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¿Patria o patrias de Colón? Empezando por el gran Almirante de las Indias Don Cristóbal Colón y siguiendo por sus hermanos, hijos, nietos y parientes colaterales, de unos a otros, sucesivamente, hasta los albores de la Edad contemporánea, todos practicaron la ambigüedad a la hora de matizar nacimiento, lugar de origen y primeros pasos del inventor de América. Don Cristóbal y sus hermanos se declararon insistente y machacosamente sólo extranjeros. Y extranjero era un término muy indeterminado que en Castilla abarcaba lo mismo a un genovés o portugués que a un aragonés o catalán. Los Colón no emplearon nunca la fórmula que era habitual para estos casos y que podía concretarse así: soy extranjero de Génova, de Venecia, florentino, etc., como hicieron muchos italianos aquí residentes. Esta indeterminación y falta de claridad de los mismos protagonistas ha dado alas, sobre todo, a los enemigos de la tesis genovesa. Su grito de guerra ha sido: ¿por qué durante las muchas oportunidades que tienen en España para confesar su origen, sea en declaraciones notariales, pleitos, cartas, etc., sólo dicen que son extranjeros, sin concretar más? Al son de una interrogante así los campanazos podían llegar muy lejos. Gran creador de confusiones fue don Hernando Colón, hijo natural del navegante y autor de una historia sobre su padre. Tal personaje, que vela en todo momento por la gloria paterna, que revisa y ordena --en muchos casos valdría decir desordena-- los papeles de su progenitor, estampilla estas frases sobre su lugar de nacimiento: Algunos, que en cierta manera piensan oscurecer su fama, dicen que fue de Nervi; otros, que de Cugureo, y otros de Buyasco, que todos son lugares pequeños, cerca de la ciudad de Génova y en su misma ribera; y otros, que quieren engrandecerle más, dicen que era de Savona, y otros que genovés; y aun los que más le suben a la cumbre, le hacen de Plasencia, en la cual ciudad hay algunas personas honradas de su familia, y sepulturas con armas y epitafios de Colombo4. He aquí un espléndido modelo de despiste y confusión. Cuando llegue la hora de disputar la cuna colombina este pasaje será un buen asidero para todos. A raíz del cuarto Centenario del Descubrimiento de América --décadas antes y décadas después de 1892-- se desató en Europa una desaforada pugna por buscarle patrias a Colón. Ya se sabe que en tales casos quien busca suele encontrar, a poco que tenga claros los objetivos. Y lo que muchos pretendían entonces era incorporar a los panteones de hombres ilustres de sus respectivas patrias --algunas nacientes-- a una celebridad como don Cristóbal Colón, hombre de moda en todo el mundo. Semejante fiebre iba muy unida a dos cuestiones que conviene tener presentes: el auge de los nacionalismos europeos y la apertura y ordenación de muchos archivos nacionales y locales. En tal ambiente brotaron algunos eruditos desaprensivos que buscando y rebuscando papeles viejos encontraban lo que querían, enrareciendo así el panorama histórico y trayendo como un zarandillo al apellido del descubridor. Tesis atrevidas por demás querían convertirlo en francés, inglés, griego y hasta suizo. No han merecido los honores de la refutacion por ser demasiado evidente su falta de consistencia. Nacieron como resultado de una extraña mezcla de leyendas, tradiciones y trabajo interesado de genealogistas, pero no pudieron sostenerse5. Tampoco faltaron los defensores del Colón castellano. En este sentido dos regiones, Galicia y Extremadura, rivalizaron por hacerlo suyo. La teoría del Colón gallego estuvo en candelero durante varias décadas (desde 1892 a 1929) siendo seguida con mucho interés especialmente por la importante colonia de emigrantes afincada en América. Su origen partió de una serie de documentos auténticos descubiertos en Pontevedra poco después de 1892. En ellos aparecían varios nombres y apellidos que podían ser perfectamente identificables con algunos de la familia Colón. En 1929 una comisión de expertos de la Real Academia de la Historia dictaminó que tales documentos habían sido manipulados en época reciente, y ciertas abreviaturas se habían interpretado arbitrariamente. En consecuencia, la investigación histórica debía rechazar tales pruebas. Y con el derrumbe de las pruebas la tesis quedó