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Arte Español Medieval

Desarrollo


Se sabe que los musulmanes, al instalarse en Córdoba, usaron para sus rezos colectivos dos descampados, que también servían para el inicio de sus temibles actividades militares: una muralla, situada justo al otro lado del puente romano y otra en el camino de Sevilla por la orilla de este lado del Guadalquivir. Con ello no hicieron sino seguir una vieja costumbre del Islam, que en sus primeros y belicosos tiempos prefirió para sus rezos un lugar despejado, fuera de las ciudades, a las que, al menos al comienzo, tan poco apego parecía tener, pues en ellas eran los musulmanes una minoría extranjera; cuando las conversiones ya habían incrementado su número y así se integraron más y más en Córdoba, adquirieron a los cristianos una parte de una iglesia, dedicada a San Vicente, cuya principal ventaja consistía en su proximidad al recinto militar, el Alcázar, en el que tenían establecida la guarnición y la residencia del gobierno de toda la Península Ibérica, que tan fácilmente habían dominado. Esto ocurrió cuarenta años después de la llegada y tuvo consecuencias notables; la primera fue que, como la iglesia estaba orientada hacia el nacimiento del sol, aproximadamente hacia nuestras espaldas según vamos caminando, ellos ocuparon la mitad sur, pues, aunque no obedecieron ni de lejos la directriz de rezar mirando a La Meca, seguían una cómoda tradición de los primeros tiempos, aprovechaban mejor el espacio y además se diferenciaban algo de sus vecinos y parientes cristianos, que oraban al otro lado del muro divisorio.

Por falta de lugar apropiado, las llamadas a la oración las hicieron desde una torre del inmediato recinto militar, lo que sugiere que en éste habitaría la mayoría de los musulmanes presentes en la ciudad. Quien mejor estudió este edificio provisional fue don Manuel Ocaña, que gustaba citar un texto que describía el precario desarrollo espacial de esta primera aljama, cuyos restos se excavaron hace muchos años y con escasos resultados. La cita es de al-Maqqarí y reza así: "Se contentaron los musulmanes con lo que poseían hasta que se acrecentó su número, aumentó la población de Córdoba y se aposentaron en ella los príncipes de los árabes; aquella mezquita les resultó entonces insuficiente y dedicándose a colgar en ella entarimado (saqifa) tras entarimado, donde estaban con la cabeza baja, hasta que supuso para la gente un penoso trabajo el llegar a entrar en la Mezquita Mayor, a causa de la contigüidad, insuficiencia de puertas y lo bajo del techo en aquellos entarimados, pues estaba éste tan cercano al piso, que a los más les era imposible ponerse normalmente de pie". Vistas las cosas así, no extrañará que el proceso siguiera imparable, a compás del prestigio de la nueva religión entre los cordobeses, que bien pronto se consideraron emparentados con los nuevos señores e incluso se inventaron nobles antepasados entre las tribus de Arabia, con olvido de su sangre romana y desprecio de sus abuelos cristianos. De genealogía bastante más fiable era un príncipe sirio que desembarcó en Almuñécar, en la actual provincia de Granada, el 14 de agosto del 755; se llamó Abd al-Rahman y tuvo el mote de "El Emigrado", pues venía huyendo de la matanza que, de mano de los Abbasíes, había acabado con la inmensa mayoría de su familia, los Omeyas.

Tras varias peripecias, cuando aún no había cumplido los veintiséis años, se apoderó de Córdoba, donde fue proclamado emir de todo Al-Andalus en aquella precaria aljama. La verdad es que se ocupó poquísimo de su capital y menos del edificio, pues bastante tarea tuvo durante largos años con mantenerse en el poder por la fuerza de las armas. Veinte años después, cuando ya era un hecho que se había quemado luchando por mantener y acrecentar sus dominios, se dedicó algo a la ciudad, restaurando el alcázar para su propio uso, y un poco a la piedad, como medida de seguridad ante la incertidumbre del Más Allá. En el año 785 adquirió a los mozárabes, es decir, a los cristianos que permanecieron en Córdoba, el resto de la iglesia y quizá el conjunto de edificios anejos y el probable cementerio que en los alrededores existiría; entonces procedió a demolerlo todo, invirtiendo en esta tarea, en la nivelación del declive del terreno, en la apertura de cimientos y en la construcción propiamente dicha bastantes años, pues el edificio, pese a ser inaugurado antes de su muerte, el 30 de septiembre del año 788, no se concluyó hasta unos años después. Da la impresión de que su apertura vino dictada más por la proximidad del juicio de Allah que por los deseos del desconocido y genial arquitecto, que, según nuestra inveterada costumbre, tampoco cumpliría los plazos prometidos.

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