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Capítulo LXXIV De cómo Saire Topa bajó a la Ciudad de los Reyes y dio la obediencia a su majestad, y de su muerte Muerto, como hecho dicho, Manco Ynga Yupanqui, le sucedió en el cargo de Ynga Sairetopa Ynga Yupanqui, su hijo, aunque ya todo su mando y señorío se contenía en la provincia de Vilcabamba y en los indios y orejones que con él estaban, porque cada día los españoles habían ido tomando más fuerza y poder, y se habían ido aposesionando del Reino, de suerte que estaba el Ynga retirado en aquel rincón, falto de fuerzas y autoridad, contentándose con aquella poca tierra que le habían dejado, más por su aspereza que por voluntad, y acudían a él los chunchos, indios de la otra parte del río grande, dicho comúnmente Marañón, y de otras provincias que hasta ahora se tiene dellas poca noticia entre los españoles. Desta manera, sin tomar el gobierno en sí, estuvo Sayretopa debajo de la tutela de Ato, orejón. En este tiempo sucedieron aquellas famosas guerras que se levantaron entre los españoles, originadas de las nuevas ordenanzas que Su Majestad el Emperador nuestro señor hizo para este reino del Pirú y el de Nueva España, a instancia de Don Fr. Bartolomé de las Casas, religioso del Orden de Santo Domingo, obispo de Chiapa. Varón apostólico, acérrimo defensor de la libertad de estos indios, en cuyo amparo y protección se ocupó muchos años, mostrando en España los agravios que de los españoles y encomenderos recibían, la insolencia y tiranía con que eran mandados y hollados, la codicia y ambición con que eran defraudados de sus haciendas, el menosprecio con que eran tratados, como si fueran animales fieros de los bosques, y el gran impedimento que con estas cosas y desafueros ponían los gobernadores y señores de los repartimientos a la promulgación del Santo Evangelio y a la doctrina y enseñanza de estos miserables, como si no fueran hechos a la imagen y semejanza de Dios y no fueran comprados con la sangre del cordero inocentísimo. Así hizo un libro donde pone millones de sucesos acontecidos en este reino, nunca vistos ni oídos entre bárbaros, todos enderezados a sacar dinero, oro y plata -y más oro y más plata- sin que pudieran hartar la codicia de los españoles los montes, si oro y plata se tornaran. Defiende con vivas y teológicas razones no ser estos indios tan bárbaros como los hacían, que algunos hubo que se atrevieron. a poner en plática no ser verdaderos hombres, que desta suerte los infamaban los que querín apoderarse de sus haciendas y quitarles y privarles del verdadero dominio dellas. Finalmente, mediante su santo celo e infatigable diligencia pudo tanto que se hicieron por el Emperador Nuestro Señor unas ordenanzas nuevas, santísimas y convenientísimas al bien, aumento y conversión de estos naturales de este reino, a la ejecución de las cuales envió a Blasco Núñez Vela, caballero natural de Ávila, con título de virrey de este reino, y envió audiencia real para autoridad dél y defensa de los pobres que estaban oprimidos, ensalzamiento de la justicia, que andaba hollada y abatida, y ninguna cosa menos se conocía en este reino. Puso el virrey Blasco Núñez Vela en ejecución las nuevas ordenanzas, alborotóse el reino, y como eran para reprimir la insolencia de tantos hombres ricos y poderosos, levantados y ensoberbecidos con la suma y abundancia de oro y plata, no quisieron obedecerlas ni sufrir el yugo de la ley, fundada en buena razón. Levantóse Gonzalo Pizarro en el Cuzco, donde estaba, con ánimo de irse a Castilla, con quinientos mil pesos que tenía. Con título de procurador fue a Lima y de allí a Quito, donde dando batalla al bueno y leal virrey, le venció y quitó la cabeza, poniéndola en el rollo por algún tiempo por trofeo de su lealtad. Vino de España el presidente Pedro de la Gasca, sosegó el Pirú, venciendo a Gonzalo Pizarro en Sacsa Huana, cuatro leguas del Cuzco, por el año de mil y quinientos y cuarenta y ocho, y degollándole, apaciguó la tierra. Volviéndose a España, pensando que quedaba quieta y pacífica. Resucitaron nuevos alborotos, nacidos de la ambición desordenada y codicia de muchos malcontentos, porque no se les venía harto el deseo insaciable que tenían en darles repartimientos ricos, que aunque todo el reino le dieran a cada uno, no fuera suficiente a henchir la medida de su apetito desordenado. Vino a este reino por virrey don Antonio de Mendoza, habiendo gobernado en Nueva España. Llevóselo Dios al mejor tiempo, para mayor castigo de este reino. Alzóse en la ciudad de la Plata, en la provincia de los charcas, don Sebastián de Castilla, y dentro de pocos días los mismos que le movieron e incitaron a ello le mataron. Alzóse Francisco Hernández Girón en el Cuzco, al principio con buenos sucesos, últimamente siendo desbaratado por el campo del Rey en Pucara, gobernado por los oidores, fue preso en Xauxa por el capitán Tello y Serna, con la gente de Guánuco, y ajusticiado en Lima. Acabadas las tiranías y sediciones que levantaban los malcontentos, todas estas cosas llevo de paso por estar un libro dellos impreso, y aquí sólo ser mi intención tratar de los Ingas. En este tiempo envió Su Majestad por virrey de este reino a don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, al cual, viendo ya el Pirú pacífico y los ánimos más quietos, trató de atraer a Sayre Topa a la obediencia de Su Majestad y allanar aquella provincia de Vilcabamba, para que en ella se predicase el Evangelio y redujesen al gremio de la Iglesia católica a los indios della. Y para ello envió por mensajeros a Diego Hernández, marido de doña Beatriz Quispi Quispi Coya, hija de Huaina Capac, y a Joan Sierra y Alonso Xuárez y otros, rogándole que saliese de paz y viniese a dar la obediencia a Su Majestad. Al tiempo que ellos fueron, como se refiere en la Corónica del Pirú, no había recibido la borla Sayre Topa, y así no dio respuesta hasta recibirla, y aun para tener tiempo de ver si la embajada era con buena intención. Saneado della puso el negocio en consulta de sus capitanes. Después de muchos acuerdos y pareceres, y con tradiciones que le hicieron los hechiceros que consigo tenía y de la tibieza que algunos suyos mostraron, se determinó de salir y venir a la Ciudad de los Reyes, y así lo puso por obra, con trescientos indios principales, caciques, y orejones, y capitanes, y trajo consigo una hermana suya llamada Cusi Huarcay, y entró en la Ciudad de los Reyes, donde el Marqués de Cañete lo recibió haciéndole mucha honra. Habiendo estado algunos días, hizo dejación de la acción y derecho que a este reino podía tener en su Majestad el Emperador Nuestro Señor, y el Marqués de Cañete, en su nombre, le hizo merced para su sustento de los indios y repartimiento que habían sido de Francisco Hernández Girón, que rentaban diez y siete mil pesos ensayados. Habiendo estado algunos días en Lima se volvió Sayretopa al Cuzco, donde los indios de Chinchay Suyo y Colla Cuyo le recibieron por Ynga, porque así lo había mandado el marqués de Cañete, y que trajese borla y anduviese en andas, como habían andado todos sus antecesores. También lo obedecieron los orejones, así de Anan Cuzco como de Urin Cuzco, como a quien representaba la persona de Huaina Capac, su abuelo. Todos los españoles le querían y respetaban, llamándole Ynga, y allí se bautizó Sayretopa y su hermana Cusi Huarcay, porque el marqués de Cañete lo envió a decir a Bautista Muñoz, corregidor que a la sazón era de la ciudad del Cuzco, que los hiciese bautizar, y de muy buena gana consintieron en ello. En el bautismo se puso Sayretopa nombre don Diego de Mendoza, por amor del virrey, y su hermana se llamó doña María Manrique. Y bautizados se trató de casarlos aunque eran