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La guerra, en otras palabras, pudo haber sido evitada. Pero no fue así. El 23 de julio, casi un mes después del asesinato de Sarajevo, Austria-Hungría presentó un durísimo ultimátum a Serbia, a la que responsabilizaba del atentado (con alguna razón, pues los servicios de inteligencia serbios, dirigidos por el coronel Dimitrijevic, probablemente estaban detrás de la Mano Negra). Austria-Hungría demandaba a Serbia, entre otras cosas, que en 48 horas hiciese público el reconocimiento de su participación en el atentado de Sarajevo, pusiese fin a toda propaganda paneslava y anti-austríaca, permitiese la participación de la policía austríaca en la investigación del atentado dentro de la propia Serbia y prohibiese organizaciones nacionalistas como la Mano Negra que, legales en Serbia, operaban en la clandestinidad en Bosnia-Herzegovina. Cumplido el plazo, y al considerar la respuesta serbia como una aceptación "parcial e insuficiente" del ultimátum, el día 28 Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia. Pero el día 30, Rusia, que el 27 había decretado la movilización parcial de sus tropas, ordenó la movilización general de sus ejércitos, lo que le situaba en virtual pie de guerra con Austria-Hungría. Al día siguiente, 31 de julio, Alemania, aliado de Austria-Hungría desde 1879, pidió a Rusia que detuviese la movilización, y su embajador en París preguntó a Francia -aliado de Rusia desde 1894- sobre su actitud en caso de conflicto. El 1 de agosto, Alemania, ante la negativa rusa a su petición, declaró la movilización general y con ello, la guerra a Rusia. Francia respondió ordenando a su vez horas después la movilización de tropas. El 2, Alemania invadió Luxemburgo y solicitó a Bélgica derecho de paso para sus ejércitos. El 3, declaró la guerra a Francia y finalmente, el 4 de agosto, después que Alemania iniciase la invasión de Bélgica, Gran Bretaña, como garante de la neutralidad de esta última acordada en 1839, declaró la guerra a Alemania. El ciclo se cerró cuando el 6 de agosto Austria-Hungría declaró formalmente la guerra a Rusia, y cuando el día 12, Gran Bretaña y Francia lo hicieron con Austria. En octubre de 1914, Turquía entraría en guerra del lado de "los poderes centrales" y en septiembre de 1915, lo haría Bulgaria. Por el contrario, Japón (23 de agosto de 1914), Italia (23 de mayo de 1915), Portugal (10 de marzo de 1916), Rumanía (27 de agosto de 1916), Estados Unidos (6 de abril de 1917) y Grecia (27 de junio de 1917) se unieron a "los aliados" que, a cambio, perdieron Rusia tras el triunfo de la revolución bolchevique en octubre de 1917. Sólo España, Suiza, Holanda, los países escandinavos y Albania permanecieron, por lo que se refiere a Europa, neutrales. Los mismos hechos revelaban ya las "causas inmediatas" de la guerra. El detonante de ésta fue, además del asesinato de Sarajevo, la declaración de guerra de Austria-Hungría a Serbia (28 de julio). Y la razón de la generalización del conflicto -pues todo pudo haber quedado en una "guerra local", en otra guerra balcánica como las de 1912 y 1913- estuvo en el "funcionamiento automático de movilizaciones y mecanismos de alianzas" establecidos por las potencias a lo largo de los años. Finalmente, la puesta en marcha por Alemania (4 de agosto) del "plan Schlieffen" (diseñado en 1892, aprobado en 1905 y modificado por Moltke en 1911) hizo imposible la localización del conflicto. En buena medida, la guerra se precipitó por gravísimos errores de cálculo cometidos por los responsables de las tomas de decisiones diplomáticas y militares de los distintos países, esto es, por los responsables de Exteriores y sus asesores, y por los jefes de los Estados Mayores y sus colaboradores militares. Por lo menos, Austria-Hungría (dirigida por su ministro de Exteriores Berchtold y el jefe del Ejército, Conrad von Hotzendorf) erró totalmente al creer que Rusia no apoyaría a Serbia y pensar que el respaldo de Alemania disuadiría a otros países de intervenir. Alemania, donde las decisiones fueron tomadas más por Moltke, jefe de Estado Mayor, y por los jefes del Ejército que por el propio canciller Bethmann-Hollweg, se equivocó al apoyar a Austria-Hungría contra Serbia creyendo que ni Francia ni Gran Bretaña entrarían en guerra por un conflicto en los Balcanes y que Rusia carecía de la preparación adecuada. Rusia -y sobre todo, su ministro de Exteriores Sazonov- erró al pensar que la movilización rusa en apoyo de Serbia no provocaría respuesta de Alemania. Visto que en agosto de 1914, Alemania, y en especial su canciller, no querían una "guerra europea" (aunque sus dirigentes pensaban que era preciso frenar a Serbia en los Balcanes); visto que Francia, a pesar del nacionalismo de su nuevo Presidente, Raymond Poincaré, seguía favoreciendo una política internacional basada en el equilibrio de poder entre los dos bloques (la "entente" Francia-Rusia-Gran Bretaña y la "alianza dual" Alemania-Austria-Hungría), las "mayores responsabilidades inmediatas" recayeron sobre Austria-Hungría -que no quiso atender ninguna recomendación para negociar con Rusia el problema serbio ni siquiera de los alemanes- y sobre Rusia que ordenó la movilización general cuando otros países (Gran Bretaña) propiciaban la reunión de una conferencia internacional para tratar la cuestión y cuando la propia Alemania estaba tratando de detener a Austria (y a pesar de que Francia pidió a su aliado que adoptara posiciones conciliadoras). Pero sin duda hubo "causas y fuerzas históricas profundas" que contribuyeron al estallido de la guerra, o que crearon la situación internacional que hizo que un incidente local -sin duda, grave- derivase en la mayor conflagración bélica conocida hasta entonces. Resumiendo, las "causas últimas" de la guerra fueron dos: el problema de los nacionalismos balcánicos y la política exterior de Alemania desde la proclamación