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Personaje Religioso
Francisca de Fuentes nació en Manila en 1647. Sus padres eran Simón de Fuentes, español, y Ana M? del Castillo y Tamayo, una española mestiza. Ella fue educada como una dama y dada en matrimonio a un caballero, que la dejó viuda y sin hijos siendo todavía muy joven. Ya viuda se dedicó a la oración y a asistir a los pobres y enfermos de la ciudad. En 1662 fue admitida como terciaria dominica y elige el nombre de Francisca del Espíritu Santo. Unos años más tarde, en 1668 solicita con otras tres mujeres -Antonia de Esquerra, su hermana, María Ana de Fuentes y Sebastiana Salcedo- vivir juntas en una comunidad de oración a la vez que desarrollaba su labor apostólica. La solicitud es enviada a Roma al Maestro General de la Orden de Predicadores que la aprueba en 1688. La Madre Francisca, que había sido elegida Priora de por vida, gobernó el Beaterio de Santa Catalina de Siena con gran prudencia y fidelidad a su regla. Para suplir la ausencia de capilla, consiguió que los padres del Colegio de San Juan de Letrán consintieran en la construcción de un pasillo de comunicación entre el beaterio y la Capilla del Santísimo. Murió en agosto de 1711, después de sufrir durante varios meses una dura enfermedad.
contexto
Pese a que con el tiempo la orden franciscana fue adquiriendo no pocos rasgos del rigor intelectual e institucional de los dominicos, esta evolución se debió menos a la voluntad explícita de su fundador, san Francisco, que a las continuas y decisivas intervenciones pontificias. Intervenciones que no pudieron sin embargo evitar el estallido de la grave querella de los espirituales. En ese sentido, aunque los fundadores de ambas órdenes llegaron a conocerse y a admirarse mutuamente, nada hay tan lejano a la mentalidad sistemática de santo Domingo como las ensoñaciones de san Francisco. Fue mérito en gran parte de Roma que la tenue línea de separación existente en el franciscanismo entre ortodoxia y heterodoxia quedase finalmente del lado de aquella. La propia vida del fundador es un buen ejemplo de esta tensión espiritual. San Francisco (1182-1226) era hijo de un rico comerciante de Asís y había pasado gran parte de su juventud de una manera disipada. En 1205, a consecuencia de, una grave crisis personal cambió de vida, orientándola hacia la pobreza, el trabajo manual, la existencia itinerante y el amor a las obras de la naturaleza, siempre según los dictados del ideal evangélico. Como es obvio, los resultados de esta evolución interior, que recuerda en gran parte a la del heresiarca Pedro Valdo, obedecían más a los planteamientos de la religiosidad laica/ciudadana de la época que a un plan consciente de actuación a largo plazo en el seno de la Iglesia. De hecho, san Francisco ni se consideró reformador ni quiso fundar nunca una orden en el sentido tradicional del término. Si su misión no derivó en abierta heterodoxia fue no sólo por su consciente voluntad de sometimiento a la jerarquía y al dogma tradicionales, sino también por la inteligencia y cautela de pontífices como Inocencio III y sus sucesores, empeñados en mantener dentro del catolicismo a la mayor parte de los movimientos pauperísticos y apostólicos. Esto explica por qué, pese a los importantes recelos despertados con las primeras predicaciones de san Francisco y sus seguidores (en Francia y Alemania se les confundió simplemente con herejes), el Papado diera vía libre al movimiento, auque potenciando su institucionalización. Ya en 1210, apenas manifestado el apoyo verbal de Inocencio III a las actividades de los "fratrum minorum", se les impuso la jurisdicción eclesiástica y el mismo san Francisco fue ordenado diácono. Al noviciado de un año debía seguir, según estas primeras disposiciones pontificias, el ingreso en la orden, en la que el cumplimiento de los votos monásticos tradicionales venía unido a un cierto control eclesiástico sobre la predicación, centrada siempre en temas morales. A pesar de que san Francisco mostraba mayor interés en sus actividades misioneras que en perfilar los rasgos de su orden, el nuevo papa, Honorio III, movió al santo de Asís tras su regreso de Egipto a redactar, al parecer en contra de su voluntad, la denominada "regula prima" o "non bullata" (c. 1221). Al resultar insatisfactoria por su poca precisión, san Francisco se vio obligado en 1223 a diseñar una vez más el esquema organizativo de su movimiento. Surgió así la llamada "regula bullata", que resultó definitiva y que acercaba el franciscanismo a los dominicos. La presencia ahora de un cardenal "gubernator, protector et corrector" de la orden, con estrictas