hermanos, por haber sido costumbre inviolable guardada entre los Yngas de casarse con sus hermanas, para que el hijo que le sucediese en el reino fuese hijo de Ynga y de Coya, por parte de padre y de madre de sangre real. Así dicen que el obispo de aquella ciudad, don Joan Solano, dispensó con ellos para el matrimonio, otros, que el Arzobispo de la Ciudad de los Reyes, don Hierónimo de Loaysa, varón docto y eminente, de gran prudencia y gobierno, dispensó por autoridad y comisión apostólica de julio tercero, Pontífice máximo. Aunque en semejantes despensaciones hay grandísima dificultad, cierto es que hubo dispensa o se hizo con autoridad y comisión de el Sumo Pontífice. Del matrimonio procrearon a doña Beatriz Clara Coya, hija legítima dellos, que andando el tiempo vino a ser mujer de Martín García de Loyola, caballero del hábito de Calatrava y capitán de la guardia del Virrey don Francisco de Toledo. Habiéndose bautizado y contraído matrimonio Sayre Topa y su hermana, fue desgraciado, que la fortuna no le dejó gozar la quietud y paz que tenía en el Cuzco, entre los suyos mucho tiempo, porque sólo vivió un año. Dicen que Chilche Cañar, cacique de Yucay, lo mató con ponzoña, por el cual delito estuvo un año preso en el Cuzco, y al fin se escapó, no habiéndosele averiguado nada al tiempo de su muerte. Sayre Topa hizo testamento, y en él declaró por sucesor en el Señorío a Topa Amaro, su hermano, que estaba en Vilcabamba, hijo legítimo de Manco Inga, su padre. Habiéndose sabido en Vilcabamba la muerte de Sayre Topa, como dejaba a su hermano Topa Amaro por sucesor como a legítimo; Cusi Tito Yupanqui, hermano suyo bastardo, hijo de Manco Ynga, como fuese mayor de edad, que Amaru Topa era mozo, le quitó las andas y el mando y se introdujo en el señorío, y con intención de que su hijo le sucediese, a Tupa Amaro le hizo sacerdote y le mandó estuviese en guarda del cuerpo de su padre en Vilcabamba, donde estaba encerrado Manco Ynga. Así lo estuvo hasta cuando diremos. De un admirable suceso que a este Príncipe Saire le sucedió, se dirá también en el capítulo noventa y tres.
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De la rebelión y alborotos que el Almirante halló en la Española promovidos por la maldad de Roldán, a quien había dejado por alcalde mayor Entrado el Almirante en la ciudad de Santo Domingo con la vista casi perdida por el continuo velar que había tenido, esperaba que reposaría de los trabajos sufridos en aquel viaje, y hallaría mucha paz entre su gente; pero vio muy lo contrario, porque todos los vecinos de la isla estaban con gran tumulto y sedición; buena parte de la gente que dejó había muerto; de los restantes había más de ciento sesenta enfermos del mal francés; muchos otros se habían sublevado con Roldán, y no encontró los navíos que dijimos haber enviado desde las islas Canarias con socorro. Por lo cual es necesario que escribamos con orden para seguir y cumplir la relación de esta historia, comenzando desde el día que el Almirante salió para Castilla, cuya partida como dijimos, fue en el mes de Marzo del año 1496, habiendo pasado treinta meses hasta el día de su regreso. Al principio de este tiempo, con la esperanza de su presta vuelta y de tener en breve socorros, la gente estuvo tranquila. Pero pasado el primer año, faltándoles las cosas de Castilla y creciendo las enfermedades y los trabajos, se disgustaron de las cosas presentes, sin esperanza de mejora en el porvenir, pero sin que se oyesen las quejas de muchos que estaban descontentos, entre los cuales nunca falta quien incite y pretenda hacerse caudillo de una parte; lo que entonces tocó en suerte a Francisco Roldán, natural de la Torre de Donjimeno, a quien el Almirante había dado mucha reputación y autoridad entre indios y cristianos con dejarlo por alcalde mayor, de modo que era tan obedecido como aquél. De lo que se pudo presumir que entre éste y el Adelantado, que había quedado por Gobernador, no hubiese la buena concordia que el bien público requería, como el tiempo y la experiencia dieron a conocer; pues como tardase el Almirante en volver y no mandara socorro alguno, Roldán enderezó su pensamiento a ser dueño de la isla, con propósito de matar a los hermanos del Almirante, porque en éstos hallaría la mayor resistencia. Sucedió que el Adelantado, uno de los hermanos del Almirante, fue a una provincia occidental llamada Xaraguá, ochenta leguas más allá de la Isabela, donde Roldán quedó en lugar de aquél, aunque bajo el gobierno de don Diego, el segundo hermano del Almirante, por lo cual Roldán se indignó de tal manera que mientras el Adelantado daba órdenes para que el rey de aquella provincia pagase el tributo que a todos los indios de la isla había impuesto el Almirante, Roldán comenzó, secretamente, en la isla, a llevar algunos a su devoción. Pero como ningún, mal se atreve a levantar cabeza de súbito, o sin alguna fingida ocasión, la que Roldán tomó por fundamento y puerta de su designio fue que en la villa de la Isabela estaba en tierra una carabela que el Adelantado había mandado hacer para mandarla a Castilla, si la necesidad lo exigía; y como por falta de jarcias y de otros aparejos no podía ser echada al agua, Roldán inventó y publicó ser otro el motivo, y que al bien de todos convenía que aquella carabela fuese puesta a punto para que en ésta pudiese alguno de ellos ir a Castilla y dar nuevas de sus trabajos. Por tanto, so color del bien común, hacía grandes instancias para que la carabela fuese echada al agua, y como don Diego Colón, por falta de jarcias, no lo consentía, resultó que Roldán, con más aliento y desvergüenza, empezó a tratar secretamente con algunos que dicha carabela se botase al agua, a despecho de D. Diego, diciendo a los que presumía estar conformes con él, que si el Adelantado y D. Diego se oponían, era porque deseaban retener el dominio del país, y a ellos continuamente sometidos, sin que allí hubiese algún navío con el que pudiesen hacer saber a los Reyes Católicos tal rebelión y tiranía, pues ya sabían con certeza lo muy cruel y terrible que era el Adelantado, la trabajosa y mala vida que les daba en labrar tierras y fortalezas; y pues estaban sin alguna esperanza de la vuelta del Almirante con socorros, era bien que tomasen aquella carabela, buscaran su libertad; y no permitiesen que con pretexto de un sueldo que nunca les era pagado, estuviesen sujetos a un extranjero, pudiendo gozar de una vida buena y reposada, y de grandísimo provecho; pues todo cuanto en la isla se hallase y rescatara, se repartirla con igualdad, y serían a su gusto servidos de los indios, sin que nadie les pusiera cortapisa, como entonces, que no les era permitido tomar por mujer una india que les agradase; antes bien, el Adelantado les hacía guardar los tres votos de religión, y no faltaban ayunos y disciplinas, con prisiones y castigos, los que imponía por la más leve culpa. Por lo cual, pues él tenía la vara y la autoridad del rey, y esto le aseguraba de que no les vendría daño alguno por cuanto pudiera suceder, les exhortaba a cumplir lo que aconsejaba, pues no podían errar. Con estas y otras palabras semejantes, que manaban del odio que tenía al Adelantado, y con la esperanza de provechos, llevó tantos a su partido que un día habiendo regresado el Adelantado de Xaraguá a la Isabela, algunos de aquellos acordaron darle de puñaladas, teniéndolo por tan fácil negocio que habían preparado una cuerda, para colgarlo después de muerto. El motivo por el que entonces se habían incitado más a ello fue la prisión de Barahona, amigo de los conjurados, y si Dios no inspirase la voluntad del Adelantado para que no procediese al cumplimiento de la justicia, sin duda alguna le habrían dado muerte.