desarmada. La hipótesis sobre el Colón extremeño nació de una confusión geográfica al mezclar Plasencia de Extremadura con la Piacenza o Plasencia italiana, de la Lombardía. Se veía a Colón como miembro de una familia de judíos conversos que tuvo que emigrar de esa villa durante las luchas religiosas de mediados del siglo XV. Años antes de 1892 la isla de Córcega, espoleada por la pluma de dos abates corsos, quiso hacer suyo a don Cristóbal. El montaje de estos eclesiásticos --que tanto gustaron de oír algunos, incluido el gobierno francés, de quien dependía la isla-- duró poco. Algo más tardías, pero más constantes, han sido las hipótesis que hacen a Colón oriundo de tierras catalanas o mallorquinas. Luis de Ulloa6, en 1927, defendía el origen catalán del descubridor de América. Partía del apellido Colom, originario de Cataluña y que después se extenderla por el Mediterráneo (Mallorca, Génova, etc.), de los catalanismos sembrados en sus escritos, para continuar por caminos resbaladizos interpretando símbolos y enigmas colombinos con opinión muy particular, y dando por demostrado lo que con criterios imparciales cuesta muchísimo aceptar. A pesar de ello, la llama sigue viva aún en algunos. Y la tesis mallorquina ha recrecido en los últimos años7. En el recorrido de hipótesis y teorías que venimos exponiendo no podía faltar la del Colón portugués. Se ha de reconocer que no es opinión madrugadora (entre 1915-1930), pero cuando surge lo hace con el ambiente caldeado. Lo extraño --dice Ballesteros-- es que no apareciera antes. Sus defensores cayeron excesivamente en lo anecdótico (desciframiento de la misteriosa firma colombina). ¿Es acaso por ese cariz novelesco y fatuo por lo que no dio seguidores contumaces, a pesar de las bazas de que dispone esa tierra: portuguesismos de la lengua de Colón, estancia prolongada en Portugal, silencio absoluto de sus archivos aunque el personaje demostrara tener cierto relieve social?8. Por último, cerremos este apartado con la tesis del Cristóbal Colón genovés, que hasta la fecha es la más aceptada. Remontándonos todo lo que es posible en el tiempo, localizamos ya a principios del siglo XV a una familia Colombo en tierra de Génova9. Su repentina aparición ahí ha provocado en algunos historiadores la pregunta siguiente: ¿vino huido de algún otro sitio al socaire de problemas religiosos o políticos tan frecuentes por esos años en las tierras del Mediterráneo, como por ejemplo Castilla, Cataluña o Mallorca? No se sabe y tampoco es un disparate pensarlo. Lo cierto es que Colombo, Colomb, Colomo, Colom abundan en el triángulo Génova, Cataluña y Baleares. El que más sabia y perspicazmente ha tratado de conciliar la ascendencia hispánica de los Colón con el nacimiento en Génova del descubridor de América ha sido Salvador de Madariaga10. Por medio de su tesis sefardita los ascendientes colombinos serían judíos españoles (probablemente catalanes o mallorquines) que, tras las persecuciones de 1391, se vieron obligados a huir y refugiarse en tierra de Génova. Allí nacería posteriormente el futuro descubridor de América. Pero ello no impedirla --siempre según Madariaga-- que su ascendencia familiar judaica le dejara huella en su formación intelectual y lingüística (su lengua escrita fue el castellano), religiosa (extraordinarios conocimientos bíblicos y judaicos) y en ciertos hábitos y comportamiento personal11. Siguiendo con la tesis genovesa, muchos encuentran la prueba definitiva sobre su cuna sacando a colación la institución de mayorazgo hecha por el Almirante el 22 de febrero de 1498, y en que por primera vez es rotundo sobre este particular: que siendo yo nacido en Génova les vine a servir aquí en Castilla... Mando al dicho don Diego, mi hijo, o a la persona que heredare el dicho mayorazgo, que tenga y sostenga siempre en la ciudad de Génova una persona de nuestro linaje que tenga allí casa e mujer, e le ordene renta con que pueda vivir honestamente, como persona tan llegada a nuestro linaje, y haga pie y raíz en la dicha ciudad como natural della, porque podrá haber de la dicha ciudad ayuda e favor en las cosas del menester suyo, pues que della salí y en ella nací12. Tras esta declaración tan terminante el lector puede quedar muy confundido y preguntarse no sin recelo: ¿hace falta mayor diafanidad? Evidentemente que