de la "Weltpolitik" en 1899. El atentado de Sarajevo revelaba casi a la perfección la potencialidad desestabilizadora de los nacionalismos. Tuvo lugar en la capital de una provincia (Bosnia-Herzegovina) de mayoría serbia anexionada en fecha reciente, 1908, por Austria-Hungría en lo que vino a ser una provocación al reino de Serbia, que reivindicaba el territorio como parte de la Serbia étnica e histórica. La víctima del atentado, el archiduque Francisco Fernando era, paradójicamente, un hombre muy sensible al problema de las nacionalidades: se mostró al menos dispuesto a estudiar la reorganización del Imperio sobre bases "trialistas" (Austria-Hungría y Bohemia) y aún "tetralistas" (incluyendo además Iliria, como reino eslavo dentro del Imperio). Los autores del asesinato, finalmente, eran, como ya se ha dicho, militantes nacionalistas serbios. Y no sólo eso. Las dos guerras balcánicas de 1912 y 1913 fueron provocadas, como también hubo ocasión de ver, por las contrapuestas aspiraciones de los países balcánicos sobre los territorios europeos del Imperio otomano. Como se recordará, las reivindicaciones de Grecia, Serbia (apoyada por Montenegro) y Bulgaria sobre Macedonia originaron la primera de aquellas guerras. La segunda (junio-julio de 1913) fue más complicada. Bulgaria atacó a Grecia y Serbia en desacuerdo con los planes de éstas para el desmembramiento de Macedonia propuestos en las negociaciones que siguieron a la anterior contienda. Rumanía declaró la guerra a Bulgaria en razón de viejos litigios fronterizos entre ambas. Turquía, regida desde enero de 1913 por militares ultranacionalistas, quiso aprovechar la apuradísima situación de Bulgaria para recuperar posiciones perdidas ante ese país en el primer conflicto. El resultado de todo ello fue el engrandecimiento de Serbia, lanzada desde 1903 a una política abiertamente nacionalista en defensa de los derechos nacionales de "los eslavos del sur" enclavados en los imperios austro-húngaro y otomano; y como consecuencia, un creciente temor de Austria-Hungría al papel que Serbia podía jugar en la región y una cada vez mayor desconfianza de Austria-Hungría y Alemania hacia Rusia, como potencia que avalaba el expansionismo serbio en los Balcanes. Los nacionalismos, por lo tanto, hicieron de los Balcanes el polvorín de Europa. Eso sólo bastaba para dar la razón a quienes como Halévy vieron en el nacionalismo una de las fuerzas colectivas que trabajaron para la guerra que estalló en 1914. Las responsabilidades de Alemania -al fin y al cabo, el artículo 231 del Tratado de Versalles le declaró "culpable" de la guerra- fueron innegables. Al menos, fue responsable principal de buena parte de la tensión internacional generada en los años 1900-1914. Su "Weltpolitik" (1899) respondía a una aspiración indisimulada a la hegemonía mundial. La construcción de la escuadra, idea de Tirpitz en 1898, lanzó la carrera de armamentos y generó una fuerte rivalidad con Gran Bretaña por la superioridad naval. Los planes de Schlieffen y Moltke suponían el riesgo calculado de guerra con Francia (y probablemente, con Gran Bretaña), por más que se tratara de planes de naturaleza defensiva y pensados para una guerra rapidísima contra Francia como medida preventiva que impidiera, precisamente, conflagraciones de gran alcance. Más todavía, la diplomacia alemana provocó las graves crisis marroquíes de 1905 -visita del Kaiser a Tánger- y 1911 -entrada del "Panther" en Agadir-, que reavivaron la tensión franco-alemana y estimularon el revanchismo francés, siempre latente desde la victoria de Prusia sobre Francia en 1870-71. Finalmente, Alemania alentó en 1908 a Austria-Hungría para que procediese a la anexión de Bosnia-Herzegovina que tuvo, como se ha visto, numerosísimas y peligrosas derivaciones. Peor aún, la "Weltpolitik" terminó con el sistema de "equilibrio de poder" entre las grandes potencias basado en distintos bloques de alianzas ideado por Bismarck, sistema que, a falta de una organización internacional de naciones para el arbitraje de los conflictos, había regulado las relaciones internacionales entre 1871 y 1890. La "política mundial" alemana transformó el sistema bismarckiano en un sistema bipolar (Alemania y Austria-Hungría de una parte; Gran Bretaña, Francia y Rusia de otra) y llevó, en un mundo crecientemente inestable al aislamiento de Alemania e incluso a su "cercamiento" por Francia y Rusia. Esa fue la situación que por encima de todas las cosas quiso evitar Bismarck; y esa fue también la hipótesis que inspiró en 1892 al entonces jefe del Estado Mayor, Schlieffen, su plan de ataque envolvente contra Francia por Luxemburgo, Bélgica y Holanda -esta última eliminada por Moltke en 1911- para evitar una guerra en dos frentes contra Francia y Rusia, esto es, el plan que, con la modificación indicada, Alemania puso en marcha el 4 de agosto de 1914. Alemania, en suma, rompió el equilibrio internacional y provocó una siempre peligrosa bipolarización entre las potencias. Pero ello no significaba necesariamente la guerra. Además, en julio de 1914, Alemania, cualesquiera que fuesen los errores cometidos por su diplomacia a raíz del atentado de Sarajevo, sólo quería una "guerra localizada", por la que Austria-Hungría recobrase su prestigio en los Balcanes y por la que se pusiese coto al nacionalismo de los serbios. El sistema, además, había funcionado hasta 1914. Pese a carreras armamentísticas, rivalidades, nacionalismos, crisis ocasionales, conflictos locales y engranajes de alianzas, la paz se mantuvo durante 30 años. Pero aquel sistema se colapsó en julio de 1914. Los elementos (cancillerías, diplomacias personales, sistemas de alianzas) que lo habían sostenido y protegido durante años se vieron sometidos ahora a presiones irresistibles y ellos mismos -por errores de percepción y de cálculo perfectamente explicables- desencadenaron las fuerzas que terminaron por destruirlo.