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De lo que pasó al capitán en la corte esta última vez, hasta negociar una cédula de su despacho En los once días primeros, después de haber llegado a la corte, no pude tener comodidad para escribir mis memoriales y alcanzar audiencia del conde de Lemos, que era presidente de las indias, el cual me la dio de tres horas; y le leí mucho de esta relación, y por remate me preguntó: --¿Qué derecho tenemos a esas tierras? Respondíle que el que había para poseer las otras. Y volvíle a hablar diferentes veces, y en ellas me ordenó que besase la mano a Su Majestad y viese al duque de Lerma, como lo fui haciendo, y dando muchos y muy apretados memoriales en razón de declarar mi empresa y sus provechos, y solicitar y apresurar mi despacho. Estos memoriales hacía imprimir, cuando tenía con qué, y cuando no los copiaba, y presentaba y repartía en los Consejos de Estado, Guerra e Indias, y sus ministros. Los más los recebían bien y mostraban estimarlos; pero no por eso mi despacho tenía mejor expediente: antes, en veinte y seis de marzo de mil seiscientos y ocho, Su Majestad, por medio del duque de Lerma, remitió un largo memorial que le di al Consejo de las Indias, donde se tomaban floja y desabridamente mis cosas, por haberlas encaminado la primera vez por la vía del Consejo de Estado. Y, en efecto, me dijeron acudiese por la respuesta a don Francisco de Tejada, que era del dicho Consejo de las indias, el cual me dije) que me volviese al Perú, a la ciudad de los Reyes, y que allí se enviaría orden al virrey de lo que había de hacer. Yo respondí que no estaba bien ponerme en viaje tan largo, y a negocio tan grave, sin saber lo que llevaba; y fui pasando adelante con mis memoriales, y esperé tuvieran mejor suceso, porque en este tiempo llegó al Consejo una carta que Juan de Esquivel, maese de campo de Terrenate, escribó a la Audiencia de la ciudad de Manila, en que decía haber llegado a aquel puerto un navío, y por su capitán Luis Vélez de Torres, y que decía ser uno de los tres del cargo del capitán Pedro Fernández de Quirós, con que salió del Perú a descubrir la parte incógnita del Sur. "Dice que se apartó dél mil y quinientas leguas de aquí, y que vino costeando ochocientas de una tierra. Llegó con necesidad y yo suplí la que pude. Él va allá, y dará más particular cuenta a V. A." Después vi la relación del viaje de Luis Vaez, en poder del condestable de Castilla, que me alegró mucho, y fui con esta ocasión dando nuevos memoriales, pidiendo y proponiendo mi despacho, y las cosas que para él se habían de conceder; pero mis desgracia era tan grande que nunca se acababa de tomar resolución en nada, y todo era detenerme, y a las veces despreciarme o desesperarme los ministros, y en especial los del Consejo de las indias, que en los del de Estado siempre hallé mejor acogimiento. Viendo esto, procuré nueva audiencia a Su Majestad y la alcancé, cual la deseaba, el día de los Reyes del año de mil seiscientos y nueve, después de comer; favoreciéndome en esto como en otras cosas el marqués de Velada. Mostré mis papeles, mapas y cartas de marcar; di a entender las tierras que proponía y su grandeza, los viajes que había hecho y sus sucesos; y habiéndolo visto con demostración de gusto, se levantó; y pidiéndole mi despacho, me respondió el marqués que todo se haría bien. Y en siete de febrero salió un decreto para que el Consejo de Estado tratase muy de veras de este negocio, y que se me librase algún dinero para mi socorro. Y después de diversas consultas, y habérseme mandado que declarase lo que habría menester para mi jornada, salió otro decreto en que se remitió el negocio al Consejo de las Indias, donde volví a negociar de nuevo; y al cabo de muchos meses se me mandó dar una cédula del tenor siguiente: EL REY. Marqués de Montes Claros, pariente, mi virrey, gobernador y capitán general de las provincias del Perú, o la persona o personas a cuyo cargo fuese el gobierno de ella. El capitán Pedro Fernández de Quirós, que, como tenéis entendido, es la persona que ha tratado del descubrimiento de la tierra incógnita y parte Austrial, me ha representado como habiéndole yo mandado dar los despachos necesarios por mi Consejo de Estado, para hacer el dicho descubrimiento y para que los virreyes, vuestros antecesores, le proveyesen de todo lo necesario para esta jornada, salió en demanda della del puerto del Callao, a veinte y uno de diciembre de año pasado de mil y seiscientos y cinco, con dos navíos y una zabra y gente y lo demás; y navegó la vuelta del Oeste-sudeste hasta subir a altura de veinte y seis grados de la parte meridional, por cuyo rumbo, y por otros, se descubrieron veinte y tres islas, las doce pobladas de diversas gentes, y más de tres partes de tierra que se entendió ser toda una, y sospechas de ser tierra firme; y una grande bahía con un buen puerto dentro della, de la cual salió con los tres navíos con intento de ver una alta y grande sierra que está a la parte del Sueste, y volviendo a arribar al dicho puerto, la nao almiranta y zabra dieron fondo, y la capitana en que él iba, desgarró; a cuya causa, y por otras muchas que le obligaron, arribó al puerto de Acapulco, de donde vino a España, a darme cuenta del suceso del viaje, el año pasado de mil y seiscientos y siete: y que la tierra que descubrió es apacible, templada, y se coge en ella muchos y diversos frutos; la gente doméstica, y dispuesta a recibir nuestra santa fe; y que lo que él dejó de ver y descubrir es mucho más sin comparación. Y con grande instancia me ha pedido y suplicado considere la importancia de este descubrimiento y población y el servicio tan grande que a Nuestro Señor se hará en que se pueble aquella tierra, y se plante en ella la fe, trayendo al gremio de la iglesia y verdadero conocimiento, tanta infinidad de almas como hay en aquel nuevo mundo, a donde se ha tomado la posesión en un buen puerto y sitio, y celebrado misas; y las utilidades y acrecimientos que resultará a mi corona y todos mis Reinos. Y que pues su intento