no, si el documento en cuestión no tuviera alguna sombra. Dirán los críticos del mismo que no se trata del documento original, aún desconocido, sino de un traslado, es decir copia del documento original; que está amañado por intereses; y que las circunstancias de su aparición abonan todavía más la sospecha, pues surge durante un proceso, presentado repentinamente como prueba, notándose en él irregularidades con respecto a otros documentos colombinos. De nuevo la polémica, porque los historiadores del bando contrario, no menos rotundos, sentenciarán que se trata de un documento que refleja el auténtico, y es por tanto irrebatible en favor de Génova. Sabemos de un Giovanni Colombo establecido en esa tierra italiana y padre de dos varones: Antonio y Doménico. En 1429 Doménico entraba en un taller como aprendiz de tejedor, lo que hace suponer que la familia se dedicaba a este oficio. Por otro lado, los hijos de Antonio Colombo fueron todos sastres y tejedores. Casó Doménico con Susana Fontanarossa --nombre y apellido de claro resabio judaico, dirán con razón los que se inclinan por esa herencia-- y les nacieron cuatro varones y una mujer. El buen Doménico se hizo pronto maestro en el tejer. Compaginaba esta actividad con la de guardián de la Torre y Puerta dell'Olivella, vía de penetración por tierra a la ciudad de Génova. A su hermano Antonio se le encargaría la torre del Cabo del Faro, es decir, la vía marítima. En esto ocupaba su vida Doménico cuando en 1451 fue padre de un niño que se llamó Cristóforo Colombo. Aunque no es irrefutable esta fecha, parece la más aceptable, según documentos oficiales posteriores en que interviene el dicho Cristóforo. El segundo hijo fue Giovanni, que murió pronto. Más tarde, en 1461, la familia aumentó con otro hijo, Bartolomeo. El menor de los hermanos, Giácomo (Diego), nació en 1468 y aprendió el oficio de tejedor. En cuanto a Cristóforo y Bartolomeo tuvieron vocación marinera desde muy jóvenes. De la hija no se conservan datos. Durante todo este tiempo, la realidad demuestra que la familia de Doménico ha crecido más que su economía, y así los vemos peregrinando entre Génova y Savona con dificultades monetarias evidentes, porque sus oficios de lanero, tejedor o tabernero no daban para mucho. Documentos notariales de Génova nos dicen que en 1489 Doménico, ya viudo, se declara administrador de los bienes de sus tres hijos ausentes: Cristóforo, Bartolomeo y Giácomo. Y en 1501, varios vecinos de Génova, muerto ya Doménico, declaran bajo juramento que los tres hermanos están ausentes de la ciudad y viven en España. Planteado así el tema, pueden identificarse perfectamente los Colombo genoveses con aquellos Colón que tanto tienen que ver con el descubrimiento y primera colonización de América. Coinciden nombres y apellidos13, castellanizados, por cierto; e incluso las fechas de nacimiento son también compatibles con las de don Cristóbal, Bartolomé y Diego Colón, que por aquel entonces se paseaban ya triunfantes por tierras de Castilla e Indias. Las constantes y estrechas relaciones del apellido Colón con banqueros, prestamistas, comerciantes y embajadores de Génova, especialmente intensas a partir del Descubrimiento, avalan para lo más la teoría del Colón genovés. ¿A qué pudo obedecer tanto celo familiar por silenciar cuna y familia? Pensando en la España de ese momento, podría bastar con una explicación sencilla, pero de gran fuerza y arraigo en la mentalidad social castellana: la procedencia familiar plebeya, su condición social baja y humilde. Un hombre que llega a Castilla con un gran secreto bajo su magín; que se entrevista, discute y se ofrece a los mismísimos reyes para enseñar un camino nuevo de llegar a las Indias, exigiendo a cambio de tan gran servicio compensaciones económicas y honoríficas casi regias; un hombre así --repetimos-- que quisiera ser tenido en algo por los castellanos de honra, es decir, por la nobleza, podría presumir ante ellos de laureles navigatorios, incluso de trofeos ganados en actividades corsarias, todo ello adobado con secretos bien calculados; pero de ninguna manera se le abrirían puertas pregonando actividades mecánicas, oficios artesanos, manualidades laneras. Este quehacer era considerado bajo y deshonroso.