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La discusión sobre las causas de la independencia en la América española ha hecho correr ríos de tinta entre los historiadores. En la búsqueda de las mismas, hay quien se ha remontado incluso a antes del descubrimiento de América, rastreando una continuidad nada evidente entre las luchas de los indígenas contra los conquistadores europeos y la emancipación. También hay quienes en un es fuerzo taxonómico considerable las separaban ordenadamente en externas e internas. Lo cierto es que la invasión por las tropas napoleónicas de la Península Ibérica y el vacío de poder creado en España propiciaron las condiciones institucionales necesarias para el estallido del proceso emancipador. Pero es en la propia realidad colonial y en los cambios desarrollados en América a lo largo del siglo XVIII, especialmente las reformas económicas y administrativas, donde hay que buscar algunos de los elementos explicativos que permitan una mejor comprensión del funcionamiento de las elites coloniales y del estallido de los procesos emancipadores. Esto no quita que no se deba dar a España, y especialmente a la evolución de la política española, la atención que merece, ya que como bien señaló Claudio Véliz, la tradición centralista española fue impecablemente trasladada a América. Lo que ocurre es que no todas las elites hispanoamericanas asimilaron esta tradición del mismo modo. Desde el punto de vista americano, ni siquiera la invasión napoleónica a España es un elemento determinante para explicar las guerras de independencia. Jorge Domínguez apunta que las colonias respondieron de un modo diferente a la guerra y a la invasión y que la diferencia dependió del vínculo político entre el gobierno y las elites y entre las mismas elites, lo que variaba de una colonia a otra. Las reformas borbónicas intentaron modernizar la administración colonial. Y una administración colonial más centralizada y eficiente supone, con las matizaciones del caso, una menor libertad de acción para los colonos. Y al igual que ocurrió en las Trece Colonias de América del Norte, el control más férreo de los colonos por parte de las autoridades metropolitanas, lo que podría llamarse la mayor explotación de los colonos, fue un elemento importante en el enrarecimiento del clima de convivencia que condujo a la emancipación. Sin embargo, no todas las elites respondieron de igual manera frente al reto autonómico. Mientras que las elites de las colonias más importantes, México y Perú, se mostraron favorables a mantener los nexos con la metrópoli, al menos durante la primera oleada independentista, las de las zonas marginales, y por lo tanto las menos dependientes de la tradicional minería de plata, fueron desde el inicio partidarias de una política emancipadora más agresiva, ya que entendían que sus intereses estarían mejor defendidos por unas nuevas naciones independientes que por la antigua metrópoli española. La excepción en este caso fue Cuba, donde la magnitud de los cambios ocurridos en el sector azucarero había reformado totalmente las reglas de juego de la relación colonial y allí no se veía necesario dar ese paso. Las medidas adoptadas por los liberales españoles en las Cortes de Cádiz (libertad de prensa, abolición del tributo indígena, abolición de privilegios jurisdiccionales, abolición de la pureza de sangre para ingresar en el ejército, etc.), algunas de ellas recogidas en la Constitución de 1812, fueron mal vistas por determinadas oligarquías locales. La restauración de Fernando VII en el trono, en 1814, alineó claramente a los grupos dominantes de Perú y México con la política de los Borbones. Durante el Trienio Constitucional, el retorno de los liberales al poder en España, supuso una seria amenaza para el mantenimiento de los privilegios oligárquicos de dichos grupos y muchos consideraron que había llegado el momento de escindirse de la metrópoli para evitar mayores cambios en la composición social de sus territorios. Una de las razones alegadas para la independencia era el conflicto entre criollos y peninsulares. En realidad, numerosas teorías sobre este enfrentamiento fueron elaboradas durante las guerras de independencia y sirvieron para justificar la dolorosa operación realizada por los americanos de separarse de su pasado español. Sólo la satanización del enemigo permitiría luchar contra la propia historia. Si bien había criollos en un bando y peninsulares en el otro, la línea de división entre ambos era muy tenue y no siempre era el elemento determinante en los conflictos que estallaban. No olvidemos el juego de intereses y solidaridades cruzadas que se dio en América en los momentos previos a la independencia, cuando emisarios de uno y otro signo llegaron a las colonias buscando el apoyo para sus propias causas. La presentación simplista del proceso emancipador como un enfrentamiento entre criollos y peninsulares impone una revisión desde la óptica de la Historia política para ver el comportamiento de los distintos grupos de presión, tratando de determinar qué era lo que se dilucidaba en cada momento, obviando simplificaciones excesivas, sobre todo si tenemos en cuenta que la mayor parte de los enfrentamientos se daban en el seno de las elites locales o regionales. En este sentido, es importante precisar que no fue igual el comportamiento de los peninsulares terratenientes frente a la independencia, que el de los burócratas coloniales del mismo origen. Las cosas cambiaron sustancialmente una vez iniciado el proceso emancipador. En las zonas dominadas por los partidarios de la independencia, la guerra supuso el apartamiento de los peninsulares de los sectores dominantes, aunque con una importante salvedad: todos aquellos que reconocían a los nuevos gobiernos y apoyaban la causa revolucionaria eran automáticamente considerados como americanos. La condición de peninsular sólo se mantenía si no se acataba la nueva legalidad y a las nuevas autoridades, lo cual tiende a relativizar los enfrentamientos entre criollos y peninsulares. Así, en Buenos Aires, se prohibió a los españoles ejercer el comercio al por menor desde 1813, aunque durante largos años encabezaron las listas de las contribuciones forzosas realizadas para sostener a los gobiernos revolucionarios. Al mismo tiempo, los criollos partidarios de la corona eran perseguidos, o muchos de ellos optaban por abandonar los territorios americanos y se instalaban en Europa. En la justificación ideológica de las nuevas nacionalidades hay que buscar el origen de buena parte de los enfrentamientos. Esto no significa que entre la lista de agravios señalados por los líderes de la independencia (véase la Carta de Jamaica de Simón Bolívar) no haya situaciones reales, pero en ningún caso, como señala Tulio Halperín Donghi, nadie estaba en condiciones de pronosticar un desenlace tan rápido. Lo más que podía esperarse es que se trataba de reajustes de una etapa de transición necesariamente larga que bien podría concluir con la autodeterminación de las colonias. Uno de los mayores agravios presentados era el peso considerable de los peninsulares en la administración colonial, especialmente entre los altos cargos. Este punto se hizo mucho más evidente en un momento de gran inmigración española como fueron las últimas décadas del siglo XVIII. En esta situación hay dos argumentos a considerar. En primer lugar, la cercanía de los peninsulares a los centros de decisión metropolitanos y su capacidad de influir