funciones que la primitiva regla ni siquiera contemplaba, demostraba hasta que punto era consciente el interés de Roma por sistematizar y controlar el movimiento franciscano. Sin embargo, san Francisco se desentendió desde entonces y hasta su muerte del gobierno de la orden, redactando un "Testamento" que venía a suponer un radical mentís de lo afirmado en la segunda regla. En dicho documento, san Francisco rechazaba lo que el entendía como mundanización de la Orden, afirmando por contra la simplicidad intelectual y el apego a la pobreza, hasta el punto de rechazar el contacto físico con el dinero. En adelante, según se aceptasen los planteamientos de la "regula bullata" o del "Testamento", el movimiento franciscano se vería abocado a elegir entre la sumisión a Roma o la rebelión heterodoxa. En cualquier caso, como claro exponente del interés pontificio por mantener el franciscanismo en el seno de la Iglesia, Gregorio IX canonizaba en 1228 al santo de Asís. Apenas habían transcurrido dos años desde su muerte. Los años que siguieron a la canonización de san Francisco fueron también los de la progresiva ruptura del movimiento. Organizada la orden según el modelo dominico, mediante capítulos conventuales, provinciales (custodias) y generales, fueron los ministros provinciales, liderados por fray Elías de Cortona, los que se mostraron más favorables a seguir la política papal. Personajes como san Buenaventura, partidario de acrecentar entre los franciscanos el interés por los estudios como preparación de su futura actividad pastoral, misional y docente, incidían también, aunque de forma más moderada, en esta vía oficial. Por contra, los antiguos compañeros de san Francisco como Juan de Parma (1247-1257), eran partidarios de mantener con todo rigor el espíritu primitivo de la orden, influyendo así en la consolidación de una corriente radical que se conocería con el tiempo como la de los espirituales.
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En 1780, con motivo de la decoración de la cúpula del Pilar de Zaragoza, la tensión entre Francisco Bayeu y Goya estalló. El joven artista no admitía que su cuñado - con más edad y prestigio - impusiera sus criterios y rectificara sus proyectos, aunque al final se avino a razones. Pero la relación entre ambos se hizo muy tensa por lo que este retrato que contemplamos puede considerarse como una muestra de agradecimiento de Goya al ser nombrado pintor del rey, junto a Ramón Bayeu, hacia su cuñado. El maestro aparece frente al caballete, con su pincel en la mano derecha y la izquierda oculta ya que había sufrido una caída que le inutilizó ese brazo. Su rostro es el centro de atención del cuadro, iluminado por un potente foco de luz procedente de la izquierda. Los ojos cansados y el gesto amable, aunque algo seco, presiden un conjunto en el que se omiten las referencias espaciales y los detalles del traje para no desviar la atención del espectador. Así los bordados del traje se realizan con una pincelada muy suelta, sin definir, de la misma manera que se presentan las chorreras de la camisa, a base de blancos empastes. Grises, negros, pardos y blancos conforman un conjunto de elevada calidad, comparable al retrato con este mismo protagonista que guarda el Museo del Prado.
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A lo largo de su vida, la relación entre Goya y Francisco Bayeu fue bastante irregular, con rupturas y reconciliaciones. Los momentos de tensión venían provocados por la negativa de Goya a someterse a los dictados de su cuñado, ya que quería ser un pintor independiente y libre. A pesar de esa tirantez en sus relaciones, Bayeu siempre favoreció a Goya, siendo nombrado Pintor de Cámara gracias a él. Goya realiza aquí uno de sus mejores retratos. El centro del cuadro es el rostro de Bayeu, muy castigado por los infartos que sufrió en los últimos días de su vida. Pero todavía podemos apreciar la tozudez del aragonés y su habilidad e inteligencia. Aparece sentado en un sillón, sosteniendo un pincel en la mano derecha como símbolo de su profesión; la izquierda está un poco deformada pero es que Bayeu la tenía atrofiada por una caída. Los colores empleados son muy limitados, especialmente grises y verdes, aplicados con una soltura magistral como se puede apreciar en el chaleco y en el fajín. Goya juega con las gamas de manera asombrosa. El retrato fue expuesto sin acabar en la Academia de San Fernando, cosechando un importante éxito que se vería aumentado tras el nombramiento de Goya como Director de Pintura de la Academia, plaza vacante tras el fallecimiento de Bayeu, quien la había ocupado durante treinta años.