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¿POR QUÉ ESCRIBIO BERNAL SU HISTORIA? En nuestro acercamiento a la persona y los afanes de Bernal Díaz del Castillo nos hemos encontrado, en varios momentos y circunstancias, con hechos que sin duda influyeron en su determinación de poner por escrito sus recuerdos. Ahora volveremos de nuevo la atención a esos y otros hechos en este intento de responder a la pregunta de ¿por qué escribió Bernal su Historia? Antes, sin embargo, aduciré en forma sumaria las principales hipótesis que han expresado algunos distinguidos investigadores acerca de las que juzgan fueron las motivaciones que tuvo nuestro cronista para escribir, sobre todo para sacar a luz sus memorias y personales puntos de vista. Una primera explicación --repetida muchas veces hasta hace ya algún tiempo y aducida también con frecuencia al enseñar historia y literatura del período colonial o novohispano-- consistía en afirmar que fundamentalmente Bernal escribió para hacer crítica de la obra publicada por Francisco López de Gómara. Quienes han sostenido esta tesis han reunido y comentado todos los lugares de la Historia verdadera en que Bernal corrige a Gómara o incluso hace burla de él. Para éstos el título mismo de Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, conlleva el tono crítico de quien no tolera las que tiene por falsedades o imprecisiones en la Historia de la conquista de México, de Gómara. Más que aducir aquí los nombres de algunos de los que así opinaron, me limitaré a decir que, por fortuna, este género de explicación ha sido abandonado como bastante simplista, No quiere decir ello que deba prescindirse del hecho innegable de que la aparición de la obra de Gómara de varios modos influyó en Bernal. Lo que se hace ahora a un lado es tener esto como motivación clave para comprender por qué escribió Bernal. Las interpretaciones más recientes han seguido caminos muy distintos. Me fijaré ahora en las que considero de mayor interés. En 1944 aparecieron dos trabajos de particular significación tocantes a Bernal y su obra. Se debieron a los ya mencionados Henry R. Wagner y Ramón Iglesia. Comencemos con la aportación del primero. Publicó éste en un mismo número de la prestigiosa Hispanic American Historical Review tres amplios artículos sobre nuestro cronista. En el primero, que se refiere a la persona de Bernal, plantea varias cuestiones con fino sentido crítico, como la que he aducido también acerca de lo poco probable, si no es que imposible, de la supuesta venida de Bernal en compañía de Pedrarias. El segundo artículo versa sobre la familia del cronista. El tercero es un elenco bien preparado acerca de los escritos de y acerca de Bernal Díaz del Castillo. En el segundo de estos artículos escribe Wagner: No puedo suscribir la teoría de que Díaz escribiera su libro para combatir los errores de la Conquista de México de López de Gómara. Su obra es mucho más como una autobiografía que una historia y creo que la primera parte estuvo escrita desde mucho antes de que Bernal se fuera a Guatemala a vivir. Si esta teoría es correcta, se sigue de modo natural que revisó su obra mucho después, como él mismo en verdad lo proclama34. Más adelante matiza Wagner su afirmación. Si lo que escribió Bernal tiene el carácter de una autobiografía, también es cierto que, además de contar sus propias aventuras el libro presenta una vigorosa protesta contra la falla de Cortés en sus Cartas de Relación y luego de Gómara, de dar el debido crédito a los soldados que acompañaron a Cortés, de los cuales él era uno... El libro contiene una curiosa mezcla de las más extravagantes alabanzas de Cortés con críticas acerca del mismo, algunas muy duras35. La opinión de Wagner puede resumirse en dos puntos principales: Bernal escribió para hacer esa vigorosa protesta contra quienes lo habían dejado en el olvido, al igual que a otros compañeros suyos también conquistadores y, para subsanar tal negligencia, forjó el relato en que él aparece con tal insistencia. Tanta importancia concede Wagner a este segundo aspecto que llega a decir que sería mucho mejor llamar a su libro Las reminiscencias de Bernal Díaz del Castillo36. Con algunos rasgos afines, pero también con marcadas diferencias, Ramón Iglesia nos da sus puntos de vista en otros tres trabajos que publicó, juntos, el mismo año de 1944 en un libro que intituló El hombre Colón y