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CAPITULO XX Que trata de los diabólicos sacrificios que hacían y de quienes fueron los primeros predicadores de Nuestra Santa Fe Católica Las horas y momentos para el gobierno de la República eran desde la prima noche en que se tocaban desde los templos grandes bocinas, caracoles y trompetas de palo, que hacían terrible espanto y estruendo. Encendían lumbres en dichos templos los sacerdotes y tlamacazques y luego que esto pasaba se sosegaba todo. Siendo media noche, que llamaban los naturales yohualnepantlaticatla, tornaban a sonar las bocinas, trompetas de palo y caracoles marinos, y se hacía muy gran ruido y estruendo a voces y sonido de todas estas cosas para dar a entender que era la media noche. Lo propio se hacía el cuarto de alba, al salir del lucero, a las ocho del día, al mediodía y a la tarde. Desto servían los templarios. Este era su oficio y a todos estos tiempos y horas sahumaban e incensaban los altares e ídolos, donde perpetuamente no faltaba la lumbre. Los grandes recibimientos que hacían a los capitanes que venían y alcanzaban la victoria en las guerras, las fiestas y solemnidades con que se solemnizaban a manera de triunfo eran que los metían en andas en su pueblo, trayendo consigo a los vencidos. Para eternizar sus hazañas, se las cantaban públicamente y ansí quedaban memoradas; también se les memoraba con estatuas que les ponían en los templos. Los pleitos que trataban y contingencias que tenían se figuraban de plano por algunos viejos ancianos, que estaban para ello diputados en la República.

Ya dejamos referido cómo la lengua mexicana es la más amplia que se halla en estas partes y la más casta y pura, porque no se aprovecha de ninguna extraña, y cómo las otras extrañas se aprovechan de ella y de muchos vocablos. Tenían los naturales en su antigüedad adagios, proverbios y preguntas a manera de enigmas y adivinanzas muy compuestas en su lengua. Hablaban en jerigonza; usan de cuentos risueños, son muy grandes fabuladores, tienen sus fines y sentidos para doctrinarse y otros muchos entretenimientos. Entre muchas celebraciones de fiestas que hacían a sus ídolos, celebraban la de Tlaloc, al que atribuían ser el dios de las aguas y de los relámpagos, rayos y truenos. Teníanle un suntuosísimo templo, donde estaba dedicado, y se le celebraban dos fiestas en el año: a una llamaban fiesta mayor y la otra fiesta menor, a las cuales concurrían muchas gentes, a donde ofrecían gran suma de ofrendas, promesas y devociones que se cumplían, sin contar los demás crueles y sanguinolentos sacrificios de los hombres humanos, que sacrificaban con crueles cuchillos de pedernales, agudísimos y afilados, para abrilles aquellos pechos miserables y arrancalles los vivos corazones con las manos de los rabiosos carniceros y pésimos sacerdotes, los cuales apretaban con entreambas manos cuanto podían y se volvían al nacimiento del sol, a la parte del Oriente, alzando las manos en alto, y volviéndose al Poniente haciendo lo mismo y lo propio al mediodía y a la parte del Norte.

En todo este tiempo, los demás papas tlamazques incesaban con gran reverencia al demonio. Acabado esto, echaban el corazón en el fuego hasta que se quemaba y consumía. Contábame uno que había sido sacerdote del demonio, que después se había convertido a Dios y a su santa fe católica y bautizado, conociendo el gran bien que tenía, que cuando arrancaba el corazón de las entrañas y costado del miserable sacrificado era tan grande la fuerza con que pulsaba y palpitaba que le alzaba del suelo tres o cuatro veces hasta que se había el corazón enfriado. Acabado esto, echaban a rodar el cuerpo muerto, palpitando, por las gradas del templo abajo y por esta orden iban sacrificando y ofreciendo corazones al infernal demonio. Entre estos sacrificios y supersticiosas crueldades usaban de una para conocer si el demonio se aplacaba o condescendía con las cosas que le pedían y si venía en ello. Hacíanle una ofrenda de picietl molido y hecho harina y en polvo, que es una yerba a manera de beleño y estas hojas dicen que es yerba de grandes virtudes para muchas enfermedades, y como yerba tan preciada, ofrecíanla hecha harina, puesta en unos vasos grandes en los altares y poyos del templo entre las demás ofrendas, y de éstas del picietl, guardaban particularmente, porque si algún milagro había de haber, aquí más que en otro alguno lugar se veía, y era. Y ansí era que cuando acudían los sacerdotes a ver otros vasos, hallaban en ellos huella o pisadas señaladas de alguna criatura particularmente, y a las más veces pisadas de águila.