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A lo largo de la década de 1780 Goya va haciéndose con el cargo oficioso de retratista de la corte madrileña. Gracias al buen hacer de los Duques de Osuna y de Alba, el maestro plasmará con sus pinceles a la flor y nata de la sociedad española, consiguiendo fama y fortuna. El futuro Conde de Cabarrús - título otorgado por Carlos IV en 1789 - participó decisivamente en la fundación del Banco de San Carlos, germen del actual Banco de España. Poseedor de una gran fortuna, ostentó cargos en diferentes gobiernos con Carlos IV, Godoy o Jose I, debido a su ideología ilustrada. Goya tuvo la oportunidad de conocerle al recibir el encargo de realizar una serie de retratos para el citado banco. Don Francisco aparece en pie, llevándose una mano al pecho y la otra hacia adelante, recordando con esa postura al Pablillos de Valladolid pintado por Velázquez. Como en el lienzo velazqueño, la figura se sitúa en un espacio indefinido, a base de sombras coloreadas, destacando la que crea la propia figura. Viste una larga casaca en tonos verdes-amarillentos, medias blancas de seda y camisa con chorreras. La peluca, el tricornio, los zapatos y las cadenas que penden del chaleco indican su elevada posición. Todos estos elementos están insinuados, sin determinar, para evitar caer en lo anecdótico. El rostro, más iluminado, y claramente definido en sus contornos, es la parte principal de la composición; a través de su contemplación se sugiere el carácter inteligente, audaz y penetrante del banquero, lo que hace que los retratos de Goya se diferencien de los demás.
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Vicente López fue el pintor más retardatario y convencional de toda la corte de Fernando VII. En los inicios de su carrera se reveló como un excepcional alumno de la academia valenciana, y durante su juventud, llamado a la corte madrileña, demostró una singular maestría en la ejecución minuciosa de los retratos de nobles que le encargaban continuamente. Sin embargo, según avanzaba la época, Vicente López seguía sin avanzar y cultivaba un estilo dieciochesco, cuando ya Goya había realizado tremendas innovaciones en el terreno pictórico. Fernando VII, monarca reaccionario como pocos, recelaba de Goya y contempló con agrado su exilio. Su puesto como pintor del rey se lo adjudicó a López, que sólo realizó dos cuadros de interés. Uno fue el retrato de un organista ciego, profundamente conmovedor. El otro gran cuadro fue este retrato de Goya. Tal vez fue la personalidad del retratado lo que traspasó de fuerza y vigor la pintura conformista de López, pero no hay duda, de que como en el cuadro del organista, nos encontramos ante un prodigioso retrato, ambos expuestos en el Museo del Prado. La fidelidad al modelo no se desequilibra hacia lo físico y la captación de las materias, las texturas o el color, sino que se encuentra compensada con una perfecta penetración psicológica del sujeto, que parece hablarnos directamente desde esos ojos profundos y ese gesto imperioso. Goya aparece, como era frecuente en la época, con sus atributos de pintor, la paleta, los pigmentos extendidos y los pinceles en la mano. Se trata de un maravilloso homenaje de López al gran genio que desbordó la vida de su época.
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Un expresivo retrato de Goya a la edad de 51 años, pleno de vitalidad y genio a pesar de la sordera, inicia la serie de los Caprichos, aunque inicialmente se planteó que la abriera El sueño de la razón produce monstruos.