y pretensión no es más que hacer este servicio a Nuestro Señor, y seguir esta causa como hasta aquí lo ha hecho tantos años ha, padeciendo tantos naufragios y trabajos, le mandase proveer de todo lo necesario para volver a la dicha jornada, y hacer la dicha población; para lo cual era necesario le mandase dar mil hombres dese Reino, deste doce religiosos de la Orden de San Francisco o Capuchinos que sean doctos, y con la potestad necesaria, proveídos de los bastimentos y ornamentos, seis hermanos de Juan de Dios, médico, cirujano, barberos y medicinas; y que en esas provincias se le diesen navíos, artillería, mosquetes, arcabuces, y otras armas y bastimentos que fueren menester, y cantidad de rescate para los indios, y una buena partida de hierro en plancha, y herramientas para cultivar la tierra y labrar minas. Y por lo mucho que deseo que el dicho descubrimiento y población tenga efecto, por el bien de las almas de aquellos naturales, he ordenado al dicho capitán Pedro Fernández de Quirós que vuelva a ese Reino en la primera ocasión; y os encargo y mando que luego como llegue a verse con vos, dispongáis su despacho, y le proveáis por cuenta de mi Real hacienda de las cosas que él pide para hacer esta jornada y población, de manera que con la brevedad posible parta a hacella, no se ofreciendo de nuevo inconvenientes notables; dándole todos los despachos y recaudos necesarios para que sea obedecido de la gente que llevare consigo y a su cargo, y los demás que a este propósito convinieren, o hubiere menester y se suele hacer en semejantes jornadas, descubrimientos, poblaciones. Y mando a los oficiales de mi Real hacienda cumplan lo que en conformidad de esta cédula, y para su cumplimiento les ordenáredes: y vuelvo a encargaros mucho el breve y buen despacho del capitán Quirós, y que me aviséis de cómo se hubiere hecho, porque holgaré de saberlo; honrándole, favoreciéndole y haciéndole buen tratamiento, que en ello me serviréis. De Madrid a quince de diciembre de mil siscientos y nueve. --Yo el Rey.-- Por mandado del Rey nuestro señor, Gabriel de Hoa. --Señalada de los del Consejo. Copia de la carta que el secretario Gabriel de Hoa envió al virrey con la cédula escrita "El capitán Quirós vuelve a ese Reino, con el despacho que va aquí, en demanda de su descubrimiento. Ha asistido aquí a esta causa con harto trabajo y descomodidad, y con mucho celo del servicio de Nuestro Señor y de Su Majestad. Vuestra excelencia le anime y esfuerce, y aliente este intento conforme a las órdenes de Su Majestad, cuya voluntad es que al capitán Quirós se le dé buen despacho y haga todo buen tratamiento, como vuestra excelencia sabrá hacerle el que merecen sus trabajos y peregrinaciones, y que de nuevo se ofrece a otras mayores. Guarde Nuestro Señor a vuestra excelencia como deseo. Madrid a diez y nueve de Diciembre de mil seiscientos y nueve."
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Cómo se fueron los frailes En este tiempo, que andaban las cosas tan recias y tan revueltas y de mala desistión pareciendo a los frailes fray Bernaldo de Armenta que era buena coyuntura y sazón para acabar de efectuar su propósito en quererse ir (como otra vez lo habían intentado), hablaron sobre ello a los oficiales, y a Domingo de Irala, para que les diese favor y ayuda para ir a la costa del Brasil; los cuales, por les dar contentamiento, y por ser, como eran, contrarios del gobernador, por haberles impedido el camino que entonces querían hacer, ellos les dieron licencia y ayudaron en lo que pudieron, y que se fuesen a la costa del Brasil, y para ello llevaron consigo seis españoles y algunas indias de las que enseñaban doctrina. Estando el gobernador en la prisión, les dijo muchas veces que por que cesasen los alborotos que cada día había, y los males y daños que se hacían, le diesen lugar que en nombre de Su Majestad pudiese nombrar una persona que como teniente de gobernador los tuviese en paz y en justicia aquella tierra, y que el gobernador tenía por bien, después de haberlo nombrado, venir ante Su Majestad a dar cuenta de todo lo pasado y presente, y los oficiales le respondieron que después que fue preso perdieron la fuerza las provisiones que tenía, y que no podría usar de ellas, y que bastaba la persona que ellos hablan puesto; y cada día entraban adonde estaba preso, amenazándole que le habían de dar de puñaladas y cortar la cabeza; y él les dijo que cuando determinasen de hacerlo, les rogaba, y si necesario era les requería de parte de Dios y de Su Majestad, le diesen un religioso o clérigo que le confesase; y ellos respondieron que si le habían de dar confesor, había de ser a Francisco de Andrada o a otro vizcaíno, clérigos, que eran los-principales de su comunidad, y que si no se quería confesar con ninguno de ellos, que no le habían de dar otro ninguno, porque a todos los tenían por sus enemigos, y muy amigos suyos; y así, habían tenido presos a Antón de Escalera y a Rodrigo de Herrera y a Luis de Miranda, clérigos, porque les habían dicho y decían que había sido muy gran mal, y cosa muy mal hecha contra el servicio de Dios y de Su Majestad, y gran perdición de la tierra en prenderle, y a Luis de Miranda, clérigo, tuvieron preso con el alcalde mayor más de ocho meses donde no vio sol ni luna, y con sus guardas; y nunca quisieron ni consintieron que le entrasen a confesar otro religioso ninguno, sino los sobredichos; y porque un Antón Bravo, hombre hijodalgo y de edad de dieciocho años, dijo un día que él daría forma como el gobernador fuese suelto de la prisión, los oficiales y Domingo de Irala le prendieron y dieron luego tormento; y por tener ocasión de molestar y castigar a otros a quien tenía odio, le dijeron que le soltarían libremente con tanto que hiciese culpados a muchos que en su confesión le hicieron declarar; y ansí, los prendieron a todos y los desarmaron, y al Antón Bravo le dieron cien azotes públicamente por las calles, con voz de traidor, diciendo que lo había sido contra Su Majestad porque quería soltar de la prisión al gobernador.