sobre las personas responsables de los nombramientos, que muchas veces se producían entre los integrantes de su círculo de mayor confianza. Y en segundo lugar, en el marco de las reformas borbónicas que buscaban una administración más eficiente y centralizada, los vínculos de los burócratas con las elites locales eran un gran inconveniente para la Administración, muy tenido en cuenta a la hora de las designaciones. La capacidad de las oligarquías de influir sobre los burócratas era grande, aunque cada caso debe explicarse por circunstancias concretas (capacidad de corrupción, establecimiento de vínculos familiares en el lugar de destino, etc.). Las reformas comerciales y la emigración también supusieron una mayor presencia de comerciantes peninsulares, que en más de un caso amenazaron las posiciones alcanzadas por los mercaderes ya establecidos en América. Se suele presentar a los procesos emancipadores como revoluciones y a los movimientos independentistas como revolucionarios, lo cual no es del todo cierto. En realidad todo depende de la definición de revolución que se adopte. Es verdad que la desvinculación de la metrópoli supuso importantes cambios políticos, especialmente notorios a partir de la creación de las repúblicas, y también que la revolución tuvo importantes efectos no deseados sobre las relaciones sociales de las nuevas naciones. Estos se debieron, en parte, a la vasta movilización popular ocurrida en los dos bandos en lucha como consecuencia de las guerras de independencia (en algunos casos verdaderas guerras civiles), que en ciertas circunstancias produjeron el resquebrajamiento de la disciplina social y la agudización de los enfrentamientos entre ricos y pobres. Pero las elites locales que condujeron el proceso emancipador se resistieron a introducir grandes cambios sociales o jurídicos, ya que se intentó mantener en lo fundamental el marco institucional hispánico, que garantizaba las posiciones de los grupos dominantes. La necesidad de constituir ejércitos cada vez más fuertes y numerosos hizo evidente el hecho de que los miembros de la aristocracia sólo alcanzaban para nutrir las filas de oficiales y que para tener más soldados había que reclutarlos entre las clases menos pudientes o ganarse el favor de indios, mestizos y negros a base de promesas sobre la abolición del tributo o la esclavitud. De este modo se mostraba una mayor tolerancia frente al ascenso social, que permitió a los oficiales más sobresalientes una rápida carrera castrense. Varios mestizos alcanzaron el generalato en el ejército realista peruano, entre ellos Ramón Castilla, Andrés Santa Cruz o Agustín Gamarra. Las guerras de independencia supusieron un enorme consumo de riqueza con la que financiar los gastos en armamento y mantenimiento de los ejércitos. Más allá de las donaciones de los miembros de la elite, lo cierto es que la guerra motivó un duro aumento de la presión fiscal, centrada en un primer momento en los que se oponían al gobierno, pero que luego alcanzó a casi todos los grupos sociales. La guerra también produjo una importante destrucción del aparato productivo: fábricas, molinos o campos de labor arrasados en el combate.
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El descubrimiento de los cambios glaciares planteó también problemas sobre las causas que los provocaron. Junto a hipótesis más o menos especulativas y anecdóticas, a principios de siglo se propuso una explicación basada en la mecánica celeste. El movimiento de la Tierra alrededor del Sol y el eje sobre el que gira en su ciclo diario no son fijos, sino que están sujetos a variaciones seculares. La consideración de estos ciclos sirvieron a Milankovitch para establecer unas curvas que permitían considerar la variación del calor aportado por el sol como causa de las glaciaciones. La temperatura de la tierra está en función del calor del Sol. En las latitudes altas, el Sol incide más oblicuamente que en las bajas, por lo que la cantidad de calor aportada es menor en los polos que en el ecuador. La variación de la órbita de la Tierra está caracterizada por tres parámetros: la excentricidad de la órbita, la variación de la inclinación del eje y la precisión de los equinoccios. La Tierra describe en el espacio una elipse donde el Sol ocupa uno de los focos. Esta elipse se deforma de dos maneras: por un lado, gira lentamente en relación con las estrellas fijas; de otra parte, su excentricidad -es decir, la situación de los focos de la elipse- varía desde casi coincidir con el centro de un círculo a separarse de ella, dando una forma que oscila entre casi una circunferencia a una elipse. Esta variación de la excentricidad tiene una periodicidad de 100.000 años. La orientación del eje de la Tierra es fija a lo largo del año, dando lugar a las estaciones. Cuando el Polo Norte apunta al Sol, el hemisferio norte recibe más calor y sucede el verano boreal. Seis meses más tarde, es el Polo Sur el que se orienta hacia el sol, es el momento del invierno boreal y del verano austral. La inclinación del eje de la Tierra es de 23° 27', sin embargo, este valor varía más o menos 1°30' durante un período de 41.000 años. Cuando la inclinación del eje de la Tierra es máxima, las zonas polares reciben también un máximo de insolación y calor, pues apuntan más directamente hacia el Sol. Esta situación conduce a veranos cálidos e inviernos rigurosos en latitudes altas y se corresponde con climas interglaciares, pues el calor de los veranos es más que suficiente para derretir la nieve caída en los inviernos. La situación contraria produce veranos poco cálidos que no son capaces de derretir la nieve del invierno, de forma que ésta se acumula año tras año, posibilitando la formación de casquetes glaciares polares y de montaña. La precesión de los equinoccios parte del hecho de que la Tierra no es totalmente esférica. La acción de las mareas provocadas por el Sol, la Luna y los demás planetas sobre el ecuador provoca un retraso en su velocidad de giro, razón también por la que la duración de los años no es siempre igual. En consecuencia, el momento en el que el Polo apunta hacia el Sol no se corresponde siempre al mismo punto de la órbita de la Tierra. La situación de los equinoccios y, por tanto, de las estaciones presenta un doble ciclo principal de 23.000 años y otro menor de 19.000. En la actualidad la Tierra está lejos del Sol el 21 de junio, y cerca el 21 de diciembre, por eso la tendencia es a inviernos poco rigurosos. La unión de estos tres efectos: mucha inclinación del eje, mayor distancia al Sol y que ésta sea en diciembre, produciría un mínimo de insolación y un máximo de frío, propiciando la extensión de los glaciares. La comprobación experimental de las propuestas de Milankovitch ha venido por su contraste con las curvas climáticas recogidas en los testigos de los sondeos de los fondos marinos. Así, hace 125.000 años se detecta un período interglaciar tanto en curva de Milankovitch como en los fondos marinos que marcan el inicio del estadio isotópico 5. Estos análisis también permiten el reconocimiento de la existencia de eras glaciares con un ciclo de 65 millones de años, lo que explica la existencia de glaciaciones reconocidas geológicamente durante el paso Secundario-Terciario y de otras durante el Secundario. De la misma forma se calcula un ciclo de 125.000 años máximo para cada época glaciar con periodos interestadiales menores. Estos ciclos menores se han detectado incluso en época histórica.