contexto
La complejidad de las propuestas estéticas, artísticas y arquitectónicas de la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del siguiente impiden reducir esa época a una esquemática y errónea oposición entre Neoclasicismo y Romanticismo. Es más, la modernidad del proyecto ilustrado, oscilante entre la razón, la historia y la construcción de una nueva sensibilidad, abrió el camino a soluciones figurativas y formales que siendo en ocasiones distintas respondían a supuestos ideológicos semejantes y también al revés. Más aún, también se ha podido comprobar cómo las tradiciones nacionales actuaban controlando las intenciones universalistas del clasicismo, convirtiendo la idea de este último en múltiples clasicismos, incluso a veces confundiéndolos con posturas directamente anticlásicas. Pues bien, si David pudo hacer histórico y comprometido políticamente su clasicismo, hubo un pintor, estricto contemporáneo suyo, que hizo histórica su biografía, su experiencia privada y pública, y lo hizo sin estilo, o mejor, usando todos los que se ponían a su alcance, usando los lenguajes en función de la propia pintura o del acontecimiento o tema a representar, de tal forma que da la impresión que sea el propio arte de la pintura el que alimente la de Goya. Mientras el arte de David se presentaba como un presagio de los tiempos, anticipaba y guiaba el lenguaje de una revolución, el de Goya siempre estuvo en la periferia, pero no para establecer distancias, sino para mirar apasionadamente sin llegar a perderse en las tareas. Goya no pintó la historia, sino su interpretación de la misma y lo hizo comprometido y contaminado por las ideas cotidianas, por eso él mismo y su pintura cambiaron con el paso de los tiempos y lo cierto es que, como a David, le tocó vivir una época especialmente convulsa, la que en España representa la monarquía de los Borbones, desde el pacífico reinado de Fernando VI a la monarquía clemente y reformista de Carlos III, del frágil Carlos IV al reinado trágico para España de Fernando VII, pasando por la contradictoria presencia del breve período en el que José Bonaparte fue rey, un período en el que Goya anduvo, con la Guerra de la Independencia por medio, indeciso entre su carácter de invasor y su proyecto de modernización.Si su pintura no puede ser adscrita a un estilo preciso, menos aún puede serlo la iconografía de sus imágenes, especialmente a partir de los años noventa del siglo XVIII. Pintó la noche, el lado oscuro de la razón, lo que no aparecía en los cuadros de David y todo el mundo daba por supuesto, el lado monstruoso y siniestro de la realidad. Pintó las sombras de la vida pero no las hizo sublimes, pintó las costumbres y hábitos de la sociedad, sus tópicos y supersticiones, pero no los hizo pintorescos, y menos en un sentido descriptivo, tan cerca estaba su pintura de la vida, de su vida. Y esa proximidad a las zonas ocultas de lo real, ocultas al menos para el arte de la pintura, le permitió proponer temas ejemplares, de alto valor moral, sin necesidad de recurrir a historias clásicas, sino observando lo cotidiano, sin dejar escapar nada, ni el terror, ni la pesadilla, ni el sueño. Francisco de Goya (1746-1828), formado con un pintor local como José Luzán, también viajó a Italia en 1770 y, gracias al reciente descubrimiento de su Cuaderno Italiano, ha podido reconstruirse el itinerario realizado y las obras y pintores que atrajeron su atención. En España conoció, además de las colecciones reales de los Austrias (de Tiziano o Rubens a Velázquez), la pintura de Giaquinto y Amiconi, la de Giambattista Tiepolo (1696-1770) y la de Mengs, ambos llamados por Carlos III para decorar el Palacio Real Nuevo de Madrid, y, sin duda, le interesó más el primero. Entre el clasicismo de Mengs y el color de Tiepolo, se quedó, frente a Winckelmann, con el del segundo. El pasado pictórico era para Goya un cajón de soluciones, no un modelo ideal. Todo le servía y lo utilizaba, por eso cuando en uno de sus célebres Caprichos, publicados en 1799, se representaba a sí mismo bajo el título genérico de El sueño de la razón produce monstruos, en realidad, lo que pretendía señalar era al "autor soñando", como en efecto dejó escrito en uno de los dibujos preparatorios. Goya era capaz de convertir la realidad, su realidad, el sueño, su sueño, en