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Cómo acordó nuestro capitán Hernando Cortés con todos nuestros capitanes y soldados que fuésemos a México, y lo que sobre ello pasó Viendo nuestro capitán que había diecisiete días que estábamos holgando en Tlascala, y oíamos decir de las grandes riquezas de Montezuma y su próspera ciudad, acordó tomar consejo con todos nuestros capitanes y soldados de quien sentía que le tenían buena voluntad, para ir adelante, y fue acordado que con brevedad fuese nuestra partida; y sobre este camino hubo en el real muchas pláticas de disconformidad, porque decían unos soldados que era cosa muy temerosa irnos a meter en tan fuerte ciudad siendo nosotros tan pocos, y decían de los grandes poderes de Montezuma. Cortés respondió que ya no podíamos hacer otra cosa porque siempre nuestra demanda y apellido fue ver al Montezuma, e que por demás eran ya otros consejos; y viendo que tan determinadamente lo decía, y sintieron los del contrario parecer que muchos de los soldados ayudábamos a Cortés de buena voluntad con decir "adelante en buen hora", no hubo más contradicción; y los que andaban en estas pláticas contrarias eran de los que tenían en Cuba haciendas; que yo y otros pobres soldados ofrecido tenemos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas y trabajos hasta morir en servicio de nuestro señor y de su majestad. Pues viendo Xicotenga y Mase-Escaci, señores de Tlascala, que de hecho queríamos ir a México, desaváhales en el alma, y siempre estaban con Cortés avisándole que no curase de ir aquel camino, y que no se fiase poco ni mucho de Montezuma ni de ningún mexicano, y que no se creyese de sus grandes reverencias ni de sus palabras tan humildes y llenas de cortesías, ni aun de cuantos presentes le ha enviado ni de otros ningunos ofrecimientos, que todos eran de atraidorados; que en una hora se lo tornarían a tomar cuanto le habían dado, y que de noche y de día se guardase muy bien dellos porque tienen bien entendido que cuando más descuidados estuviésemos nos darían guerra, y que cuando peleáramos con ellos, que los que pudiésemos matar que no quedasen con las vidas, al mancebo porque no tome armas, al viejo porque no dé consejos; Y le dieron otros muchos avisos. Y nuestro capitán les dijo que se lo agradecía el buen consejo, y les mostró mucho amor con ofrecimientos y dádivas que luego les dio al viejo Xicotenga y al Mase-Escaci y todos los demás caciques, y les dio mucha parte de la ropa fina de mantas que había presentado Montezuma, y les dijo que sería bueno tratar paces entre ellos y los mexicanos, para que tuviesen amistad, y trajesen sal y algodón y otras mercaderías; y el Xicotenga respondió que eran por demás las paces, y que su enemistad tienen siempre en los corazones arraigada, y que son tales los mexicanos, que so color de las paces les harán mayores traiciones, porque jamás mantienen verdad en cosa ninguna que prometen; e que no curase de hablar en ellas, sino que le tornaban a rogar que se guardase muy bien de no caer en manos de tan malas gentes; y estando platicando sobre el camino que habíamos de llevar para México, porque los embajadores de Montezuma que estaban con nosotros, que iban por guías, decían que el mejor camino y más llano era por la ciudad de Cholula, por ser vasallos del gran Montezuma, donde recibiríamos servicios, y a todos nosotros nos pareció bien que fuésemos a aquella ciudad; y los caciques de Tlascala, como entendieron que queríamos ir por donde nos encaminaban los mexicanos, se entristecieron, y tornáron a decir que en todo caso fuésemos por Guaxocingo, que eran sus parientes y nuestros amigos, y no por Cholula, porque en Cholula siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos; y por más que nos dijeron y aconsejaron que no entrásemos en aquella ciudad, siempre nuestro capitán, con nuestro consejo muy bien platicado, acordó de ir por Cholula; lo uno, porque decían todos que era grande población y muy bien torreada, y de altos y grandes cues, y en buen llano asentada, y verdaderamente de lejos parecía en aquella sazón a nuestra gran Valladolid de Castilla la Vieja; y lo otro, porque estaba en parte cercana de grandes poblaciones, y tener muchos bastimentos y tan a la mano a nuestros amigos los de Tlascala, y con intención de estarnos allí hasta ver de qué manera podríamos ir a México sin tener guerra, porque era de temer el gran poder de los mexicanos; si Dios nuestro señor primeramente no ponía su divina mano y misericordia, con que siempre nos ayudaba y nos daba esfuerzo, no podíamos entrar de otra manera. Y después de muchas pláticas y acuerdos, nuestro camino fue por Cholula; y luego Cortés mandó que fuesen mensajeros a les decir que cómo, estando tan cerca de nosotros, no nos enviaban a visitar y hacer aquel acato que son obligados a mensajeros, como somos, de tan gran rey y señor como es el que nos envió a notificar su salvación; y que los ruega que luego viniesen todos los caciques y papas de aquella ciudad a nos ver, y dar la obediencia a nuestro rey y señor; si no, que los tendría por de malas intenciones. Y estando diciendo esto, y otras cosas que convenía enviarles a decir sobre este caso, vinieron a hacer saber a Cortés cómo el gran Montezuma enviaba cuatro embajadores con presentes de oro, porque jamás, a lo que habíamos visto, envió mensaje sin presentes de oro, y lo tenía por afrenta enviar mensajeros si no enviaba con ellos dádivas; y lo que dijeron aquellos mensajeros diré adelante.
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Capítulo LXXIX De cómo Hernando Pizarro llegó en España, donde andaban grandes nuevas del Perú, viendo tanta riqueza como de él venía; y lo que hizo Hernando Pizarro en la corte Habiendo llegado Hernando Pizarro a la Tierra Firme y los que con él iban con tanta plata y oro, que llevarían las naves lastradas de este metal, salió luego del Nombre de Dios, y a cabo de algunos días llegó a España. Entró en Sevilla con todo el tesoro. Desasosegó a toda España esta nueva porque sonaba por toda ella que la Contratación estaba llena de tinajas y de cántaros de oro y de otras piezas admirables y de gran peso. No se hablaba sino del Perú, moviéndose muchos para ir a ello. Hízose luego correo al emperador, de estas cosas. Supo la nueva en Calatayud, cerca de Zaragoza, en el reino de Aragón porque había ido a tener Cortés en Monzón. Antes de esto, había venido a su majestad nueva de lo del Perú por vía de Nicaragua, mas ahora se supo más bastantemente y mandó que Hernando Pizarro viniese a Toledo donde su majestad vio muchas de aquellas piezas tan grandes y ricas que le traían de los quintos. Informóse de las cosas de aquella tierra, de la calidad y disposición de ella, y cómo vivían sus moradores y naturales, si imprimieron en ellos la fe y otras muchas cosas, a todo lo cual Hernando Pizarro le respondió con mucha cordura y prudencia. Mandó al aposentador que lo aposentase en la ciudad, diciendo que se tenía por bien servido de su hermano Francisco Pizarro y de Almagro, y que les haría siempre mercedes. Dicen que estando en la corte, Hernando Pizarro procuraba por las vías que podía de aniquilar la persona de Almagro oscureciendo sus servicios. Mas que llegando Cristóbal de Mena informó al contrario de aquello, dando cartas de Almagro al emperador y a los señores del Consejo. Mas todavía cuentan que Hernando Pizarro se estaba en su propósito, deseando que no le diesen a Almagro ninguna gobernación. Mas como el emperador, sea tan cristianísimo príncipe y en aquellos tiempo, se creía que estaban las Indias bien gobernadas por gobernadores, fue servido de que Almagro gobernase doscientas leguas de costa delante de lo que Pizarro gobernaba, pues tanto trabajo hizo para que se hubiese descubierto el Perú. Hernando Pizarro tuvo aviso de esta determinación de su majestad y por ganar lo que Almagro le prometió si le llevase la gobernación, es público que luego dio petición sobre ello, representando los servicios que el dicho don Diego de Almagro había hecho. Y se libró la provisión, informando siempre bien de Almagro, Cristóbal de Mena y Juan de Sosa, los cuales traían poder de Almagro, sin revocar el de Hernando Pizarro, sino porque si él no quisiese usar de él, que ellos, en su nombre, pidiesen las mercedes. Concedióse de nuevo merced a don Francisco Pizarro de acrecentarle la gobernación otras setenta leguas de luengo de costa por la cuenta del meridiano para que dende adelante se contase la gobernación de Almagro, la cual se intituló la provincia del Nuevo Toledo, capitulando el emperador con Hernando Pizarro en nombre de Almagro, lo que con otros gobernadores se suele capitular. Nombráronse por oficiales de la real hacienda de esta provincia: por veedor Turuégano, por tesorero Manuel de Espinar, por contador, Juan de Guzmán; y a Almagro se le dio título de adelantado. Pues como se hubiese dicho tantas cosas del Perú, y España estuviese tan inquieta con los tesoros que habían venido, muchos para pasar de acá vendían sus haciendas: con que pudieran vivir como sus padres, y murieron los más, miserablemente: en el Nombre de Dios, y por la mar, y en las guerras que después ha habido; tanto, que han vuelto pocos según han venido muchos. Los oficiales dejaban sus oficios y muchos a sus mujeres, con deseo de tener oro y de aquella plata. No sin razón se dijo que la codicia es raíz de todos los males. Como muchos se iban y dejaban a sus mujeres mozas y hermosas, acuérdome, estando yo en Córdoba, harto muchacho, que oía un cantar que decía entre otras cosas: "los que fuéredes al Perú, guardaos del cucurucú".
