El estilo árabe-bizantino
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Rango
Arte Español Medieval
Desarrollo
A finales del siglo XIX los investigadores españoles usaban una etiqueta que describía bien las características de lo que hoy llamamos arquitectura paleoislámica, pues ellos la llamaban árabe-bizantina, asociando en un solo concepto la expresión literaria de aquella cultura y los rasgos más característicos de su apariencia, como fueron los órdenes clásicos y la decoración, especialmente la de mosaico, que, como sabemos, fue diseñada y fabricada por artistas bizantinos contratados para la ocasión; hoy, al olvidar esta terminología, reforzamos la idea de que lo árabe fue apenas un timbre de falsa cercanía a los orígenes geográficos del Islam y a la aristocracia dominante, y que lo bizantino fue sólo uno de los ingredientes. Preferimos el término paleoislámico para explicar que aquello fue, sobre unos innegables mecanismos parasitarios, lo bastante original como para olvidarnos, incluso, de tanta referencia a ecos de romanidad tardía o la tópica metáfora de que estamos en presencia del último edificio romano... aunque construido para musulmanes. La impresión de romanidad, los ecos bizantinos e incluso lo árabe se disipan, por simbiosis primero y fusión después, al entrar en ese pórtico que llamamos capilla de Villaviciosa. Vamos a detenernos por un instante y observemos, auxiliados por la fe de quienes creen en los planos, que esta ampliación es, más que una prolongación de la misma profundidad de la aljama del siglo VIII , una nueva mezquita , de las que las fases anteriores y posterior son sólo como unas extensiones simplificadas; visto de otra manera es como si a la Sala de Oración se le hubiese añadido una gran maqsura, de un lujo y unas dimensiones colosales.
Por lo pronto su planta ya no es una simple yuxtaposición de naves, sino que destaca una ordenación, en forma de letra T, de la que esta antigua capilla ocupa el punto más bajo del trazo vertical, mientras la auténtica maqsura se desarrolla en el más alto y los brazos del corto. A esta novedad esencial se unen algunas otras variaciones, todas ellas meditadas y sutiles; así alternan al tresbolillo los fustes de mármol rosado con los verdosos. Como el nuevo mihrab fue muy profundo, el muro de la qibla pudo duplicarse, y así hubo sitio para alojar el tesoro, el alminbar e incluso dar forma definitiva al sabat, como veremos. En esta capilla podemos admirar la primera de las cúpulas califales; fíjate que los arcos que la sustentan, además de una intensa decoración general, son de un tipo nuevo, al menos dos de ellos, pues de los otros, el que hemos pasado y el que queda a nuestra derecha, ya hablaremos. Para empezar observa que cada tramo lo forman tres columnas, algo más juntas que hasta el presente, y cuyos pilares superiores, ya conocidos en la primera aljama, ostentan ahora columnillas auxiliares, sobre las que montan los consabidos arcos altos, que apenas si se identifican, pues las que antes eran sencillas herraduras de entibo, ahora se han transformado en arcos lobulados, que más arriba, sobre la cornisa general que enlaza los capiteles de las columnillas, dan soporte a otros, que se cruzan con los altos obedeciendo las que los especialistas llaman leyes del lazo, y todos juntos dan arriostramiento a un gran arco lobulado que tiene toda la luz de la nave central.