figuración abstracta y de valor universal.Después de una breve estancia en Madrid, entre 1763 y 1766, vinculado a las actividades de la Academia de San Fernando y hasta que es llamado definitivamente a la corte, en 1774 y precisamente por Mengs, por entonces también director de la Real Fábrica de Tapices, cuya función fundamental era la de decorar los palacios de los Sitios Reales, Goya pintó en Zaragoza, próximo al círculo de los Bayeu. Son años en los que trabaja en el Coreto del Pilar de Zaragoza y realiza la serie sobre La vida de la Virgen para la Cartuja de Aula Dei de 1774. Entre ese año y la muerte de Carlos III en 1788 dedicó buena parte de su actividad a la tarea de realizar sus posteriormente célebres cartones para tapices, en los que la temática solicitada por los reyes estaba basada fundamentalmente en aspectos de la vida cotidiana y popular de la época, asuntos amables en general, tratados con soltura de color y empastes que recuerdan la tradición barroca y rococó, pero con una facilidad compositiva que permite pensar en ellos como en el verdadero laboratorio pictórico de Goya. Son también los años en los que consolida su posición en la corte y en la propia Academia de San Fernando, en la que es admitido como académico en 1780.La temática popular de los cartones forma parte de la pretensión de la monarquía y de la aristocracia ilustrada y reformista de idealizar su propio entorno, incluso de falsear la historia. De este modo, los personajes representados y sus actividades (majos y majas, petimetres, soldados, niños, feriantes, escenas festivas, etc.), lejos de pretender ser una imagen de lo real, eran convertidos en simulaciones en las que no se exalta tanto la vida pacífica e ingenuamente feliz del pueblo, cuanto los efectos benéficos del ejercicio del poder por parte de reyes, nobles y clérigos. En este género de pintura para la Fábrica de Tapices, pero también en lienzos autónomos, participaron con Goya otros artistas como José del Castillo (1737-1793), Francisco Bayeu (1734-1795) o Ramón Bayeu (1746-1793), entre otros muchos.Los cartones de Goya también pueden ser interpretados, en relación a los temas, como consecuencia del interés que la tímida Ilustración Española puso en obtener todos los datos de lo real con él fin de proyectar y amparar las reformas sociales, políticas y económicas que el país reclamaba y que el clemente Carlos III parecía dispuesto a conceder. Esos temas, tratados con frecuencia con una insólita soltura pictórica, más próxima al boceto que a la pintura terminada y capaz de ser reproducida en los talleres de tapices, esconden, sin duda, muchos problemas. Así, si el clasicismo internacional, y especialmente David, veía en esos temas cotidianos resueltos con un lenguaje barroco o rococó tanto un género menor, poco aleccionador ni ejemplar, como una representación visual de la corrupción de las academias y del Antiguo Régimen, Goya, sin embargo, descubrió las posibilidades que la representación de lo cotidiano ofrecía tanto desde un punto de vista ideológico como pictórico. Por eso, muchos de sus cartones tienen aire de boceto, entendido como espacio de libertad y no como continuidad académica o tradicional, y, además, los asuntos narrados le permitían acentuar sus dotes de observación sobre la naturaleza y sobre los comportamientos, sabiendo sacar inmediatamente partido pictórico y crítico a esa aproximación a la realidad, aunque circunstancialmente cumplieran funciones meramente ornamentales. Entre los cartones más célebres, en los que se apuntan algunos ejemplos de lo comentado, cabe recordar El paseo de Andalucía (1777, Madrid, Museo del Prado), El quitasol (1777, Madrid, Museo del Prado), incluso las escenas violentas o menos dulces de la vida cotidiana como La riña en la Venta Nueva (1777, Madrid, Museo del Prado), El ciego de la guitarra (1778, Madrid, Museo del Prado), El invierno (1786-1787, Madrid, Museo del Prado) o las dos versiones de un tema en el que sólo cambian los gestos de la cara para producir dos narraciones complementarias, El albañil borracho y El albañil herido (1786-1787, Madrid, Museo del Prado), sin olvidar el ejercicio de crítica artística antibarroca que puede observarse en el entendido que mira cuadros en La feria de Madrid (1778-1779, Madrid, Museo del Prado).Aunque ciertamente es