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Junto a la causa general del enfrentamiento entre Atenas y Esparta, cada una de ellas con sus aliados, el historiador Tucídides indica también cuáles son las causas o motivaciones que las llevaban a actuar del modo correspondiente en el estallido de la guerra. Cada una de estas motivaciones respondía en cierto modo a diferentes aspectos de las relaciones que podían surgir entre Atenas y los miembros de la Liga del Peloponeso, sin que afectaran de modo directo a los espartanos. Por el contrario, fueron los corintios los principales protagonistas de las dos que el historiador desarrolla explícitamente, las cuestiones referentes a Corcira y a Potidea. La tercera, el llamado decreto megarico, sólo es mencionada por Tucídides de manera alusiva y resulta en la actualidad objeto de debate, sobre todo a partir de los estudios de Ste.-Croix. En el año 435, en la ciudad de Epidamno, colonia fundada por los corcirenses con la participación de los corintios, que eran a su vez los fundadores de Corcira, tuvo lugar un conflicto civil a consecuencia del cual se estableció una democracia tras expulsar a los aristócratas. Estos se dedicaron a atacar la ciudad con el apoyo de las tribus indígenas del continente, por lo que los demócratas solicitaron la ayuda de la metrópolis. Pero aquí los gobernantes se negaron a colaborar con el sistema establecido, por lo que los de Epidamno acudieron a la metrópolis común, Corinto. Su intervención, sin embargo, fue un fracaso, pues sus naves fueron derrotadas por las corcirenses. Ante los preparativos que los corintios realizaban para llevar a cabo un nuevo ataque, que tendría lugar dos años más tarde, los corcirenses acudieron a Atenas. Desde su punto de vista, para Atenas sería importante contar con una flota como la de Corcira ante un eventual enfrentamiento con los del Peloponeso. Para el historiador Tucídides, la guerra era inminente. Por mucho que la participación ateniense apareciera como una mera colaboración en la defensa de Corcira ante la agresión, de hecho se convirtió en uno de los motivos proclamados por los corintios para pedir el inicio de la guerra. Según Tucídides, la importancia de Corcira era grande por hallarse en las rutas que conectaban Grecia con las ciudades de Sicilia y del sur de Italia. Tales circunstancias han servido para que se establezca un debate acerca de la importancia de los conflictos comerciales en los orígenes de la guerra del Peloponeso, e incluso de las guerras antiguas en general. Frente a actitudes excesivamente mercantilistas y modernizantes, tendentes a ver fenómenos paralelos a los de las guerras imperialistas modernas, Ste.-Croix quita todo valor a ese tipo de rivalidades. El fenómeno de la guerra antigua, según su punto de vista, responde fundamentalmente a rivalidades territoriales por espacios limítrofes o, como mucho, al control de vías de acceso a los aprovisionamientos. En cualquier caso, tras las matizaciones que eviten todo anacronismo, en el episodio puede mostrarse, materializado en un caso concreto, uno de los aspectos significativos de los cambios que se producen en la época clásica, con la intervención de una doble rivalidad superpuesta, la de Corcira con Corinto y la de ésta con Atenas. Sin duda, en la primera se hallan implicadas también las relaciones coloniales, su evolución y transformación a partir de formas de supeditación de la que algunas fundaciones se van independizando. Corinto ve cómo ocurre así con sus colonias, sobre todo con Siracusa. Ya no existe dependencia ni siquiera en el plano ideológico. Por otro lado, Atenas tiende a imponerse en el Mediterráneo a través del control de los mares que, si bien en general se dirige al este, ya ha empezado a proyectarse igualmente hacia el oeste, en la fundación de Turios y en los pactos con Segesta. La enorme difusión de la cerámica ática testimonia que la búsqueda de acceso a los aprovisionamientos va acompañada de la salida de los propios productos, elemento de valor económico e ideológico. Por supuesto, las posibles rivalidades navales entre Atenas y Corinto hay que encuadrarlas en el marco de las relaciones entre las ciudades antiguas vecinas, pues la intervención de los atenienses en Mégara, con la defección de ésta de la Liga del Peloponeso, después de la colaboración ateniense en Ítome y el deterioro consiguiente de las relaciones, ponía de manifiesto el inicio de hostilidades concretas, agravadas por la vecindad. Lo que se ponía en peligro era la posibilidad de convivencia de los territorios limítrofes. Factores de proximidad territorial y de controles lejanos se complementan e interfieren mutuamente, y no resultan excluyentes entre sí. El segundo de los motivos a que alude Tucídides es el enfrentamiento que tuvo lugar en Potidea, donde de nuevo se interfieren varias circunstancias. Se trataba de una colonia corintia, donde la metrópolis continuaba enviando epidemiurgos. Por Tucídides se sabe que los atenienses les ordenaron prescindir de éstos y desmantelar las murallas. El texto da a entender que se había producido algún tipo de movimiento de resistencia, apoyado por los corintios y por Perdicas de Macedonia. Permanecen las dudas acerca de las iniciativas, promovidas desde Corinto o desde Atenas. La situación revela, en cualquier caso, la gravedad que alcanzan las relaciones de Macedonia, en cuya corte se generan rivalidades aprovechadas por las ciudades griegas para apoyar a unos o a otros, al tiempo que el expansionismo macedónico empieza ahora a repercutir en las posibilidades de control del norte del Egeo por parte de las ciudades griegas. Por otro lado, sean cuales fueren las responsabilidades en el inicio concreto de la guerra, en las listas de tributos se nota un aumento importante de la aportación de Potidea para el ano 433-42, lo que no deja de ser un factor de conflicto, dentro de unas relaciones imperialistas. Los espartanos prometían invadir el Ática, mientras los atenienses Calias y Formión se dirigían a luchar contra Potidea frente a Perdicas, a los corintios y a la Liga Calcídica encabezada por Olinto. El asedio de Potidea era, de hecho, un aglutinador de todos los elementos del conflicto. Finalmente, entre los motivos por los que los espartanos lanzan su ultimátum a los atenienses, Tucídides menciona el decreto megárico, por el que los atenienses impedían a los megarenses el acceso a los puertos del imperio y al ágora ateniense. En los "Acarneos" de Aristófones, éste fue uno de los principales motivos de que estallara la guerra, circunstancia que también menciona Plutarco. Ste.-Croix, en su línea, quita importancia a un motivo que, desde su punto de vista, revelaría un aspecto anecdótico de las relaciones entre ciudades. Sin embargo, para Atenas era una medida importante, pues respondía a la actitud de los megarenses, que habían cultivado el territorio limítrofe y acogían en las fronteras a los esclavos fugitivos de Atenas. Se mezclarían, por tanto, las circunstancias territoriales que suelen llevar al enfrentamiento entre ciudades y las propias del desarrollo del sistema esclavista con la difusión de los intercambios vinculados al mercado inmediato y al imperio marítimo.
