que habían garantizado el ascenso de los Ching contribuyeron también a su ocaso. Después de 1760 la nueva moda por lo antiguo, el éxito de las teorías de Rousseau, completamente opuestas a la fuerte organización social de China en la que el individuo no cuenta para nada, fueron causas de que poco a poco disminuyera la influencia china. A fines del siglo XVIII, China y Europa seguían siendo muy extrañas una para la otra. Pero China, desarmada por la ausencia de, técnicas europeas, sólo debía su independencia y sus éxitos a las divisiones que reinaban entre los europeos y a la dispersión de sus esfuerzos. En el siglo XVIII ha pasado ya la época del gran arte chino. Sólo quedan las artes decorativas. Quizá sean la derrota, la conquista y la intrusión de un nuevo espíritu, pese a los grandes esfuerzos de los manchúes para convertirse en chinos, los responsables de ello. Cuando Chien-Lung abdicó en 1796 en un sucesor débil y corrupto, el Imperio, pese a todo su brillante potencial, llevaba ya en su seno el germen de la decadencia.
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A la muerte de Honorio II se produjo un grave cisma en la Iglesia romana. Por maquinaciones de dos importantes clanes dos sedicentes papas se disputaron la legitimidación a lo largo de ocho años. La familia de los Frangipani elevó al cardenal Paparaschi que tomó el nombre de Inocencio II. La de los Pierleoni hizo lo propio con uno de sus deudos que tomó el nombre de Anacleto II. Ambos personajes no carecían de cualidades y podían desempeñar su papel con entera dignidad. Del lado de Anacleto II se posicionaron buena parte de los romanos y el rey normando Roger II de Sicilia. Del lado de Inocencio II se situaron los obispos de Francia, Inglaterra, reinos ibéricos y el emperador alemán. Contó también con una ayuda impagable: la de san Bernardo de Claraval, el mentor espiritual de mayor prestigio a la sazón en todo el Occidente. Anacleto II fue objeto de una sistemática campaña de desprestigio (acusaciones de rapiña y sacrilegio) por parte del impulsor del Cister, que acabó minando su posición. Con la cobertura que le prestó el concilio antianacletista de Reims (octubre de 1131) y el apoyo militar alemán, Inocencio II trató de zanjar por la vía militar las diferencias con su rival. Sin embargo, hasta 1136 no consiguió logros dignos de consideración. Lotario III moría en 1137 y Anacleto II unos meses después. El cisma se podía dar por liquidado. Para pacificar los ánimos, Inocencio II convocó un nuevo concilio: el que conocemos como II Concilio de Letrán (1139). Hubo un crecido número de asistentes: el cronista Otón de Freising habla de un millar de prelados procedentes de casi todos los rincones de la Cristiandad. Inocencio II condenó solemnemente la memoria de Anacleto II y suspendió todas las ordenaciones hechas en su nombre. Roger II fue también objeto de las iras pontificias y sufrió la excomunición en castigo por haber sido el principal soporte del antipapa. Herejes como Pedro de Bruys y reformadores radicales como Arnaldo de Brescia fueron objeto de anatemas y reprimendas. Por lo demás, el II Concilio de Letrán ratificó solemnemente las viejas condenas contra eclesiásticos simoníacos y concubinarios, declarando nulos sus matrimonios. Se advertía, igualmente, a los laicos que despojasen a las iglesias de las severas penas a las que se estaban arriesgando. En definitiva, Inocencio II quería dejar bien claro quien era el verdadero guía de la Cristiandad: aquel -según dijo en su discurso sobre la unidad de la Iglesia- a quien corresponde "imponer el orden y establecer una regla de prudencia allí donde reina la confusión". Se ha dicho en ocasiones que el II Concilio lateranense cerró la era gregoriana. Es una afirmación que conviene matizar. Es cierto que el prestigio de los pontífices había crecido y se había escenificado en reuniones conciliares con pujos de universalidad. También es cierto que, al compás de la reforma y centralización romanistas, se desarrolló una potente corriente de codificación canónica que, posiblemente en 1140, llegó a un momento clave. En esa fecha el monje camaldulense Graciano procedió a la redacción de una suma que conocemos comúnmente con el nombre de Decreto de Graciano pero cuyo título original era el de "Concordia discordantium canonum". Lo que se pretendía allí era no sólo ordenar sino también eliminar las posibles contradicciones surgidas del torrente de disposiciones canónicas promulgadas en los últimos años. Los esfuerzos de los viejos reformadores eran traducidos al lenguaje jurídico y puestos al servicio del primado romano. La obra de Graciano sería comentada y proseguida por los decretistas como Paucapalea, Bandinelli, Huguccio, Omnibene, etc. Junto con las "Sentencias" de Pedro Lombardo (también publicadas en los años centrales del siglo XII) el "Decretum Gratiani" fue texto de obligado manejo en las cátedras universitarias hasta fecha muy avanzada. Sin embargo, el camino recorrido no podía ocultar las dificultades que el pontificado atravesó también a la clausura del II Concilio de Letrán. Las inercias del pasado y las dificultades políticas del presente hacían difícil la aplicación estricta de los decretos del Lateranense II. En Inglaterra, por la anarquía generalizada en que se vivía bajo el reinado de Esteban de Blois. En Alemania, porque a la muerte de Lotario (1137) los electores elevaron al trono a Conrado III Staufen (o Hohestaufen), mucho menos dispuesto que su predecesor a colaborar con los Pontífices. Y en Italia porque, si bien Inocencio II lograba la pleitesía de su viejo rival Roger II, la agitación popular en Roma retoñó en los últimos meses de su pontificado. El cisterciense Eugenio III (1145-1153) hubo de lidiar con este problema del que fue principal protagonista Arnaldo de Brescia. Fogoso orador, adepto a las corrientes mas radicales de la reforma y discípulo de Pedro Abelardo, Arnaldo llego a convertirse en dueño de la ciudad pontificia cuya vieja dignidad republicana aspiraba a restaurar. Rara vez pudo gozar el Papa de tranquilidad en la urbe. De poco podían servir en aquella ocasión los consejos (el "De consideratione") redactados para el Pontífice por su maestro Bernardo de Claraval en los que invocaba el modelo de los antiguos Papas en cuanto a piedad y humildad. Igualmente le recordaba que el pontificado ostentaba los dos poderes -spiritualis scilicet gladius et materialis- aunque solamente el espiritual podía ejercerlo directamente. En 1153 y casi al mismo tiempo desaparacían San Bernardo y Eugenio III sin resolver el grave problema de la revolución comunal arnaldista. Unos meses más tarde, el nuevo papa Adriano IV, desbordado por la situación, optó por una solución dramática: lanzar el entredicho contra toda la ciudad de Roma con la intención de minar la moral de su levantisca población. Para entonces, un nuevo poder lograba consolidarse en el panorama político europeo: el del sucesor de Conrado III Federico I Barbarroja.