a partir de los años noventa cuando la obra de Goya adquiere toda su inquietante grandeza y modernidad, cabe señalar que ya durante la segunda mitad del decenio anterior comienza a anticipar pictóricamente la complejidad posterior. Desde la feliz imagen que todavía proporcionan pinturas como La pradera de San Isidro (1788, Madrid, Museo del Prado) a la tenebrosa y fantástica iconografía que presenta una pintura religiosa como San Francisco de Borja asistiendo a un moribundo impenitente (1788, Valencia, Catedral), en la que la aparición de seres demoníacos exorcizados por el santo son en realidad seres tan reales como la vida, incluso como el desasosiego que presenta el cuerpo del moribundo. Se trata de una pintura religiosa sí, pero también sombríamente laica. Durante esos años, además, Goya consolida su posición como Pintor de Cámara y Pintor del Rey, tiene también un protagonismo importante en la Academia y recibe encargos que van a dar lugar a algunas obras interesantes y, sobre todo, a algunos retratos notables como el del Conde Floridablanca (1783, Madrid, Banco de España) o La marquesa de Pontejos (1786, Washington, National Gallery).Sin embargo, es la década de los años noventa la que verá aparecer toda la grandeza de Goya como pintor moderno. Justo cuando David construye el arte de la Revolución, Goya revoluciona el arte, y lo hace no tan sólo ensimismándolo, sino comprometiendo sus sentimientos y su cuerpo con la historia que le había correspondido vivir. Mientras David es protagonista de los acontecimientos políticos y artísticos, Goya los padece, interviniendo individual y contradictoriamente, vital y pictóricamente. Si el primero construye la figuración de la historia y sus nuevos héroes, Goya atrapa la imagen de la vida y del arte y descubre que en ambas no deben existir reglas impuestas y así lo dice a la Academia, en 1792, con motivo de la discusión de los nuevos planes de estudio: "No hay reglas en el arte"; pero para Goya tampoco hay héroes individuales, sino héroes colectivos, sujetos de la tragedia y de la miseria, de la ignorancia y de la desdicha, de la violencia y del desengaño. Para Goya la libertad es, sobre todo, libertad artística y se refugia en la pintura y habla desde ella sobre todo lo que ocurre a su alrededor. De ahí que sienta la necesidad de inventar un lenguaje nuevo, su lenguaje, ni clásico ni romántico, y, además, una nueva iconografía, un nuevo repertorio de imágenes que en su ambigüedad ideológica parecen perforar la historia y continuar activas. Del mismo modo que Piranesi representó la magnificencia de Roma, Goya pintó La Pradera de San Isidro, por mencionar un título, pero igual que el primero bajó a los infiernos del poder, que hicieron posible aquella Roma, con sus Cárceles, Goya buscó los abismos en cada rincón de la vida y de la noche para mostrarlos, para ilustrarlos, ya fuera con excusas biográficas o históricas, ideológicas o culturales. Y en ese proceso, el lenguaje artístico debía ser ágil, tanto como una caricatura, por eso el abocetamiento de su pintura, la deformación de sus figuras, no responde a requerimiento estilístico alguno, sólo a su necesidad de expresión.El mismo año de 1792 en el que Goya alienta a la Academia a que respete la libertad del artista, sufre una dolorosa y crítica enfermedad que muchos han querido ver como el origen biográfico de sus nuevas preocupaciones y lenguajes. Son los años que, en la leyenda de artista de que Goya goza, sin duda, ven intensificarse sus relaciones con la duquesa de Alba, a la que retrató, de aparato y subyugado, pero también la dibujó abocetada e íntima, incluso la grabó como arquetipo de la inconstancia en su serie de estampas más célebre, los Caprichos. En este sentido, hay que recordar retratos como La duquesa de Alba (1795, Madrid, Colección Duques de Alba) o el abocetado, pequeño y monumental La duquesa de Alba y "La Beata" (1795, Madrid, Museo del Prado).Entre 1793 y 1794 pinta una serie de pequeños cuadros de gabinete, que presentó a la Academia y que explicaba de la siguiente manera a Bernardo de Iriarte: "Para ocupar la imaginación mortificada en la consideración de mis males... me dediqué a pintar un juego de cuadros de gabinete, en que he logrado hacer observaciones a que regularmente no dan lugar las obras encargadas, y en que el capricho