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Capítulo LXXIX Que trata de la orden que el gobernador Valdivia dio en su partida Hechas las mercedes y dada la provisión, y pasado entre el presidente y el gobernador grandes ofertas y largas promesas y notables ofrecimientos, pidióle licencia el gobernador Valdivia al presidente para sacar gente por la mar en navío y por tierra de aquel reino y provincial para traer a éstas, para que sirviesen, poblasen y sustentasen. El presidente se la dio, y juntamente con ella todo favor, viendo los gastos tan excesivos que había hecho después que el gobernador allegó al Pirú a servir a Su Majestad. Excedía la suma hasta aquel punto en más de ciento y cincuenta mil pesos de oro y estaba adeudado en el Pirú en más de los cincuenta mil pesos de oro. Y viendo el presidente que no tenía aparejo para se proveer de navío, mandó a los oficiales de Su Majestad que le vendiesen un galeón y una galera de la real armada, que estaba en el puerto de Reyes, y le fiasen los dineros por el tiempo que les pareciese, y que dejase sus escrituras de ello. Hecho esto, luego se partió el gobernador a tomar aquellos navíos que estaban en el puerto de los Reyes, y entendió con toda diligencia y gran solicitud en su presto despacho, llevando como llevó del presidente todos los despachos que para lo uno y lo otro le eran al gobernador necesarias. Antes que el gobernador saliese del Cuzco, despachó al capitán Esteban de Sosa con ochenta de a caballo para que fuese por tierra hasta el valle de Atacama, y que caminase con toda diligencia, y que le aguardase allí, teniéndole mucha provisión recogida para toda la gente que fuese para pasar el despoblado, porque dende a tres meses, que no había más de término, estarían recogidas todas las comidas y bastimentos. Hay desde el Cuzco hasta aquel valle trescientas leguas. Y que fuese con la diligencia que convenía, porque si breve fuese, las tomaría en el campo en sus sementeras, porque caminando con todo aviso y no sabiendo los naturales de su ida, no tendrían lugar de las esconder y enterrar, como suelen hacer. Y de esta suerte partieron el gobernador para la ciudad de los Reyes y el capitán Esteban de Sosa con los ochenta de a caballo para Atacama en un día. Juntamente con este capitán despachó el gobernador otros tres capitanes, y mandó a los dos que fuesen a la villa viciosa de Arequipa a hacer gente, el uno fue el capitán don Cristóbal de la Cueva, y el otro fue el capitán Diego Oro. Y mandóles que allí les esperasen hasta que volviese. Y mandó al otro capitán que fuese a las provincias de las Charcas, éste fue el capitán Joan Jufré y lo mismo le dijo que a los otros, que caminase para el valle de Atacama, y se juntase con el capitán Esteban de Sosa que para allá iba. Despachados estos capitanes como dicho habemos, salió el gobernador del Cuzco a veinte y seis de abril, año de mil y quinientos y cuarenta y ocho. Allegó en diez días a la ciudad de los Reyes, y luego presentó las cartas y comisión del presidente a los oficiales de Su Majestad. Y vistas entregaron el galeón y la galera en la cantidad de veinte mil castellanos y de ellos dio una escritura, y con éstos compró el navío que trajo de la gobernación del Nuevo Extremo y lo envió a Panamá a aderezarlo, porque en aquella sazón no había aparejo en la ciudad de los Reyes. Porque tenía voluntad de en llegando a la gobernación, de enviar a descubrir el estrecho de Magallanes para saber cuántas leguas había de la gobernación, y si era buena navegación, porque deseaba hacer este señalado servicio a Su Majestad, descubrirle esta nueva y provechosa navegación, porque su intento principal era hacer obras famosas y servicios hazañosos y dignos de perpetua memoria a la Corona Real de España y ensanchar los patrimonios reales. Y como era solícito diose tan buena maña que dentro de un mes tenía la armada presta. Y salió del puerto de la ciudad de los Reyes el gobernador dentro de la galera, y sus galeones en conserva. Venía en el uno por capitán Gerónimo de Alderete. Y desque llegaron a la Nasca, salió el gobernador fuera de la galera en tierra con seis hombres, y dejó en su lugar por capitán del armada a Gerónimo de Alderete, el cual siguió su viaje con la armada con gran trabajo por la navegación tan trabajosa, que se navega a la bolina desde toda la costa del Pirú y aun desde Panamá hasta toda la gobernación de Chile, porque en todo la más parte del año vienta el viento Aquilón. Pues dándole cargo del armada el gobernador a Gerónimo de Alderete, se partió por tierra con seis criados por no ir padeciendo por la mar hasta llegar al embarcadero del puerto de Arica, que es la última escala de los reinos del Pirú navegando para Chile.
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Que trata de las cosas que le acaecieron a Cortés hasta llegar a la Veracruz Cortés despachó otra vez tres de sus caudillos a comprar vitualla y descubrir tierras, y andando ocupados, los indios les salieron con mano armada, e hirieron a muchos de los españoles, y mataron algunos de los naturales de Cuba, y les sucediera muy mal, si Cortés no fuera luego a socorrerlos. Otro día siguiente puso quinientos hombres en el campo con trece caballos y algunas piezas de artillería, y yendo marchando su ejercito por unas labranzas, salieron al encuentro cuarenta mil hombres con los cuales peleó, y aunque con dificultad y trabajo los venció, en donde según lo que les pareció a los del ejercito, se apareció el glorioso apóstol Santiago en un caballo blanco peleando, que fue la primera vez que en favor de los cristianos se apareció en esta conquista, aunque Cortés dijo siempre ser el bienaventurado príncipe de los apóstoles, San Pedro, su abogado, a quien siempre dedicó sus pensamientos y deseos, invocándole en todas las ocasiones y lances peligrosos en que se vio. Quedaron heridos sesenta españoles, aunque luego hubo tratos de paz entre los nuestros y naturales. Tabasco que era el más principal señor de aquella tierra, con todos los suyos caciques y señores, se dieron por amigos de Cortés, y le abastecieron con muchos mantenimientos su ejército, presentándole cierta cantidad de oro. Preguntoles Cortés dónde lo había y si tenían mucho. A lo que le dijeron que no tenían minas ni las querían, porque su cuidado no se ocupaba en hacerse ricos, sino en vivir contentos; mas que hacia donde el sol se ponía, si buscaban oro lo hallarían; y entre otras razones que trataron, dijeron que entre todos los que habían peleado a caballo, el delantero les había espantado y atemorizado mucho, por donde se echó de ver y confirmar el milagro de haberse aparecido uno de los doce apóstoles. Y habiendo Cortés dado a entender la causa de su venida, que era en razón de enseñarles la ley evangélica y sacarlos de la ceguedad en que vivían, que para el efecto le enviaba el rey de España su señor que era el mayor del mundo, y habiendo puesto en el templo mayor de la ciudad de Potonchan una cruz con gran gusto de los naturales, y hallándose a la fiesta y ceremonias del día de Ramos, infinitas gentes dieron la obediencia al rey de España dándose por sus