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Pontificado y cultur

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En el plazo de un mes, de finales de mayo a fines de junio de 1423, se producen acontecimientos de excepcional importancia que modifican totalmente el panorama internacional. Moría Benedicto XIII en Peñíscola, seguramente el 23 de mayo, abriendo una fugaz esperanza de que, finalmente, se cerrarían las difíciles circunstancias iniciadas en la doble elección de 1378. Sólo unos días después, el 10 de junio, tres de los cuatro cardenales promovidos, seis meses antes, por el fallecido Pontífice procedían a la elección de quien, en adelante, se llamará Clemente VIII. Sólo unos días después, Alfonso V ordenaba a sus súbditos prestar obediencia al recién elegido. La decisión resulta incomprensible si no se tienen en cuenta los simultáneos acontecimientos napolitanos: un levantamiento popular antiaragonés ponía a Alfonso V en serias dificultades. Siguió una dura represión aragonesa, que obligó a la reina, instigadora de la misma, a abandonar Nápoles; para Alfonso V, la diplomacia de Martín era también responsable de lo sucedido. Por ello, el monarca aragonés daba el visto bueno a una nueva elección, impensable sin su consentimiento, y resucitaba el Cisma, sin otro interés que disponer de elementos de presión que emplear contra el Pontificado en la escena política italiana. Una escena que se complicaba con el reconocimiento, por la reina Juana, de Luis III como su sucesor en el trono napolitano, desconociendo aquél otro favorable al monarca aragonés.

La situación política castellana completa ese panorama. El esquema ideado por Fernando de Antequera, según el cual sus hijos controlarían la política castellana, se estaba resquebrajando a causa del enfrentamiento entre dos de ellos, Enrique y Juan; sobre ese enfrentamiento estaba edificando su fortuna política don Alvaro de Luna. En relación con el Pontificado, el gobierno de don Alvaro de Luna constituiría el más firme soporte, lo que encajaba perfectamente con la ya tradicional posición castellana de apoyo a la autoridad pontificia, anterior a Constanza, pero netamente mostrada allí y sostenida posteriormente. A todas estas dificultades añadía Alfonso V la escasez de recursos económicos y la creciente resistencia de sus súbditos a proporcionar nuevos fondos para la aventura italiana. Era preciso retornar a Aragón para disponer favorablemente la situación interna y los intereses familiares en Castilla. El panorama que Alfonso V halla en su Reino es muy contrario a los proyectos italianos del monarca y abiertamente hostil a una nueva erupción cismática. Ese contradictorio ambiente se ve reflejado en el desarrollo de la compleja legación que el cardenal Pedro de Foix desarrolla en Aragón entre enero de 1425 y noviembre de 1429; la búsqueda de una vía de entendimiento, largamente negociada, conducirá a la final extinción del Cisma. Las negociaciones están llenas de fracasos y sucesivos retrocesos, en los que Alfonso V se mueve con extraordinaria habilidad con el único objetivo de lograr las máximas ventajas para su Monarquía: ofrece siempre la solución del conflicto, pero la retrasa todo lo posible; reclama un acuerdo, pero multiplica las trabas hasta el infinito.

Casi un año, hasta abril de 1425, transcurre hasta que el rey accede a las peticiones de entrevista presentadas por el legado. Alfonso V se quejará de la hostilidad de Martín a su política italiana y del apoyo que prestaba a sus enemigos los Anjou; Pedro de Foix hará protestas de la buena voluntad papal y de la violencia de Alfonso V contra los napolitanos y contra el Pontificado mismo, resucitando un Cisma que parecía finalmente superado. Como una prueba de fuerza de Alfonso V, el 19 de mayo de 1426, con casi tres años de retraso, tenía lugar la coronación del Papa de Peñíscola. No cabe dude alguna acerca del carácter instrumental del titulado Clemente VIII al servicio de la política de Alfonso V, decidido a una acción de envergadura: cuando el representante pontificio amenazó con penas canónicas contra los protectores de cismáticos, el monarca contestó que, de acuerdo con lo establecido en el Concilio de Constanza, es al concilio a quien corresponde entender en las cuestiones relativas al Cisma. La advertencia es todo un avance de futuro en el que el monarca aragonés utilizará la amenaza conciliarista al servicio de sus intereses políticos. Prosiguen los contactos en los meses siguientes; Alfonso V se muestra dispuesto a una ruptura total, pero en realidad sólo trata de ejercer la máxima presión para obtener las mayores concesiones en la política italiana. Finalmente, en mayo de 1427, Pedro de Foix abandonaba Aragón, aparentemente concluida su legación, aunque con cordiales relaciones personales que permiten vislumbrar la posibilidad de futuro diálogo.