y la invención no tienen ensanches". Una verdadera declaración de principios estéticos y artísticos en los que pintar para sí mismo, entre el capricho y la invención, sólo es paralelo a su reclamación de ausencias de reglas para el arte formulada en 1792. Entre aquellos cuadros de gabinete, pintados sobre hojalata, destacan algunos tan impresionantes como Corral de locos (1793-1794, Dallas, Meadows Museum), Interior de prisión (1793-1794, Barnard Castle, County Durham, The Bowes Museum), o El naufragio (17931794, Colección particular).La importancia de estos pequeños cuadros abocetados, intensamente rápidos, pero muy medidos compositivamente, pintados para sí mismo, son sin duda caprichos íntimos, pero también imágenes reales o posibles, llenas de dramatismo, de tragedia, de desorientación, especialmente su Corral de locos que, sin exagerar lo más mínimo, W. Hofmann ha comparado al desconcierto de los discípulos de Sócrates pintados por David en su monumental y ya mencionada La muerte de Sócrates, de 1787. El Corral de locos lo ha resumido eficazmente Hofmann señalando que "aquí el miedo y la codicia, el estremecimiento y la furia no tienen límites. Sin embargo, su amenazadora libertad sólo se puede hacer realidad en el reservado del Corral, es decir, en el aislamiento de una prisión".Goya, durante estos años, siguió pintando para sí mismo, al margen de los encargos, pero también es cierto que cuando se ve obligado por su cargo de pintor regio, por relaciones de amistad o por motivos económicos, a pintar, no va a renunciar a lo que esa meditación en libertad le está proporcionando. Son los años de sus mejores retratos, desde el de Sebastián Martínez (1792, Nueva York, Metropolitan Museum) al espléndido y melancólico de Gaspar Melchor de Jovellanos (1798, Madrid, Museo del Prado), del muy inglés retrato de La marquesa de Santa Cruz (1797-1799, París, Museo del Louvre) o del excepcional y plateado de La condesa de Chinchón (1800, Madrid, Museo del Prado). Incluso es el momento de sus más sólidos y críticos. retratos de encargo oficial como La familia de Carlos IV (18001801, Madrid, Museo del Prado), o de los polémicos y misteriosos de La maja desnuda (1797-1800, Madrid, Museo del Prado), un desnudo que rompe con toda la tradición anterior y que ya no necesita disfrazarse mitológicamente, es exclusivamente el desnudo de una mujer, y del posterior, pensado para vestir, parece ser, al anterior, no sólo al desnudo, sino a todo el cuadro, superponiendo el segundo al primero, de La maja vestida (1800-1805, Madrid, Museo del Prado) y cuya protagonista resulta indiferente al espectador, aunque no posiblemente a Goya, ya se trate de la duquesa de Alba, lo que sólo puede mantenerse desde la leyenda, o de la amante de Manuel Godoy, Pepita Tudó, como tienden a creer otros historiadores (téngase en cuenta que las Majas de Goya compartían un salón reservado en el Palacio de Godoy con La Venus del espejo de Velázquez).El retrato de La familia de Carlos IV es contemporáneo del retrato de Napoleón cruzando los Alpes, de David, y la distancia entre ambos no es temporal, ni tampoco ideológica o estilística, sino histórica. Mientras Goya asiste al derrumbamiento de la monarquía absoluta y lo pinta, David apunta, con todos los recursos retóricos a su alcance, el nacimiento de un nuevo mundo. De esta época son también los excepcionales frescos de la iglesia de San Antonio de la Florida (1799, Madrid), una especie de lectura laica y popular de los milagros de San Antonio de Padua. A la vez Goya dibuja y graba obsesivamente su propio mundo, y se refugia en el pequeño formato y en la fragilidad del soporte de papel para crear una de las obras más fascinantes del arte europeo. Posiblemente la obra más significativa desde este punto de vista, crítico, nocturno, terrorífico, caprichoso, satírico, arbitrario, ejemplar, irónico... sea la publicación de los Caprichos en 1799. Una obra que es también un laboratorio de recursos gráficos, técnicos y compositivos que acompañarán a partir de ahora todas las espléndidas series de grabados que realizará. Sin duda, el grabado más célebre de los Caprichos es el ya mencionado El sueño de la razón produce monstruos, que puede considerarse como el manifiesto ideológico e iconográfico de todo el arte posterior de Goya. Como ha escrito