otros ensayos37. En el primero de estos trabajos sitúa Iglesia la Historia verdadera en lo que considera un nuevo contexto historiográfico que prosperó en el mundo español sobre todo desde el siglo XV. Esa nueva forma de escribir la historia, contraria a la tradicional, erudita y acartonada, se debe con frecuencia a quienes han participado en los hechos que refieren y hablan de ellos con gozoso afán de mostrar lo que vivieron, acometieron y alcanzaron. Para Iglesia la nueva corriente historiográfica en la que sitúa, entre otros, a Gonzalo Fernández de Oviedo que tantas veces habla de lo que vio o conoció muy de cerca, implica un proceso de democratización en las crónicas38. Por eso, como un rasgo muy característico en la aportación de Bernal, destaca lo que describe como popularismo contra lo acartonado en la historiografía española. En su segundo ensayo, Las críticas de Bernal a la Historia de la conquista de México de López de Gómara, el empeño de Iglesia es mostrar cómo tanto en Bernal como en Gómara hay motivaciones muy subjetivas al escribir. Para él es tan cierto que Gómara tomó la pluma para complacer a Cortés como que Bernal hizo otro tanto para dar salida a su resentimiento por verse olvidado al igual que otros muchos conquistadores, sin la recompensa que considera les es debida en justicia por sus hechos. Reconoce Iglesia que, en su afán litigante, Bernal incurrió no sólo en errores sino en algunas mentiras. Finalmente en el tercer trabajo, concebido como una Introducción al estudio de Bernal y su obra, Iglesia da remate a su apreciación. Subraya que Bernal estuvo ocupado en escribir su Historia a lo largo de muchos años. Una vez más nos dice que: Bernal es hombre bullicioso, insatisfecho, pleiteante. No se da por contento con las recompensas que recibe en premio de sus servicios39. Justamente en ese continuado afán de alcanzar justicia a sus demandas, encuentra Iglesia la motivación última de quien, por otra parte, entró de lleno en esa nueva corriente de la historiografía popularista: Así, pues, fueron los intereses y los pleitos de Bernal Díaz encomendero los que dieron origen en su primera reforma a su relato estupendo de las hazañas del Bernal Díaz conquistador y de sus compañeros. De haber sido Bernal un hombre más modesto, capaz de adaptarse mejor a las nuevas condiciones de trabajo que exigía la colonia, no hubiera defendido tan testarudamente los derechos de los verdaderos conquistadores y no tendríamos hoy su Verdadera Historia40. Pasemos a la opinión de otro investigador, Carmelo Sáenz de Santa María, al que se debe haber acabado de establecer críticamente el texto de la obra de Bernal. Según don Carmelo, nuestro cronista escribió fundamentalmente para poner de relieve su propia persona y el recuerdo de cuanto había hecho a lo largo de la conquista. En apoyo de tal parecer cita varios pasajes de Bernal, entre ellos aquel en que afirma que escribió para que digan en los tiempos venideros: esto hizo Bernal Díaz del Castillo, para que sus hijos y descendientes gocen las loas de sus heroicos hechos...41. Por ello --subraya Sáenz de Santa María-- Bernal se recrea evocando sus experiencias, para poner de manifiesto cuál fue su participación en la conquista. Como puede verse, la opinión de Sáenz de Santa María coincide en parte con Wagner e Iglesia. Estos, sin embargo, han aducido otros elementos: el de la protesta contra Cortés y Gómara (Wagner) y el del popularismo y el resentimiento, ambición y demanda (Iglesia). En esta referencia de lo expresado acerca de las motivaciones de Bernal cabría citar a otros estudiosos, como los mexicanos Genaro García, Carlos Pereyra y Alberto María Carreño, y entre los angloamericanos a R. B. Cunningham Graham y Herbert Cerwin, todos ellos autores de libros sobre Bernal o de introducciones a su obra42. Considerando que, en esencia, sus puntos de vista coinciden en todo o en parte con los ya analizados, opto por pasar a expresar mi personal respuesta a la pregunta que nos ocupa. Coincidencias y algunas diferencias podrán percibirse en lo que expondré, si se compara con los puntos de vista descritos. Hay además un elemento que debe tenerse siempre presente. Bernal, que comenzó a escribir por lo menos desde la década de los años cincuenta, llegó a ser con 'el transcurso del tiempo un inveterado narrador, de