Lo que sigue es casi una rendición real. Inmediatamente, Alfonso V solicitó el regreso del legado, prácticamente formalizado a finales de junio, aunque habrá que esperar otro mes más para la reanudación efectiva de la legación. Una cosa era hacer demostraciones de fuerza y otra muy distinta aparecer como solitario soporte de un nuevo Cisma; en cambio, en el conciliarismo, compartido por otros muchos, hallaría el rey un eficaz instrumento. La negociación ofreció todavía considerables dificultades; no se trata de diferencias de fondo, sino de demostraciones de fuerza para obtener las máximas concesiones del oponente. Para Pedro de Foix los objetivos eran la extinción del Cisma, regulación de las relaciones entre Aragón y la sede apostólica y ordenación de la política italiana. Alfonso V exigía una plena justificación de su actuación, de forma que nada impidiese su presencia futura en Italia, y obtener las máximas concesiones, especialmente en materia económica, dadas sus acuciantes necesidades. A finales de octubre de 1427 se firmaron en Valencia unos proyectos de acuerdo, para cuya elaboración final el legado se trasladó a Roma; allí permaneció todo el año 1428, regresando a comienzos del año siguiente con calculada lentitud. Por entonces, Alfonso V había decidido que la guerra era el único medio de garantizar los intereses familiares en Castilla, y se hallaba haciendo importantes preparativos. Las negociaciones finales volvieron a experimentar nuevas dificultades que parecían abocar a una nueva ruptura.

El acuerdo llegó sorprendentemente el 16 de junio de 1429. Aunque nada se dice en el texto oficial del mismo, sabemos su precio: Pedro de Foix acompañó al ejército aragonés en la invasión de Castilla. Todo un golpe de efecto: un legado apostólico acompañaba al ejército de una Monarquía casi hostil en su acción contra otra que era el mejor apoyo del Pontificado. La acción del legado consistió en interponerse entre los dos contendientes tratando de lograr la paz, lo cual era un nuevo servicio a Alfonso V, que deseaba terminar honorablemente su demostración de fuerza sin llegar a la guerra. El riesgo de esta conducta del legado, que sorprendió a los castellanos y al propio Martín V, estaba plenamente justificado porque, a cambio, Aragón abandonaba definitivamente a Clemente VIII. Al cabo de un mes, el 26 de julio, Gil Sánchez Muñoz, titulado Clemente VIII, abandonaba su dignidad, mientras sus cardenales, reunidos en cónclave, elegían a Martín V. Así concluía el último episodio del Cisma. Pedro de Foix abordaba a continuación, en un concilio de la Iglesia aragonesa, reunido en Tortosa entre septiembre y noviembre de este año, la reforma de esta Iglesia: se adoptaron decisiones sobre la reforma moral del clero, sobre la formación de los laicos en la fe y, sobre todo, respecto a la jurisdicción eclesiástica, seriamente afectada por las pasadas tensiones. Por su parte, Alfonso V trató de resolver, del modo más rápido posible, las cuestiones castellanas y los problemas internos de Aragón para volver de nuevo a la política italiana. Contaba con renovados recursos económicos, fruto de la legación, y, sobre todo, con la garantía que significaban las nuevas relaciones de amistad con Martín V.

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