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En un conflicto largo y complejo, en el que intervinieron muy variados contendientes, se entrecruzaron un haz de causas de carácter religioso, político y económico. La guerra de los Treinta Años es una guerra religiosa, en la que estaba en juego la coexistencia de las tres religiones -católica, luterana y calvinista- con importante presencia en el Imperio y en Europa. A comienzos del siglo XVII, la situación interior del Imperio, aquietada tras la Dieta de Augsburgo de 1555, estaba de nuevo en ebullición. A pesar de la política religiosa conciliadora de Maximiliano II, el contrarreformismo se había extendido profusamente por los territorios Habsburgo desde que en 1550 el jesuita Pedro Canisio hubiese llegado por primera vez a Austria. El sucesor de Maximiliano, Rodolfo II, educado en España bajo la mirada de su tío Felipe II, alentó el contrarreformismo con un empeño que soliviantó los ánimos, tanto más cuanto que, abstraído en su propio mundo de alquimia y arte, no le acompañaban las mejores dotes del buen gobernante. En las tierras que, siguiendo la costumbre de los Habsburgo, los hermanos de Maximiliano II habían heredado de su padre -Fernando, el Tirol y el Austria anterior, y Carlos, Estiria, Carintia, Carniola y Gorizia- también habían desarrollado una activa política contrarreformista, al igual que otros Estados del Imperio, sobre todo Baviera. A la vez que ganaba posiciones el catolicismo militante, lo hacía la Reforma. En Austria, los protestantes habían alcanzado un sólido papel en las dietas territoriales y las finanzas y habían entrado en contacto con los reformados de Bohemia y Hungría, y aun de Alemania. Pero, en general, se hallaban debilitados por las disputas entre calvinistas y luteranos. Esta tensa situación religiosa ponía a prueba la paz conseguida en Augsburgo en cada sucesión de un principado eclesiástico: las guerras de Aquisgrán (1593-1598), de Colonia (1600) y de Estrasburgo (1592-1604) enfrentan a católicos y protestantes. El resultado es la formación de la Unión Evangélica, en 1608, por los príncipes alemanes protestantes, dirigida por el elector palatino, que cuenta con la ayuda de Francia, Inglaterra y Provincias Unidas. Como respuesta, en 1609, los católicos se unen en una Liga, por la iniciativa de Maximiliano de Baviera. Junto a las tensiones religiosas coexistían las derivadas del enfrentamiento entre fuerzas centrípetas y centrífugas en el imperio, reproducidas en el seno de los Estados patrimoniales de los Habsburgo. Los sucesores de Maximiliano II no sólo no tenían la habilidad requerida para tratar los deseos autonomistas de sus súbditos, sino que demostraron una especial torpeza para tratar temas tan delicados. De este modo provocó Rodolfo II la sublevación húngara de 1604-1606, al decidir que las Dietas locales no tenían atribuciones sobre asuntos religiosos e imponer fuertes medidas represivas contra la herejía, medida imprudente teniendo en cuenta que en Hungría sólo restaba una pequeña minoría fiel a Roma. La misma intransigencia manifestó Matías I al incumplir las promesas de autonomía religiosa a los bohemios, reflejadas en la ratificación de la Carta de Majestad, otorgada en 1609 por su antecesor Rodolfo II. La debilidad manifestada por los Habsburgo contribuyó a la extensión europea del conflicto. Por un lado se encontraba España, inquieta por el desfallecimiento progresivo de la rama austriaca, cuya alianza necesitaba para mantener la comunicación entre los eslabones de la cadena interrumpida que formaban sus territorios de Milán a los Países Bajos. Con la Tregua de los Doce Años a punto de expirar, la necesidad de asegurar el camino de sus tropas se hacía perentorio. La política francesa se encontraba en permanente alerta para crear dificultades a sus enemigos Habsburgo. La regencia de María de Médicis, tras el asesinato de Enrique IV en 1609, obligó a un acercamiento a la España católica. Sin embargo, a pesar de las diferencias religiosas, el apoyo de Richelieu, artífice de la política francesa desde 1624, a los príncipes protestantes era el fin natural de una política exterior que tendía siempre a herir a su principal enemigo, España. El control que, de forma directa o indirecta, ésta ejercía sobre la mayor parte de Italia, va a convertir a la península italiana en el escenario favorito de los enfrentamientos franco-españoles, sobre todo el Norte, dada la situación geográfica del ducado de Milán, clave para las comunicaciones entre las diversas partes de la Monarquía española. Tampoco los problemas en el área báltica resultaban ajenos al Imperio, algunos de cuyos Estados eran ribereños y mantenían estrechas relaciones, sobre todo económicas, con los países escandinavos. Los intentos españoles de estrangulamiento del comercio holandés en el Báltico acabarán involucrando a Suecia y Dinamarca, ya que los holandeses eran los principales abastecedores de sus respectivas Cortes y aportaban la mayor parte de los derechos aduaneros que cobraba el rey danés. Por otra parte, la extensión de la Reforma luterana será un nuevo factor de unión entre ambas orillas.