Aún más arriba existe una cornisa general que marca el rectángulo sobre el que monta la cúpula, sostenida por ocho nervios, paralelos dos a dos, que nacen limpiamente de la cornisa y, como si los hubiese diseñado un profesor de Geometría Descriptiva en la pantalla de su ordenador, se cruzan con absoluta precisión en cuatro puntos precisos. Los espacios resultantes se cierran con formas variadas, desde la cupulilla central, que es gallonada y arranca sobre un octógono fabricado sobre cuatro triángulos rinconeros, hasta otras cupulitas de nervios paralelos, lobulados o lisos, algunas gallonadas de planta triangular y desarrollo inclinado, diversas estrelladas, etc. Te señalo dos cuestiones más, como son las dieciséis ventanas que se abren, sin mucha eficacia, entre los arranques de los nervios principales, y la prolija decoración llamada de atauriques, que son unas flores, frutos, hojas y ramas, muy menudos y esquemáticos, labrados en dos planos esenciales, y que respetan simetrías planas y una rigurosa alternancia a la hora de entrecruzarse, según las leyes del lazo. Con esto no agoto la descripción, pues seguramente en las fotografías y en tu memoria guardarás cantidad de detalles de la mayor sutileza y lógica constructiva y compositiva, resultados de un proceso de diseño que se mantiene en el más completo misterio. Si para la cuestión del acueducto podemos aducir precedentes, más o menos creíbles, para lo que estamos viendo ahora, y lo que nos falta por admirar en la maqsura, que entrevemos allí al fondo, no hay más que atisbos, mal aducidos y peor documentados, que han llevado a Marianne Barrucand a dudar, con toda razón, de todas las posibilidades que se les han ocurrido a los investigadores, para concluir: En todo caso, el maestro constructor de Al-Hakam II desarrolló una actividad extremadamente creativa, y en este sentido de igual calidad a los primeros arquitectos de finales del siglo XII.
Esta cita me recuerda que, a riesgo de aburrirte, debo hacer un paréntesis en el recorrido para recitar un cierto intermedio histórico. El proceso de esta obra comenzó inmediatamente tras la muerte del primer califa omeya de Córdoba, el tercer Abd al-Rahman de la dinastía, apodado al-Nasir, pues su hijo Al-Hakam decidió inmediatamente la nueva ampliación de la Sala, de modo que el 20 de julio del año 962 comenzaron los trabajos. Tres años después concluyó la decoración marmórea del nuevo mihrab; probablemente comenzaron en este momento los mosaicos, para lo que fueron llamados artesanos de Bizancio. Al año siguiente, al concluir la carpintería de la nueva maqsura, se situó en ella el alminbar, inaugurándose solemnemente la ampliación, cuyas obras complementarias continuaron con una acometida de agua para los aljibes del patio, y sólo en 971 se pudo dar por concluida la obra, cuando se terminaron los mosaicos de la fachada del mihrab y de la cúpula que le antecede, hacia la que vamos a caminar despacio, por la nueva nave central, en la que podemos admirar el suntuoso artesonado, rememoración del que existió hasta el siglo XVIII, y la decoración de la estructura de los arcos, adornados con pilastrillas de gusto romano. Todo lo que vemos y lo que vamos a ver, salvo las cuatro columnas que sirven de apoyo al marco del mihrab, todo lo que aquí se utilizó fue labrado para la ocasión. Mientras avanzamos advierte el ritmo del color de los fustes, parejo al cambio de los capiteles, pues alternan los corintios con los compuestos, aunque todos ellos sean una simplificación de los romanos, que habían descubierto lo hermosos que eran éstos antes de labrarles las prolijas hojas de acanto y las elaboradas molduras clásicas; en muchos, mira aquel de la izquierda, quedan firmas de los canteros que los labraron y que son dibujos muy simples o letrerillos árabes, pero que, como descubrió Ocaña, pertenecían en su mayoría a cristianos, lo que sugiere que sus autores serían mozárabes de la ciudad, intensamente asimilados por la cultura islámica, que en estos momentos era ya la de más de la mitad de la población andaluza.