amigos y vasallos, que fueron los primeros que tuvo la Corona real de Castilla en estas partes. Llamóse Victoria por los nuestros aquella ciudad, de donde se partió Cortés a descubrir, y prosiguiendo su viaje, llegó a un río grande llamado Papaloapan, y por haber sido el primero que lo descubrió Pedro de Alvarado, se llamó de su nombre. Y siguiendo la costa de poniente llegaron a San Juan de Culua (que hoy se llama Ulúa) el jueves de la Cena, y antes que surgiesen, Teotlili, gobernador de aquella costa, puesto por los señores del imperio, envió dos canoas a unos criados suyos a preguntar por el caudillo y cabeza de aquella flota ¿quien era y a qué iba? Cortés los recibió muy bien, y habiéndoles regalado, los despachó enviándole a decir al gobernador que no temiese ni se alborotase, porque su venida no era a otra cosa sino a traerle nuevas de mucho gusto, de que él se holgaría. El viernes santo tomaron tierra y se alejaron en unos arenales, en donde es ahora la Veracruz, y desde entonces se le dio este nombre, por haber llegado en viernes de la Cruz, en donde los vinieron a ver muchos indios, con quienes rescataban oro y plumerías de mucho precio por tijeras y alfileres, cuentas de vidrio y otras cosillas de quinquillería y poco precio, aunque Cortés mandó luego pregonar que nadie rescatase oro, porque los indios no lo entendiesen que ellos no iban a otra cosa. De allí a dos días que fue el lunes de pascua de resurrección, vino el gobernador con cuatro mil hombres que le acompañaban, cargados de bastimentos que dio a Cortés, con algunas preseas y joyas de oro bien ricas, el cual le abrazó y dio un sayo de terciopelo y otras cosas de colonería que las estimó mucho; y no entendiendo Aguilar aquella lengua, fue Dios servido de remediar este inconveniente, con que se halló una de las mujeres que el señor de Potonchan había dado a Cortés, que sabía muy bien la lengua, porque era natural del pueblo de Huilotlan de la provincia de Xalatzinco, hija de padres nobles y nieta del señor de aquella provincia de Coatzacualco, y de mano en mano vino a parar en poder del señor de Potonchan, que después, como dicho es, la dio a Cortés, a la cual con halagos y buen tratamiento convirtió y se volvió cristiana, llamóse Marina, y con ella las demás compañeras que fueron las primeras que hubo en esta Nueva España, y sirvió después de intérprete juntamente con Aguilar porque Cortés decía lo que quería a Aguilar y él en lengua de Potonchan y Tabasco se lo interpretaba a Marina, y ella que sabía muy bien esta lengua, la interpretaba en la mexicana; aunque en breves días aprendió la castellana, con que excusó mucho trabajo a Cortes, que parece haber sido milagroso, y muy importante para la conversión de los naturales y fundación de nuestra santa fe católica. Marina andando el tiempo se casó con Aguilar. Aquel día que llegó el gobernador Teotlili comió con Cortés, después de haberle dicho cómo toda aquella tierra estaba a su cargo por las tres cabezas del imperio, y que era criado del emperador Motecuhzoma, gran señor de la ciudad de México, Tenochtitlan; que le diese parte de su venida, para avisar de ella a su señor y a los demás del imperio. Mandó Cortés a Marina que le dijese, cómo él era embajador del rey don Carlos de España, señor del mundo, y que venia a visitarle de su parte y decirle algunas cosas en secreto que traía por escrito, que su señor se holgaría de saberlas, y que así se lo avisase luego para ver en dónde mandaba diese la embajada que traía. Teotlili respondió que se holgaba mucho haber sabido que hubiese otro señor tan grande como Motecuhzoma, según decía que era el rey de España; pero que no creía que hubiese otro en el mundo que igualase a Motecuhzoma su señor, y que le daría aviso de su venida para saber lo que mandaba. Cortés le preguntó si Motecuhzoma tenía mucho oro, porque era bueno para el mal de corazón, y que algunos de los suyos estaban lisiados de él. Teotlili respondió que sí tenía; el cual luego hizo pintar en unas mantas de algodón el talle de los españoles, caballos, navíos y todo lo demás que Cortés traía, y razón a lo que venía, y despachó con toda diligencia sus mensajeros para México a dar aviso de todo a Motecuhzoma su señor, a Cacama que era rey de Tetzcuco, y a Totoquihuatzin de Tlacopan, y fue el despacho con tal brevedad, que en un día y una noche llegó allá. Teotlili se volvió a Cuetlachtlan donde residía, y dejó con los nuestros a Cuitlalpítoc y otros capitanes con dos mil personas para el servicio y regalo de los españoles.
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Que trata de la fundación de la ciudad de León de Guanuco, y quien fue el fundador della Para decir la fundación de la ciudad de León de Guanuco es de saber que cuando el marqués don Francisco Pizarro fundó en los llanos y arenales la rica ciudad de los Reyes todas las provincias que están sufragadas en estos tiempos a esta ciudad sirvieron a ella, y los vecinos de los Reyes tenían sobre los caciques encomienda. Y como Illatopa el tirano, con otros indios de su linaje y sus allegados, anduviese dando guerra a los naturales desta comarca y ruinase los pueblos, y los repartimientos fuesen demasiados, y estuviesen muchos conquistadores sin tener encomienda de indios, queriendo el marqués tirar inconvenientes y gratificar a estos tales, dando también indios a algunos españoles de los que habían seguido al adelantado don Diego de Almagro, a los cuales procuraba atraer a su amistad, deseando contentar a los unos y a los otros, pues habían trabajado y servido a su majestad, tuviesen algún provecho en la tierra. Y no embargante que el cabildo de la ciudad de los Reyes procuró con protestaciones y otros requerimientos estorbar lo que se hacía en daño de su república, el marqués, nombrando por su teniente al capitán Gómez de Albarado, hermano del adelantado don Pedro de Albarado, le mandó que fuese con copia de españoles a poblar una ciudad en las provincias del nombrado Guanuco. Y así, Gómez de Albarado se partió, y después de haber pasado con los naturales algunas cosas, en la parte que le pareció fundó la ciudad de León de Guanuco, a la cual dio luego nombre de república, señalando los que pareció convenientes para el gobierno della. Hecho esto y pasados algunos años, se despobló la nueva ciudad por causa del alzamiento que hicieron los naturales de todo lo más del reino; y a cabo de algunos días Pedro Barroso tornó a reedificar esta ciudad; y última vez, con poderes del licenciado Cristóbal Vaca de Castro, después de pasada la cruel batalla de Chupas, Pedro de Puelles fue a entender en las cosas della y se acabó de asentar, porque Juan de Varagas y otros habían preso al tirano Illatopa. De manera que aunque ha habido lo que se ha escrito, podré decir haber sido el fundador Gómez de Albarado, Pues dio nombre a la ciudad, y si se despobló fue por necesidad más que por voluntad, y con tenerla para volverse los vecinos españoles a sus casas. El cual la pobló y fundó en nombre de su majestad, con poder del marqués don Francisco Pizarro, su gobernador y capitán general en este reino, año del Señor de 1539 años.
