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Datos principales
Rango
vida cotidiana XVIII
Desarrollo
Dada su trascendencia individual y comunitaria, el matrimonio se ve regulado a un tiempo por la sociedad, la Iglesia y el Estado, que, además, asumen conjuntamente la labor de su defensa. Desde el punto de vista religioso, los rasgos que definen la unión matrimonial durante el siglo XVIII son los establecidos dos centurias antes. Para los católicos se trata de un sacramento indisoluble, basado en el consentimiento mutuo de los contrayentes, que son sus ministros. En consecuencia, se condena el adulterio y no se admite el divorcio, todo lo más, la separación de cuerpos que no da derecho a nuevas uniones. Su fin está en la procreación de los hijos , sólo ella legitima la relación carnal de los esposos. De ahí, el anatema que cae sobre el aborto, el infanticidio y hasta la mera contracepción, siempre que ésta no sea fruto de la abstinencia. Los protestantes, por su parte, pese a haber reducido la unión matrimonial a un mero contrato, no por ello resultan menos estrictos a la hora de definir sus rasgos. Condenan, igualmente, el adulterio y mantienen duras posiciones respecto al divorcio, si bien lo admiten en los casos extremos de ser algún miembro de la pareja adúltero reconocido o haber abandonado el hogar. Las relaciones de los esposos, asimismo, han de dirigirse a engendrar nueva vida, por lo que se condenan el aborto, el infanticidio y se acepta, como único medio de contracepción, el abstenerse. Mas, en este punto existe una diferencia en las posiciones de las dos Iglesias.
El protestantismo considera el acto sexual un donde Dios y, por tanto, con justificación propia, independiente de su objetivo, e insiste en que se procreen sólo los hijos que puedan cuidarse. Desde el punto de vista social, al matrimonio también se le supone como fin natural la procreación y el cuidado de los hijos hasta ser capaces de atender sus necesidades. Además, sirve para asegurar la herencia y evitar la fornicación. Como en siglos anteriores, constituye un acontecimiento familiar importante que había de prepararse con esmero entre los grupos sociales acomodados e, incluso, planificarse mediante negociaciones en las que estaba permitido todo tipo de estrategias, desde la intriga a la mediación. La norma común es la de buscar pareja dentro del propio estrato socio-profesional. Esta homogamia alcanza su máxima expresión en el seno de la burguesía y, sobre todo, de la nobleza , para la que es otro medio de defender privilegios y frenar el ascenso social de aquélla. Es, de igual modo, entre estos grupos donde se deja sentir más otra regla común de la que a duras penas escapan los pobres, por carecer de bienes económicos, y los huérfanos. Nos referimos al control paterno en el momento de elegir cónyuge, especialmente cuando se trata de las hijas. Apenas cuenta en estos momentos la voluntad de los contrayentes, que a veces ni siquiera se conocen hasta la boda; son los intereses familiares los que se imponen.
Ahora bien, junto a este modelo de comportamiento, mayoritariamente aceptado, exaltado aún por el teatro de la calle y la literatura popular , la centuria ilustrada nos va a proponer otro en el que la conveniencia familiar, el nacimiento o la fortuna dejan de ser los motivos únicos que conducen al matrimonio. En su lugar se coloca el afecto que puedan profesarse los futuros cónyuges, algo considerado, hasta el momento, secundario e, incluso, sin importancia. Un afecto que se convierte en valor absoluto y para el que se reclama el respeto de los mayores. Un afecto que conduce a anteponer la voluntad de los hijos al deseo de los padres y a las conveniencias sociales en el momento de elegir pareja. Esta es la propuesta que recoge Moratín en su teatro -El sí de las niñas- o Richardson en sus novelas -Pamela, Clarisa-. Un afecto, en fin, que Armstrong define como "...amor de clase media, la materia de la que están hechas las familias modernas". Para Shorter este hecho es el fruto de las transformaciones sociales que ocurren en el paso a la sociedad industrial . Stone y Elías, por el contrario, lo consideran la culminación de un proceso iniciado en el siglo XVI, roto hacia 1560 con el triunfo de la sociedad de rango, que da relevancia a la pareja al tiempo que reprime las relaciones fuera de ella, y que se reinicia en ciertos Estados europeos hacia 1747-1760, cuando el relajamiento religioso unido al triunfo del hedonismo crean un clima sexual más permisivo, llevado a sus extremos por la aristocracia, y unas condiciones favorables a que nazca el ideal del matrimonio por amor.