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El proceso exacto de las tensiones socio-económicas es difícil de determinar. Acién y otros autores como Salvatierra proponen un atractivo esquema: la población rural que, al socaire de los disturbios provocados por la conquista, se había liberado en parte de la dominación de la aristocracia visigoda, se vio progresivamente sometida a una fiscalidad estatal cada vez más pesada. La aristocracia indígena proto-feudal que subsistía vería la renta que obtenía de los derechos sobre la tierra y los hombres afectada por la extensión del sector administrativo, por las crecientes recaudaciones del Estado en el mundo campesino y por el desplazamiento de una parte de la población rural hacia las ciudades. Este doble malestar provocaría, por una parte, la huida de los campesinos hacia los husun (refugios) que servían habitualmente a la población rural y por otra parte, un encastillamiento de los ashab (señores) de las tierras en los lugares fortificados más complejos, desde donde intentarían controlar a una población que pretendía escapar. El afianzamiento de las estructuras estatales y el desarrollo de la civilización urbana engendraría, por otro lado, tensiones paralelas en los medios tribales, beréberes y árabes. Este esquema tiene el mérito de proporcionar a la vez una causalidad económico-social y un cuadro explicativo de conjunto que permiten integrar la complejidad de las disidencias que pusieron en peligro el poder omeya. Me parece que el único defecto es que no sitúa en su justo lugar los antagonismos étnico culturales que las fuentes árabes consideran determinantes y de los que es imposible hacer caso omiso. Aunque no se vea en ellos más que una manifestación superestructural de tendencias o de movimientos más profundos, el caso es que los contemporáneos y sus sucesores inmediatos explicaron los conflictos civiles que desgarraron alAndalus en términos étnicos. La oposición entre los elementos arabo-beréberes por un lado y los elementos indígenas por otro probablemente no explica todos los enfrentamientos y abundan las excepciones, como en los antagonismos Qays-Yemen y Butr-Baranis en los medios árabe y béreber. Sin embargo, estos enfrentamientos emergen constantemente en los textos, aun considerando solamente los múltiples poemas compuestos -en árabe- entre las llamas de las luchas civiles que componían los poetas "nacionalistas" pertenecientes a una y otra etnia. En el marco de una arabización lingüística ampliamente adquirida, el poeta se vanagloriaba de su etnia árabe o cantaba los éxitos de los muladíes y el prestigio de sus jefes. Allí donde los acontecimientos se pueden seguir con más claridad, se observa que los que se llevaban la palma eran los elementos árabes. Este era el caso de Zaragoza, donde los Tuyibíes sustituyen a los Banu Qasi, y de Sevilla, donde los autóctonos son masacrados y dominan, al final del emirato, jefes árabes. En estos dos casos, la victoria de los árabes se hizo con la garantía del poder central que, después de parecer por un tiempo en trance de encontrar un acuerdo con los elementos muladíes, terminó aceptando el hecho consumado que le imponían los árabes. En el centro, los muladíes de Toledo resistían con dificultad al afianzamiento del poderoso linaje beréber de los Banu Dhi I-Nun en los bordes orientales de su territorio. En Mérida, tampoco se acabó con el elemento indígena, sino que disminuyó su fuerza y abandonó la ciudad para reagruparse en Badajoz. En este caso como en el de Pechina, ciudad que creció vertiginosamente, el poder dejó que se constituyera un núcleo indígena islamizado de poblaciones trasplantadas que se estructuraron conforme al modelo urbano arabo-musulmán. El procedimiento es muy claro en el caso de Badajoz: Ibn al Yilliqi, refugiado durante cierto tiempo en territorio cristiano, volvió a la ciudad nueva donde logró el reconocimiento del poder central cordobés. Según al-Bakri, escribió al emir Abd Allah, que acababa de acceder al poder, para pedirle que delimitara sus tierras en un acto oficial y que reconociera la situación de sus muladíes a través de un pacto. Esta petición fue aceptada. Ibn Marwan envió una segunda misiva diciendo que no tenía grandes mezquitas donde proclamar la oración a nombre del emir ni baños públicos para lavarse y que sus compañeros, a pesar de su sedentarización, eran en su mayoría rurales. Pedía que se enviaran obreros encargados de construir la mezquita y los baños: la ciudad podría, entonces, rivalizar con las otras metrópolis. De hecho, el emir le concedió todo lo que había pedido. En la lejana Mallorca, conquistada por Ibn al-Jawlani con el consentimiento del emir Abd Allah, Ibn Jaldun indicaba que se habían apresurado a urbanizar la isla edificando mezquitas, baños y funduqs. La construcción de Pechina se hizo alrededor de una gran mezquita levantada por un notable árabe. Muhammad al-Tawil invirtió los beneficios del botín ganado a los cristianos en la urbanización de Huesca.
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La actitud de los persas hacia los griegos y sus disputas con los lidios y los jonios de Asia están entre las causas de las Guerras Médicas. Los deseos y sus sucesores de Darío de ampliar su imperio hacia el Mediterráneo y el Egeo motivarán el choque definitivo entre los dos enemigos que se iniciará con la revuelta jónica y finalizará con la derrota persa en Platea y Mícala, tras haber vencido en las Termópilas.
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La nueva ideología humanística que responde al nuevo tipo de hombre que surge en estos momentos, va a buscar, en un proceso de pura lógica que rechaza el teocentrismo medieval, configuraciones a la romana como soporte formal a sus inquietudes y afanes. La Europa de fines del siglo XV e inicios del XVI, halla este ideal en el Renacimiento italiano, sobre el que vuelca su atención, como proceso cultural desarrollado tomando como guía a la Antigüedad clásica y, a la sazón, con resultados, teóricos y prácticos, de una gran madurez, fruto, en general, de un ordenamiento cívico y de unos presupuestos laicos, ensayados en las ciudades-estado italianas que, si bien como organizaciones políticas no resultan válidas a las monarquías europeas, sí son vistas como depositarias de una serie de modos y presupuestos culturales anhelados. Como vías de acercamiento a Italia y de penetración de sus presupuestos en Europa, debemos considerar varios hechos importantes, además de la difusión de la tratadistica correspondiente -a menudo con grabados ilustrativos- que, en el siglo XVI, es muy considerable y donde la imprenta, ya consolidada y generalizada como técnica de impresión, juega un decisivo papel; asimismo, algún otro tipo de literatura artística, como las "Mirabilia Urbis Romae" -especie de guías artístico-religiosas de la Ciudad Eterna-, comienzan ahora a configurarse como importantes fuentes a tener en cuenta, si bien su pleno desarrollo corresponderá al seiscientos. El viaje a Italia de los artistas europeos es el modo más cabal de entrar en contacto con la nueva cultura artística. A partir de las primeras décadas del siglo XVI se hacen cada vez más frecuentes, cuando en el siglo anterior los contactos por esta vía habían sido escasos. El caso del pintor Jean Fouquet, en Roma hacia mediados del cuatrocientos, resulta excepcional, pero de importantes consecuencias a su vuelta a Francia en pro de un arte renovado -sobre todo en su sentido de la perspectiva- fuera de Italia, y premonición de lo que sucederá en el quinientos. El mecenazgo ecléctico ejercido por algunas cortes quattrocentistas es, también, un factor a considerar. Al tiempo que recogen y asumen por su parte la