palabra y con la pluma. Sus cartas lo confirman: ponía de bulto personas y cosas, aducía sus palabras, recreaba diálogos, se complacía en evocar detalles mínimos pero muy reveladores. Significa esto que, si en el comienzo encontró, como todos, difícil el escribir, al fin le resultó placentero sentarse, recordar y pergeñar letras, frases, párrafos y capítulos. Por otra parte, se complacía o le interesaba releer lo que había escrito. Prueba de ello nos la dan las muy numerosas correcciones o cambios que, durante muchos años, fue introduciendo. De esta suerte escribió, entre otras cosas, porque le gustaba. Ahora bien, lo que a la postre fue gusto y regusto, en su origen tuvo que ver --no me parece que haya duda-- con sus empeños de alcanzar recompensas por sus merecimientos. Recordemos su probanza de 1539 (primerísima biografía suya); su dicho de que estaba escribiendo su memorial de las guerras, sus múltiples párrafos en que insiste sobre lo poco. o nada que han recibido él y otros conquistadores; sus cartas con parecido tono e igual propósito. Sin embargo, reducir todo a la demanda --probanza larguísima-- creo que sería exageración simplista. El ya referido gusto y regusto en el recordar y el narrar coadyuvó a que Bernal se persuadiera de que, con lo que escribía, además de que empréstase es útil mi relación para saber muy por extenso las cosas que pasaron en las conquistas de México (CCXII), así quede memoria de mí (CCXII). Sus hijos, nietos y descendientes podrán decir con verdad: estas tierras vino a descubrir y ganar mi padre... En suma --cuando ya viejo emborronaba e introducía añadidos en su obra--, sin atinar tan presto cómo ponerle punto final tres cosas tuvieron que resultarle claras. De un lado, que mucho era lo que él y los otros conquistadores habían realizado: Miren las personas sabias y leídas esta mi relación desde el principio hasta el cabo, y verán que en ningunas escrituras en el mundo, ni en hechos hazañosos humanos, ha habido hombres que más reinos y señoríos hayan ganado como nosotros los verdaderos conquistadores para nuestro rey y señor, y entre los fuertes conquistadores mis compañeros, puesto que los hubo muy esforzados, a mí me tenían en la cuenta dellos, y el más antiguo de todos; y digo otra vez que yo, yo, yo lo digo tantas veces que yo soy el más antiguo y he servido como muy buen soldado a su majestad (CCX). De otra parte, le quedaba también claro que poco era lo que había recibido por recompensa: Y dígolo con tristeza lo antes citado porque me veo pobre y muy viejo, una hija por casar y los hijos varones ya grandes y con barbas y otros por criar, y no puedo ir a Castilla ante su majestad para representarle cosas cumplideras a su real servicio, y también para que me haga mercedes, pues se me deben bien debidas (CCX). La tercera cosa que debió tener asimismo por obvia --como lo proclamó muchas veces y sobre todo en el diálogo que, como último recurso, tan humano como de buen tino literario, quiso tener con la Fama-- fue que había escrito no por pasatiempo sino para que su dicho tuviera perenne validez. Al terminar el diálogo: Más me prometió la buena Fama que por su parte lo pondrá con voz muy clara a do quiera que se hallare. Y demás de lo que ella declara, que mi historia, si se imprime, cuando la vean e oigan, la darán fe verdadera, y oscurecerá las lisonjas de los pasados (CCX). En resumen, que por encima de todas las vicisitudes, ausencias de reconocimiento y envidias, su intención ha sido componer una relación como ésta que siempre ha de haber memoria de ella (A-I). A la luz de este entretejerse de intereses, como suele ocurrir en la vida, Bernal conquistador y encomendero, pasó a ser también soldado cronista. Su crónica --en contrapunto y enfilando a veces su lanza a Gómara-- fue todo esto y probablemente mucho más. La respuesta a la pregunta de por qué escribió es bastante más compleja de lo que podría pensarse. Y a la vez, para quien capte --hasta donde es posible-- lo que fue la persona de Bernal, la respuesta brotará sin más de la comprensión de su vida misma y sus afanes.