Tras los brillos apagados de la techumbre, sobre aquella hilera de columnas, los arcos nos filtran una tenue luz entre las dovelas de sus entrecruzamientos, y todo anuncia que nos aproximamos a un lugar privilegiado, ante el cual siempre me pasa lo mismo, y es que me cuesta trabajo concentrarme en el análisis, pues los ojos vagan inquietos reconociendo flores de vidrio dorado, letreros que citan solemnes jaculatorias del Corán, según leía el sabio Ocaña; cenefas como de tiempos de Trajano o la figura precisa de la base de la cúpula gallonada. Tampoco puedo evitar la tentación de acariciar el brillo de un fuste, o una flor de ataurique, mientras el vacío denso del mihrab al que una cadenilla nos prohíbe entrar, atrae la mirada y las preguntas de los turistas, que suponen que este lugar mágico fue el escenario de algún rito maravilloso. Lo más sensato es que deambulemos según los demás turistas nos lo permitan, cuidando de no tropezar, cuando hipnotizados giremos admirando la cúpula; ten en cuenta que hoy es viernes y a esta hora no sería raro encontrarnos con algún señor que, descalzo, humildemente inclinado y con las palmas de las manos vueltas hacia su rostro, deletrea una oración incomprensible para nosotros; admiremos con respeto tanta fidelidad al genius locii, pues su oración, ante Allah, es perfectamente válida.
Por lo pronto su planta ya no es una simple yuxtaposición de naves, sino que destaca una ordenación, en forma de letra T, de la que esta antigua capilla ocupa el punto más bajo del trazo vertical, mientras la auténtica maqsura se desarrolla en el más alto y los brazos del corto. A esta novedad esencial se unen algunas otras variaciones, todas ellas meditadas y sutiles; así alternan al tresbolillo los fustes de mármol rosado con los verdosos. Como el nuevo mihrab fue muy profundo, el muro de la qibla pudo duplicarse, y así hubo sitio para alojar el tesoro, el alminbar e incluso dar forma definitiva al sabat, como veremos. En esta capilla podemos admirar la primera de las cúpulas califales; fíjate que los arcos que la sustentan, además de una intensa decoración general, son de un tipo nuevo, al menos dos de ellos, pues de los otros, el que hemos pasado y el que queda a nuestra derecha, ya hablaremos. Para empezar observa que cada tramo lo forman tres columnas, algo más juntas que hasta el presente, y cuyos pilares superiores, ya conocidos en la primera aljama, ostentan ahora columnillas auxiliares, sobre las que montan los consabidos arcos altos, que apenas si se identifican, pues las que antes eran sencillas herraduras de entibo, ahora se han transformado en arcos lobulados, que más arriba, sobre la cornisa general que enlaza los capiteles de las columnillas, dan soporte a otros, que se cruzan con los altos obedeciendo las que los especialistas llaman leyes del lazo, y todos juntos dan arriostramiento a un gran arco lobulado que tiene toda la luz de la nave central.
Aún más arriba existe una cornisa general que marca el rectángulo sobre el que monta la cúpula, sostenida por ocho nervios, paralelos dos a dos, que nacen limpiamente de la cornisa y, como si los hubiese diseñado un profesor de Geometría Descriptiva en la pantalla de su ordenador, se cruzan con absoluta precisión en cuatro puntos precisos. Los espacios resultantes se cierran con formas variadas, desde la cupulilla central, que es gallonada y arranca sobre un octógono fabricado sobre cuatro triángulos rinconeros, hasta otras cupulitas de nervios paralelos, lobulados o lisos, algunas gallonadas de planta triangular y desarrollo inclinado, diversas estrelladas, etc. Te señalo dos cuestiones más, como son las dieciséis ventanas que se abren, sin mucha eficacia, entre los arranques de los nervios principales, y la prolija decoración llamada de atauriques, que son unas flores, frutos, hojas y ramas, muy menudos y esquemáticos, labrados en dos planos esenciales, y que respetan simetrías planas y una rigurosa alternancia a la hora de entrecruzarse, según las leyes del lazo. Con esto no agoto la descripción, pues seguramente en las fotografías y en tu memoria guardarás cantidad de detalles de la mayor sutileza y lógica constructiva y compositiva, resultados de un proceso de diseño que se mantiene en el más completo misterio. Si para la cuestión del acueducto podemos aducir precedentes, más o menos creíbles, para lo que estamos viendo ahora, y lo que nos falta por admirar en la maqsura, que entrevemos allí al fondo, no hay más que atisbos, mal aducidos y peor documentados, que han llevado a Marianne Barrucand a dudar, con toda razón, de todas las posibilidades que se les han ocurrido a los investigadores, para concluir: En todo caso, el maestro constructor de Al-Hakam II desarrolló una actividad extremadamente creativa, y en este sentido de igual calidad a los primeros arquitectos de finales del siglo XII.