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Capítulo LXXIX Cómo el virrey don Francisco de Toledo envió por general contra Topa Amaro a Martín Hurtado de Mendoza de Arbieto, y le dio batalla Habiendo estado el Maese de Campo Joan Álvarez Maldonado, como está dicho, mes y medio en la puente, llegó a ella don Antonio Pereyra, caballero portugués, vecino del Cuzco, con veinte soldados, y dentro de ocho días vinieron a la puente el doctor Loarte, alcalde de corte de la Audiencia de los Reyes, y el doctor Fray Pedro Gutiérrez, del Orden de Alcántara, capellán que a la sazón era del virrey don Francisco de Toledo y oidor que después fue del Supremo Consejo de las Indias, y trajeron consigo doscientos y cincuenta hombres, entre vecinos y soldados, todos de mucho lustre y valerosos, y que vinieron muy bien aderezados de armas y vestidos, y bizarros y galanes. En la puente, por orden del dicho Virrey, cuyas provisiones llevaban, dieron las capitanías a Martín Hurtado de Arbieto, por general y cabo de todos; a don Antonio Pereyra y a Martín de Menesses, capitanes de infantería; a Ordoño de Valencia, natural de Zamora, capitán del artillería; por sargento mayor de todo el campo, el capitán Antón de Gatos, y por consultores para las cosas de guerra, Mancio Sierra Leguizamo, Alonso de Mesa y Hernando Solano, vecinos del Cuzco, y de los primeros conquistadores y descubridores deste Reino, hombres de mucha suerte y valor, que habían servido en todas ocasiones a Su Majestad y que habían gastado mucho en ello. Por proveedor del campo fue el capitán Julián de Humarán, vecino de la ciudad de la Paz, y regidor perpetuo de la ciudad del Cuzco, para que recogiese todas las comidas necesarias y previniese las municiones y armas que fuesen menester. También fue Martín García de Loyola, caballero vizcaíno, y que después fue del hábito de Calatrava, capitán de la guarda del Visorrey, y llevó consigo en su capitanía veinte y ocho soldados sobresalientes, hijos de vecinos y de conquistadores de este Reino, y algunos caballeros principales, que quisieron en esta jornada servir a Su Majestad, acudiendo a su obligación de tales. Entre ellos fue Don Jerónimo Marañón y Don Francisco de Mendoza, dicho comúnmente el del Paraguay, por haber nacido allí, hermano de Don Diego de Mendoza, a quien después el virrey Don Francisco de Toledo degolló en Chuquisaca. Por otra parte, el Virrey, porque mejor se pudiese hacer la guerra y los indios viéndose acometidos por tantos lados desmayasen, envió a Gaspar Arias de Sotelo, natural de Zamora, un caballero de los más principales del Reino, deudo muy cercano del virrey Blasco Núñez Vela, y que en todas ocasiones había servido a Su Majestad desde la tiranía de Gonzalo Pizarro, hombre de gran valor y presumptión. Fue con él por capitán suyo Nuño de Mendoza con otros muchos vecinos del Cuzco y hasta cien soldados, y llevaron orden que si Martín Hurtado de Arbieto muriese en la jornada fuese General Supremo el Gaspar Arias de Sotelo. Entró por Cocha Caxas y Curabamba, que es el camino Real de Lima al Cuzco, antes de llegar a Amancay, encomienda suya, y caminando por montañas cerradas y sendas fragosas, salió a Pampaconac, lugar frigidísimo, doce leguas de Vilcabamba la vieja, donde los Yngas tenían su asiento y corte, y allí hicieron alto, habiendo para ello los vecinos y consultores tratádolo y considerádolo para ver lo que convenía hacer. También envió el virrey indios amigos de guerra, que ayudasen a los españoles en la jornada, y fue de los orejones del Cuzco por General Don Francisco Cayo Topa, el cual llevó a su cargo mil y quinientos indios de guerra de todas las provincias del contorno del Cuzco. De los cañares y mitimas. Fue General Don Francisco Chilche, cacique del valle de Yucay, el que dijimos se había sospechado haber dado ponzoña a Cayre Topa y muértole, por lo cual estuvo preso un año en el Cuzco, llevó a su orden quinientos indios de pelea, con sus armas muy bien aderezados. Caminó con buen orden el campo pasada la puente sin tener impedimento ninguno hasta llegar tres leguas de Vitcos y Puquiura, donde está un paso malo y fragoso, en una montaña cerrada y dificultosa de atravesar, que se dice Quinua Racay y Cuyauchaca, y allí le dieron al capitán Martín García de Loyola, de las tres compañías de don Antonio Pereyra y Martín de Menesses y Ordoño de Valencia, treinta soldados, que se juntasen con los veinte y ocho que él tenía consigo, porque era poca gente. El postrero día de Pascua de Espíritu Santo, en el asiento y pasada dicha de Cuyauchaca, los capitanes de los Ingas, Colla Topa y Paucar Unya, orejones, y Cusi Paucar Yauyo y otros capitanes, habiendo hecho junta de su gente, les pareció ser aquel lugar oportuno para desbaratar a los españoles y destruirlos, pues la dificultad y aspereza de la tierra era en su favor para su intento. Así se ordenaron a su usanza para dar la batalla, y por causa del paso malo y montaña, Martín García de Loyola, que iba de vanguardia con don Francisco Cayotopa y don Francisco Chilche, con quinientos indios amigos, empezó a pelear y se dividió su gente en tres partes, a causa que los indios tenían puestas en el suelo muchas puntas de palmas, y sembradas muy espesas para que los españoles, yendo a embestir, se hincasen y muchos lazos de vejucos para que se enlazasen y cayesen. Peleóse con gran porfía de una parte y otra, y Martín García de Loyola se vio en un evidentísimo peligro de la muerte, porque estando peleando salió un indio enemigo de tan gran disposición de cuerpo y fuerza, que parecía medio gigante, y se abrazó con él por encima de los hombros que no le dejaba rebullirse, pero socorrióle un indio amigo, de los nuestros, llamado Currillo, que llegó con un alfange y le tiró una cuchillada a los pies, que se los derribó, y segundando otra por los hombros le abrió, de suerte que cayó allí muerto, y así, mediante este indio, se libró de la muerte el capitán Martín García de Loyola, que cierto fue hazaña digna de poner en historia el ánimo y presteza con que Currillo quitó la vida al medio gigante de dos cuchilladas, y salvó a su capitán. Duró la batalla dos horas y media, con grande tesón de los indios y muestras de mucho ánimo y valor, pero estando en lo más riguroso, dieron un arbuzazo a un capitán de los Ingas, indio muy valiente y animoso, llamado Parinango, que era general de los cayambis, y cayó muerto, y con él Matas Inga, otro capitán, y muchos indios de brío, con lo cual perdieron ánimo y se retiraron, y así los españoles vencieron. Fue esta victoria tercero día de Pascua de Espíritu Santo, a las tres de la tarde, y los indios desbaratados se fueron, poco a poco, retirándose por los cerros y se metieron en la montaña, y por esta ocasión se escaparon muchos dellos. Habida la victoria, al segundo día que hicieron alto, mandó el general Martín Hurtado de Arbieto siguiesen buscando camino, por donde se pudiese salir de la montaña sin que en ella peligrase la gente, que en lo interior della podían estar ocultos los indios, como diestros de los pasos y veredas, porque en la batalla pasada mataron con galgas, que de una ladera echaron, yéndose retirando los indios, a los soldados, llamados Gonzalo de Ribadeneyra y Gonzalo Pérez, españoles. Los cuales enterraron en el mismo camino y les pusieron dos cruces, porque no hallaron otro lugar en el puesto más comodo y aparejado para enterrarlos. Así deseaba el general excusar todo lo posible dar en alguna emboscada de indios, donde le matasen algunos españoles, y así anduvieron soldados españoles con indios amigos de unas partes a otras, buscando salida de aquella montaña tan cerrada.