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¿Precursor de la Independencia? Como habrá podido comprobarse, los ataques de Rodríguez Freyle a funcionarios y autoridades resultan más bien moderados, tanto en su contenido como en los propios términos en que están redactados. Hay, sin duda, expresada en esas palabras una queja muy honda y sentida por la rapacidad de algunos funcionarios y mercaderes, que solamente iban a indias con la intención de enriquecerse a costa del país y regresar a España con sus caudales, no siempre legítimamente adquiridos. Pero de esto a pensar que en tal protesta pueda contenerse un secreto deseo de separar de España al Nuevo Reino de Granada, media un abismo insalvable. Pudo producirse, y se produjo sin duda, toda una serie de rebeldías contra el mal gobierno de no pocos representantes de la Corona, pero ésta quedó a salvo en todas ellas --quizá con la sola excepción, todavía discutible, de la revuelta de Tupac Amaru-- hasta los movimientos juntistas de 1810, como ya demostró hace años el maestro Alfonso García Gallo. Pese a ello, Miguel Aguilera atribuye, al parecer, a Rodríguez Freyle esa condición de precursor independentista cuando, apoyándose en los textos recién citados, escribe: Al estudiar el empeño de nuestros precursores de la Independencia, no se rinde homenaje a la verdad subrayando la rebeldía turbulenta de Lope de Aguirre o la de Álvaro de Oyón; porque éstos no fueron sino vulgares resentidos que se agitaban bajo la coraza de su orgullo, o impelidos por el resorte del pesar del bien ajeno. Otros vemos a quienes se les puede abonar una pasión abnegada en pro de nuestra suerte: don Juan Rodríguez Freyle fue el primero. Lea y rumie con deleite el guardador del Carnero el capítulo CXVII, donde se denuncia la desoladora pobreza del país a causa de los cargamentos de oro que se despachaban en los galeones aventurados en el mar, bajo el riesgo de naufragio o de la probabilidad de la asechanza de los piratas. No llega la mente a comprender cómo el atrevido criollo pudiese entonces fiar a la pluma declaraciones tan audaces como aquella que sigue a la descripción de la remesa que iba en el mismo bergantín en que él realizaba, al lado del ex-oídor Pérez de Salazar, su travesía hacia España50. Pienso que no hay nada de eso. Como ya se ha visto, la sugestión del doctor Aguilera no puede aceptarse, por varias razones. En primer lugar, el apelativo de atrevido criollo es una mera afirmación hiperbólica, ya que la obra de Rodríguez Freyle no fue conocida en su tiempo, o lo fue por muy pocas personas de su intimidad. Pero, además, y sobre todo, la censura contenida en aquellos párrafos resulta una fruslería si se compara con los ataques a la Administración metropolitana incluidos en otros textos anteriores y contemporáneos --y, sin duda, posteriores-- al de nuestro cronista. Por eso, debe considerarse más exagerada aún la afirmación con que Aguilera termina su comentario. Saboréese --escribe-- a gusto la ironía de esta última observación. Sinapismo de cantáridas. Dos siglos y cuarto después, don Camilo Torres no escribió con tanto desembarazo como el modesto y temerario cronista lo hacía51.
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Entre el siglo XVI y el XVIII la mejora en la educación de las niñas sólo se puede medir de manera cualitativa, por la proliferación de las escuelas femeninas, pero no cualitativamente, puesto que ese será un proceso que necesitará de mucho más tiempo y de cambios sociales. Cuando terminó la Edad Moderna, el número de chicas escolarizadas había aumentado considerablemente, no así los conocimientos que las chicas adquirían o se las impartían. Acudiese a la escuela que fuese, las niñas no corrían el riesgo de salir eruditas en ninguna materia. Los conventos y escuelas básicas ofrecían una muy limitada experiencia del saber, tanto por el poco tiempo que pasaban en estos lugares las chicas como por el programa mermado de conocimientos que se las impartía. Como venía siendo tónica habitual, únicamente las educaciones familiares bien conducidas -esto es, con medios para ello-, eran capaces de formar mujeres con cultura comparable a la que los colegios masculinos ofrecían a sus alumnos. El bagaje cultural de la mayoría de las mujeres se reducía a trabajos de aguja y formación religiosa, evitando toda curiosidad académica. Gráfico En los conventos, el mayor lastre para la educación de ellas eran los deseos de sus familias. Éstas, que gastaban elevadas sumas en los internados, retiraban a sus hijas de ellos cuando