Esta cita me recuerda que, a riesgo de aburrirte, debo hacer un paréntesis en el recorrido para recitar un cierto intermedio histórico. El proceso de esta obra comenzó inmediatamente tras la muerte del primer califa omeya de Córdoba, el tercer Abd al-Rahman de la dinastía, apodado al-Nasir, pues su hijo Al-Hakam decidió inmediatamente la nueva ampliación de la Sala, de modo que el 20 de julio del año 962 comenzaron los trabajos. Tres años después concluyó la decoración marmórea del nuevo mihrab; probablemente comenzaron en este momento los mosaicos, para lo que fueron llamados artesanos de Bizancio. Al año siguiente, al concluir la carpintería de la nueva maqsura, se situó en ella el alminbar, inaugurándose solemnemente la ampliación, cuyas obras complementarias continuaron con una acometida de agua para los aljibes del patio, y sólo en 971 se pudo dar por concluida la obra, cuando se terminaron los mosaicos de la fachada del mihrab y de la cúpula que le antecede, hacia la que vamos a caminar despacio, por la nueva nave central, en la que podemos admirar el suntuoso artesonado, rememoración del que existió hasta el siglo XVIII, y la decoración de la estructura de los arcos, adornados con pilastrillas de gusto romano. Todo lo que vemos y lo que vamos a ver, salvo las cuatro columnas que sirven de apoyo al marco del mihrab, todo lo que aquí se utilizó fue labrado para la ocasión. Mientras avanzamos advierte el ritmo del color de los fustes, parejo al cambio de los capiteles, pues alternan los corintios con los compuestos, aunque todos ellos sean una simplificación de los romanos, que habían descubierto lo hermosos que eran éstos antes de labrarles las prolijas hojas de acanto y las elaboradas molduras clásicas; en muchos, mira aquel de la izquierda, quedan firmas de los canteros que los labraron y que son dibujos muy simples o letrerillos árabes, pero que, como descubrió Ocaña, pertenecían en su mayoría a cristianos, lo que sugiere que sus autores serían mozárabes de la ciudad, intensamente asimilados por la cultura islámica, que en estos momentos era ya la de más de la mitad de la población andaluza.
Tras los brillos apagados de la techumbre, sobre aquella hilera de columnas, los arcos nos filtran una tenue luz entre las dovelas de sus entrecruzamientos, y todo anuncia que nos aproximamos a un lugar privilegiado, ante el cual siempre me pasa lo mismo, y es que me cuesta trabajo concentrarme en el análisis, pues los ojos vagan inquietos reconociendo flores de vidrio dorado, letreros que citan solemnes jaculatorias del Corán, según leía el sabio Ocaña; cenefas como de tiempos de Trajano o la figura precisa de la base de la cúpula gallonada. Tampoco puedo evitar la tentación de acariciar el brillo de un fuste, o una flor de ataurique, mientras el vacío denso del mihrab al que una cadenilla nos prohíbe entrar, atrae la mirada y las preguntas de los turistas, que suponen que este lugar mágico fue el escenario de algún rito maravilloso. Lo más sensato es que deambulemos según los demás turistas nos lo permitan, cuidando de no tropezar, cuando hipnotizados giremos admirando la cúpula; ten en cuenta que hoy es viernes y a esta hora no sería raro encontrarnos con algún señor que, descalzo, humildemente inclinado y con las palmas de las manos vueltas hacia su rostro, deletrea una oración incomprensible para nosotros; admiremos con respeto tanta fidelidad al genius locii, pues su oración, ante Allah, es perfectamente válida.