Cuando esto acaecía y en aquella hora y sazón, la manifestaban los sacerdotes al pueblo. Luego, con muy gran regocijo y solemnidad, haciendo gran ruido de trompetas y atabales, bocinas y caracoles y con todos los demás instrumentos de música que tenían, todo el pueblo se regocijaba con esta gran festividad que el demonio les manifestaba, y a este tiempo se manifestaba el oráculo de Tlaloc. Si alguien, insolentemente, con algún atrevimiento blasfemaba, decían que moría despedazado de rayos o muerte arrebatada, porque también decían que este lugar era tan inviolable que, si no eran sacerdotes, a este templo no podían llegar otras personas sin gran riesgo de sus vidas. Y estos rayos y fuego que caían del cielo eran sin nublados y en tiempo sereno. Cuando había falta de lluvias y había gran seca en la tierra y no llovía, se hacían rogativas y sacrificios a este ídolo Tlaloc. Decían los sacerdotes que aunque no lloviese, en porfiando había de llover, y entonces hacían sus ceremonias supersticiosas con mayor eficacia y fervor. Luego que la conquista de esta tierra pasó y se pacificó, vinieron tres religiosos, como atrás dejamos referido, de la orden de San Francisco, y los dos fueron sacerdotes y uno lego. El que era de misa se llamo Fray Juan, y del otro de los dos que quedaron no se tiene noticia de un nombre. El que era lego se llamó Fray Pedro de Gante, flamenco. El Fray Juan murió en la jornada de las Higueras cuando Cortés fue a ellas; y el otro en la ciudad de México.

Fray Pedro de Gante, el lego, vivió muchos años en la ciudad de México en la capilla del Señor San José, en el convento de San Francisco, donde, ansimismo, falleció después de haber doctrinado a los naturales con gran espíritu y fervor en muchas partes de esta Nueva España, enseñándoles a leer, escribir, tañer flautas, trompetas, ministriles y otras muchas cosas del ejercicio católico cristiano y virtuosas, porque le tuvieron por padre todos los mexicanos por habelles criado en tanta doctrina y pulicía cristiana humana. Y ansí, pasando adelante con nuestra relación, diremos de la grande admiración que los naturales tuvieron cuando vinieron estos religiosos, y cómo comenzaron a predicar el Santísimo y sagrado Evangelio de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Como no sabían la lengua, no decían sino que en el infierno, señalando la parte baja de la tierra con la mano, había fuego, sapos y culebras; y acabando de decir esto, elevaban los ojos al cielo, diciendo que un solo Dios estaba arriba, ansimismo, apuntando con la mano. Lo cual decían siempre en los mercados y donde había junta y congregación de gentes. No sabían decir otras palabras para que los naturales les entendiesen, sino era por señas. Cuando estas cosas decían y predicaban, el uno de ellos, que era un venerable viejo calvo, estaba en la fuerza del sol de mediodía con espíritu de Dios enseñando, y con celo de caridad diciendo estas cosas, y a media noche continuaba diciendo en muy altas voces que se convirtiesen a Dios y dejasen las idolatrías.

Cuando predicaban estas cosas decían los señores caciques: "¿Qué han estos pobres miserables? Mirad si tienen hambre y, si han menester algo, dadles de comer". Otros decían: "Estos pobres deben de ser enfermos o estar locos. Dejadlos vocear a los miserables, tomádoles a su mal de locura. Dejadlos estar y que pasen su enfermedad como pudieren. No les hagáis mal, que al cabo éstos y los demás han de morir de esta enfermedad de locura. Mirad, ¿habéis notado cómo a mediodía, a media noche y al cuarto del alba, cuando todos se regocijan, éstos dan voces y lloran? Sin duda ninguna es mal grande el que deben de tener, porque son hombres sin sentido, pues no buscan placer ni contento, sino tristeza y soledad."

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