Prueba de la nueva situación es el aumento, a fines del siglo XVIII y en las grandes ciudades , del número de parejas que no legalizan su unión por la vicaría, proceso favorecido por cuestiones económicas y el desligue de la comunidad de origen que permite la emigración. Asimismo, durante la segunda mitad de la centuria se detecta en Gran Bretaña un incremento de los matrimonios realizados según fórmulas consuetudinarias no eclesiásticas, a fin de evitar el reforzamiento de la autoridad paterna que había supuesto la prohibición en 1754 de los matrimonios clandestinos. Por su parte, André Burguière estima que el único campo donde parece ser realidad la evolución de las mentalidades propuesta por la literatura es en el incremento experimentado, desde la mitad del Setecientos, por la ilegitimidad y las concepciones prenupciales, signos ambos de la existencia de relaciones amorosas anteriores a la vida conyugal aún en contra de la norma religiosa y el sentir mayoritario. En el primer caso, acaban mal; en el segundo, sólo suponen un adelanto a la bendición social. El cambio en el motivo último del matrimonio, va a ir acompañado de la propuesta de un nuevo modelo de hogar que se extenderá a grupos sociales muy diversos. En él, las formas que reviste el intercambio sexual y los ideales a que deban tender en su comportamiento los esposos se redefinen. Al hombre le corresponderá aportar los ingresos para el sostenimiento material de la familia; la mujer se encargará de transformarlos en calidad de vida para el grupo.
Su misión será la de gobernar la casa, tratar a los criados, supervisar a los hijos, cuidar a los enfermos y hasta planificar el entretenimiento de todos. Como es fácil imaginar, poco encaja con estos cometidos el ideal aristocrático vigente de mujer ociosa, superficial, a la que una generosa dote permite exigir una vida ostentosa. Por ello, queda convertido, poco a poco, en un modelo desfasado frente al cual emerge, exaltado y promovido por los libros de instrucción para niñas, el de la mujer educada de forma discreta, modesta y frugal; en la que el valor fundamental es su feminidad, antes que los signos del estamento, y que destaca sus cualidades diferenciadoras respecto al hombre. Éstas no son otras que las de: modestia, frugalidad, discreción, regularidad. Todas, con el tiempo, acabarán definiendo también al hogar . Además, se va a producir una inversión de los términos en que se habían expresado las condiciones de los sexos desde la Edad Media al menos. Por vez primera, a los hombres se les considera espiritualmente inferiores y más lascivos, lo que lleva a liberarlos del peso de la constancia moral pues carecen de cualidades para mantenerla. Se les pide que sean virtuosos, pero si no lo son no dejan por ello de ser hombres, pues el valor de su masculinidad reside en su voluntad de poder. Las mujeres, al contrario, reputadas por naturaleza espiritualmente superiores y menos lascivas, se convierten en seres con capacidad suficiente para controlar sus instintos y ese poder de su conciencia moral sobre la mente y el corazón las hace puras. Ellas no sólo deben de, sino que tienen que ser virtuosas, pues el valor de la feminidad se identifica con el valor moral, con la fuerza interior para mantener su pureza. Perder ésta equivale a dejar de ser mujer. De tal idea sobre la pureza femenina nacerá, por extensión, a fines del siglo XVIII, la de las mujeres como madres morales, creadoras e instructoras de una conciencia en los hijos que triunfará en la centuria posterior. A ello contribuirá, de forma decisiva, el alejamiento físico del padre por motivos laborales, que hace recaer sobre aquéllas la tarea educativa.
El protestantismo considera el acto sexual un donde Dios y, por tanto, con justificación propia, independiente de su objetivo, e insiste en que se procreen sólo los hijos que puedan cuidarse. Desde el punto de vista social, al matrimonio también se le supone como fin natural la procreación y el cuidado de los hijos hasta ser capaces de atender sus necesidades. Además, sirve para asegurar la herencia y evitar la fornicación. Como en siglos anteriores, constituye un acontecimiento familiar importante que había de prepararse con esmero entre los grupos sociales acomodados e, incluso, planificarse mediante negociaciones en las que estaba permitido todo tipo de estrategias, desde la intriga a la mediación. La norma común es la de buscar pareja dentro del propio estrato socio-profesional. Esta homogamia alcanza su máxima expresión en el seno de la burguesía y, sobre todo, de la nobleza , para la que es otro medio de defender privilegios y frenar el ascenso social de aquélla. Es, de igual modo, entre estos grupos donde se deja sentir más otra regla común de la que a duras penas escapan los pobres, por carecer de bienes económicos, y los huérfanos. Nos referimos al control paterno en el momento de elegir cónyuge, especialmente cuando se trata de las hijas. Apenas cuenta en estos momentos la voluntad de los contrayentes, que a veces ni siquiera se conocen hasta la boda; son los intereses familiares los que se imponen.