sugestión e influjo de la pintura flamenca, no son ajenos a la difusión del gusto italiano en Europa centros como Urbino, donde para Federico de Montefeltro (1444-1482) trabajan no sólo Alberti, Luciano Laurana, Francesco di Giorgio Martini o Piero della Francesca, sino artistas del Norte como Justo de Gante, o españoles como Pedro de Berruguete. Similar es el caso de Ferrara, que, bajo el despotismo cultural de los Este y durante la segunda mitad del Quattrocento, se convierte en uno de los centros más activos de Italia; en torno a mediados del siglo XV constatamos la presencia en la ciudad tanto de artistas italianos (Alberti, Pisanello o Piero) como del flamenco Roger van der Weyden. El dominio aragonés del reino de Nápoles, que es un hecho desde mediados del siglo XV; supone un motivo de constantes intercambios, culturales en general y artísticos en particular, importantes sobre todo para España. Asimismo, las luchas por la posesión del Milanesado y el control de la Lombardía, claves para Francia y España, que en la zona desplegarán una serie de campañas militares, son un factor determinante para la difusión -junto con los grabados- de los primeros repertorios decorativos, lombardos precisamente, en ambas metrópolis. El mecenazgo protagonizado por extranjeros en Italia, sobre el arte más avanzado de ésta, que es el más avanzado del momento, va a tener consecuencias importantes al regreso de estos comitentes a sus países de origen. El ejemplo más sobresaliente, en este sentido, es el de los franceses impuestos a la corte pontificia tras la incursión italiana de Carlos VIII, hacia 1495. Entre otros, es por demás significativo, y no podía dejar de producir su impacto, que una obra tan fundamental como la Piedad vaticana de Miguel Angel tuviera como patrocinador al cardenal francés Jean de Billiéres de la Groslaye. Asimismo tenemos que contabilizar la importación, por parte de varios países europeos, de obras italianas. Además de pinturas, mediante encargo directo al artista y su taller (el caso de Tiziano, ya en pleno siglo XVI y sobre todo para España, sería el más relevante) o por compra de obras ya realizadas (en relación con el fenómeno del coleccionismo cada vez más pujante), hay que hacer referencia a gran cantidad de esculturas y relieves arquitectónicos. En ambos casos, el hecho ha de ser puesto en relación, también, con el creciente prestigio del mármol como material escultórico, el de Carrara en concreto, que asimismo es demandado e importado en bruto, y con el auge de la escultura funeraria que, haciéndose eco de la importancia que a las ideas de la fama y de la gloria se conceden dentro del Renacimiento italiano, es algo que asumen las cortes europeas. En este sentido, a inicios del siglo XVI, el eje Génova-Francia, convertida esta república italiana en zona de influencia política gala, resulta acaso uno de los ejemplos más relevantes, y propició, asimismo, la instalación de artífices italianos en la corte francesa. Por último, hemos de hacer mención de una serie de artistas italianos que, demandados por diversos países europeos, desarrollan una actividad de alcance diverso fuera de sus centros de origen. En la idea señalada, el arte francés, en su conjunto, es seguramente el que mejor sepa elaborar los aportes italianos, sabiendo sacar las consecuencias de la decidida voluntad real de incorporar el país a la nueva cultura renacentista, como veremos. Será lo contrario de Inglaterra y Pietro Torrigiano, que, en consideración a la valía, de autor y obra, sí consideraremos, dentro del interés que por la escultura funeraria muestran la mayoría de las monarquías europeas a inicios del siglo XVI. En otras ocasiones, junto a todo tipo de mentores y consejeros, artistas italianos de consideración bastante modesta, significan para determinados centros un revulsivo artístico-cultural de futuras consecuencias, aunque de momento su producción más bien se adapte a la tradición local. Tal es el caso de la corte de Margarita de Austria en Malinas (Países Bajos), que, en línea con los ideales de su padre Maximiliano, es de resultados, en general, goticistas y medievalizantes, pero de un extraordinario porvenir con Carlos V, aquí educándose con su tía y regente. Finalmente, existen otra serie de casos en que, al carácter de artífices de segundo orden, hay que añadir la consecuencia más epidérmica de sus producciones fuera de Italia que, si no exactamente obras exóticas, sí resultan en el país en cuestión, de modo general y ante todo, realizaciones pintorescas y aisladas, respecto a su contexto. Tales son los casos de obras, arquitectónicas sobre todo, de carácter bastante híbrido, en general, en Dinamarca, Rusia o Moravia. Más congruentes con la nueva cultura renacentista, resultan, en cambio, el patio del castillo de Wawel (1502-1536) en Cracovia, o el Belvedere de Praga (1538), que, no obstante, no dejan de ser episodios sin una efectiva continuidad. Realmente toda la reconstrucción del castillo polaco citado, así como el proyecto de la capilla Jagellónica en la catedral de Cracovia (1519-1531), obras ambas encargadas por Segismundo I (1506-1548) a artífices italianos, son significativas, más que nada, por su carácter claramente diferenciado del contexto arquitectónico, al usar el lenguaje renacentista, dada la voluntad de plasmar su prestigio en esta línea, por parte del monarca polaco. Elocuente resulta también, ahora respecto al sustrato ideológico europeo diverso del italiano, el hecho de que, aconsejado por Erasmo de Rotterdam, el rey haga cambiar, en 1527-28, la decoración de la capilla señalada, prevista en claves neoplatónicas, por otra de simbolismo bíblico, en concreto de temas relativos a Salomón. Algunas incongruencias, de todos modos, no dejan de producirse; así, en la remodelada fortaleza medieval de Wawel, el aludido patio de honor en su interior muestra, sobre las dobles galerías de base con disposición y ritmo de arcadas bastante correctos, desde una óptica clasicista, un extraño tercer piso, de gran desarrollo vertical, con unos soportes alejados de cualquier idea de proporción clásica. Con una razón u otra, han quedado nombrados y mínimamente perfilados, creemos, esos centros italianos que, más que el florentino, van a ser significativos en la gestación del Renacimiento europeo, como son Lombardía y Ferrara. El primero, sobre todo, en relación con la decoración arquitectónica, desajustado del modelo florentino, más sobrio, por su exceso ornamental. El segundo, interesante para la pintura alemana anterior a Durero -en ocasiones, los resultados no son muy diversos en ambos casos-, muestra un marcado expresionismo ajeno por completo a una estética clásica. Importante es, asimismo, la atracción que para Europa significa Padua y el arte de Andrea Mantegna, con una importante obra grabada de cierta difusión, cuyo sentido del pathos clásico, por ejemplo, será decisivo para Durero. Venecia, por su parte, de intensa actividad comercial con ciudades del centro de Europa, es reclamo para artistas del Norte de los Alpes, en gran medida, por su condición, a inicios del quinientos, de centro neurálgico en la técnica y producción de grabados; ésta será, en concreto, la razón del primer viaje de Durero a la república del Adriático. Quizá estos centros italianos mencionados, sobre todo los casos de Ferrara y Lombardía, con fuertes pervivencias del gótico en este último durante todo el siglo XV, no tan puros respecto al tópico del modelo florentino, resultaran más cercanos a los artistas europeos que, de este modo, no encontrarían sus propias producciones artísticas tan alejadas y trasnochadas, en relación con la vanguardia renacentista.
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