Rosenblum, Goya a partir de los Caprichos "sugiere la gradual extinción de la era de las luces por la era de la oscuridad".La presencia de José Bonaparte en España y la Guerra de la Independencia habrían de constituir un argumento vital y decisivo en el arte de Goya, casi la confirmación de los monstruos que había entrevisto mientras soñaba con la razón. Ya no es sólo la Iglesia, los estamentos oficiales del poder, la miseria o la ignorancia, la superstición, la intransigencia o la ausencia de libertad, el objetivo del arte de Goya, sino que, implicado y ambiguamente distante en una guerra cruel, lanza un lamento visual que no es anecdótico ni pintoresco, sino figuración de la sinrazón. Y con ella, el lenguaje se disuelve, se oscurece, se hace incluso negro, lleno de dramática pasión, se convierte en figuración no de ideas, sino de sentimientos. La obras de estos años, entre 1808 y 1819, aproximadamente, no pueden ser más elocuentes: si retrata a Fernando VII o alegoriza a José Bonaparte, realiza, sin embargo, obras claves para la Historia del Arte y, de nuevo, bocetos íntimos y trágicos, grandes cuadros y denuncias menudas, como Fabricación de pólvora o Fabricación de balas (1810-1814, Madrid, Palacio Real), metáforas de la guerra como El coloso (1808-1812, Madrid, Museo del Prado), pero sobre todo sus dos grandes obras de esta época, El Dos de Mayo (1814, Madrid, Museo del Prado) y El Tres de Mayo (1814, Madrid, Museo del Prado), ambos referidos a la lucha patriótica del pueblo de Madrid, a comienzos de mayo de 1808, contra la invasión francesa y que Goya supo convertir en un alegato universal contra la violencia y la guerra, dos pinturas llenas de héroes anónimos, dramática y religiosamente iluminados, pero se trata de una religiosidad laica, a la manera del Marat de David, del mismo modo que casi contemporáneamente había pintado una alegoría de la afrancesada y democrática Constitución de 1812, España, el Tiempo y la Historia (1812-1814, Estocolmo, Nationalmuseum). En el Tres de Mayo, la composición, la narración, los contrastes entre la luz artificial y la oscuridad de la noche y de la muerte acentúan el drama y la injusticia de una muerte arbitraria en la que los soldados franceses, sin rostro, producen la violencia mecánicamente, ordenadamente, incluso parecen una versión irónica de los tres hermanos Horacios de David, frente a la caracterización individual y anónima de los que han muerto o van a morir. Durante estos años, Goya trataría el tema de la guerra y de la violencia en sus sobrecogedores grabados de los Desastres (realizados entre 1810 y 1823 y publicados en 1863). Antes de partir para Burdeos, donde moriría en 1828, realizó otra serie enigmática de grabados, Los disparates o Los proverbios (18151824).En 1819 Goya adquiere en Madrid la llamada Quinta del Sordo que decoraría, si ese término puede explicarlo, con una serie de pinturas murales, es decir, con sus célebres y misteriosas Pinturas Negras, realizadas entre 1820 y 1823. Pasadas a lienzo a partir de 1873, se conservan hoy en el Museo del Prado. El programa iconográfico de esas pinturas íntimas ha merecido diferentes interpretaciones, desde el carácter saturniano de una de las salas que abre la melancólica Leocadia y a la que acompañaban Dos viejos comiendo, El aquelarre, La romería de San Isidro, Dos viejos, Judith y Holofernes, el muy alterado y terrible Saturno, posiblemente la clave iconológica para entender esas pinturas. Convirtiendo su propia casa en Casa de Saturno, Goya elabora un lenguaje y un tipo de narración visual que contribuye a acentuar el dramatismo y la melancolía de las imágenes. En la planta de arriba de la casa estaban situadas Paseo del Santo Oficio, La lectura, Dos mujeres y un hombre, la enigmática Asmodea, La Parcas y el sobrecogedor El perro, en el que lo de menos es su significado, sino que lo que resulta aterrador es su absoluto vacío. La Quinta del Sordo, con independencia de las interpretaciones, estilísticas o iconológicas que se quieran dar, es, sobre todo, una casa de artista, una casa de autorrepresentación de su dueño, autorretrato en el que las imágenes, las formas, los colores, las citas, tienen sentido básicamente para el artista, como ocurría con otra célebre casa de artista ya comentada, contemporánea de la de Goya, la de J. Soane en Londres.