Ahora bien, junto a este modelo de comportamiento, mayoritariamente aceptado, exaltado aún por el teatro de la calle y la literatura popular , la centuria ilustrada nos va a proponer otro en el que la conveniencia familiar, el nacimiento o la fortuna dejan de ser los motivos únicos que conducen al matrimonio. En su lugar se coloca el afecto que puedan profesarse los futuros cónyuges, algo considerado, hasta el momento, secundario e, incluso, sin importancia. Un afecto que se convierte en valor absoluto y para el que se reclama el respeto de los mayores. Un afecto que conduce a anteponer la voluntad de los hijos al deseo de los padres y a las conveniencias sociales en el momento de elegir pareja. Esta es la propuesta que recoge Moratín en su teatro -El sí de las niñas- o Richardson en sus novelas -Pamela, Clarisa-. Un afecto, en fin, que Armstrong define como "...amor de clase media, la materia de la que están hechas las familias modernas". Para Shorter este hecho es el fruto de las transformaciones sociales que ocurren en el paso a la sociedad industrial . Stone y Elías, por el contrario, lo consideran la culminación de un proceso iniciado en el siglo XVI, roto hacia 1560 con el triunfo de la sociedad de rango, que da relevancia a la pareja al tiempo que reprime las relaciones fuera de ella, y que se reinicia en ciertos Estados europeos hacia 1747-1760, cuando el relajamiento religioso unido al triunfo del hedonismo crean un clima sexual más permisivo, llevado a sus extremos por la aristocracia, y unas condiciones favorables a que nazca el ideal del matrimonio por amor.
Prueba de la nueva situación es el aumento, a fines del siglo XVIII y en las grandes ciudades , del número de parejas que no legalizan su unión por la vicaría, proceso favorecido por cuestiones económicas y el desligue de la comunidad de origen que permite la emigración. Asimismo, durante la segunda mitad de la centuria se detecta en Gran Bretaña un incremento de los matrimonios realizados según fórmulas consuetudinarias no eclesiásticas, a fin de evitar el reforzamiento de la autoridad paterna que había supuesto la prohibición en 1754 de los matrimonios clandestinos. Por su parte, André Burguière estima que el único campo donde parece ser realidad la evolución de las mentalidades propuesta por la literatura es en el incremento experimentado, desde la mitad del Setecientos, por la ilegitimidad y las concepciones prenupciales, signos ambos de la existencia de relaciones amorosas anteriores a la vida conyugal aún en contra de la norma religiosa y el sentir mayoritario. En el primer caso, acaban mal; en el segundo, sólo suponen un adelanto a la bendición social. El cambio en el motivo último del matrimonio, va a ir acompañado de la propuesta de un nuevo modelo de hogar que se extenderá a grupos sociales muy diversos. En él, las formas que reviste el intercambio sexual y los ideales a que deban tender en su comportamiento los esposos se redefinen. Al hombre le corresponderá aportar los ingresos para el sostenimiento material de la familia; la mujer se encargará de transformarlos en calidad de vida para el grupo.
Su misión será la de gobernar la casa, tratar a los criados, supervisar a los hijos, cuidar a los enfermos y hasta planificar el entretenimiento de todos. Como es fácil imaginar, poco encaja con estos cometidos el ideal aristocrático vigente de mujer ociosa, superficial, a la que una generosa dote permite exigir una vida ostentosa. Por ello, queda convertido, poco a poco, en un modelo desfasado frente al cual emerge, exaltado y promovido por los libros de instrucción para niñas, el de la mujer educada de forma discreta, modesta y frugal; en la que el valor fundamental es su feminidad, antes que los signos del estamento, y que destaca sus cualidades diferenciadoras respecto al hombre. Éstas no son otras que las de: modestia, frugalidad, discreción, regularidad. Todas, con el tiempo, acabarán definiendo también al hogar . Además, se va a producir una inversión de los términos en que se habían expresado las condiciones de los sexos desde la Edad Media al menos. Por vez primera, a los hombres se les considera espiritualmente inferiores y más lascivos, lo que lleva a liberarlos del peso de la constancia moral pues carecen de cualidades para mantenerla. Se les pide que sean virtuosos, pero si no lo son no dejan por ello de ser hombres, pues el valor de su masculinidad reside en su voluntad de poder. Las mujeres, al contrario, reputadas por naturaleza espiritualmente superiores y menos lascivas, se convierten en seres con capacidad suficiente para controlar sus instintos y ese poder de su conciencia moral sobre la mente y el corazón las hace puras. Ellas no sólo deben de, sino que tienen que ser virtuosas, pues el valor de la feminidad se identifica con el valor moral, con la fuerza interior para mantener su pureza. Perder ésta equivale a dejar de ser mujer. De tal idea sobre la pureza femenina nacerá, por extensión, a fines del siglo XVIII, la de las mujeres como madres morales, creadoras e instructoras de una conciencia en los hijos que triunfará en la centuria posterior. A ello contribuirá, de forma decisiva, el alejamiento físico del padre por motivos laborales, que hace recaer sobre aquéllas la tarea educativa.