les venía en gana, sin tener en cuenta si la dama había completado o no su educación. Las religiosas se encontraban con dificultades para gestionar la escolaridad en las aulas, que podían incluir a chicas desde los 10 a los 18 años de edad. La noción de año escolar es casi inexistente en estos colegios femeninos, entrando o saliendo de ellos las alumnas a lo largo de todo el año. En comparación con los colegios de varones, en los que se solía comenzar el curso hacia el otoño, los de mujeres tenían un calendario mucho más anárquico. Únicamente las hermanas ursulinas se aproximaban a un ritmo escolar que se puede considerar un curso. Además, existe la diferencia de duración de la educación. Mientras que los niños acudían al colegio de tres a ocho años, las niñas lo hacían uno o dos en el mayor de los casos. La brevedad de su permanencia las impedía seguir un verdadero currículo de contenidos, puesto que el primer año de estudio en los conventos se solía dedicar al estudio profundo del catecismo, dedicando no más de 6 horas diarias a las labores escolares. En las escuelas estatales o en las externas, el tiempo transcurre de acuerdo con otro ritmo. La escuela, gratuita o de muy bajo coste, impone su calendario a los designios de las familias, que al verse exentas de pagar no pueden tener potestad sobre los horarios pedagógicos. Aquí las niñas se quedaban entre tres y cuatro años, normalmente cuando son menores de 10 años, pero el interés económico empujaba a las maestras a aceptar a alumnas de cualquier edad. En las instituciones caritativas imperaba todo lo contrario, buscando la mínima estancia de las chicas en las clases para dejar su sitio a otras en cuanto hubiesen aprendido lo necesario. Por ello, en estos sectores, muchas veces las niñas se veían obligadas a posponer su entrada a la escuela hasta los ocho o nueve años. La división de los alumnos se hacía en dos o tres niveles de aprendizaje, condicionados por el dominio de la lectura y la iniciación a la escritura, en los casos en los que tenía lugar dicho aprendizaje. El año escolar de las escuelas externas dejaba a los alumnos poco menos de un mes de vacaciones en otoño, cifra que se veía prolongada en las poblaciones del campo, según las necesidades de mano de obra para la cosecha. Al igual que en la actualidad, las fiestas religiosas servían de vacaciones intermedias. Para las chicas, estudiantes pero también obreras, se entrecruzan el tiempo de la escuela con el de la participación en las labores del hogar. Se temía enseñar demasiado a las niñas, con el pretexto de "evitar hundirlas en la vanidad de los conocimientos superfluos. Iniciaciones expeditivas en temas de conocimiento muy limitados, un material escolar escaso y una pedagogía más dependiente de la tolerancia hacia las niñas que de su instrucción dieron fe durante todo el período moderno de la grave sospecha que siempre pesó sobre el saber femenino. En las clases de las niñas, el abanico de conocimientos propuestos se basa en los tres mismos pilares durante todo el Antiguo Régimen: una religión profundamente teñida de moral, unas rudimentarias dotes de lectura-escritura-cálculo y el manejo del hilo y las agujas. Únicamente cambia este panorama en algunas instituciones de mayor pujanza financiera donde gracias a profesores particulares, se consiguen enseñanzas en otras materias y temas. Ante todo, la escuela enseña a las pequeñas a "amar, conocer y servir a Dios", ya que la educación religiosa es la que más se prodiga en las aulas. Más allá de esta instrucción religiosa centrada en el aprendizaje de las plegarias y la preparación para la recepción de los diferentes sacramentos, toda la vida dentro de los muros de la escuela femenina está impregnada de piedad. En este contexto, se hace sumamente difícil discernir qué corresponde a la enseñanza de la moral, qué a la enseñanza de valores cívicos y qué a la religión, puesto que estos tres dominios están casi unidos en la educación de las féminas, con gran dedicación del cuerpo educativo en su formación religiosa. Toda esta formación en la fe ocupa tiempo destinado, en principio, a los saberes necesarios, por lo que las escolares tienen que aprender a leer desglosando en sílabas las plegarias y a escribir copiando sentencias piadosas. Incluso lo más rudimentario de la enseñanza general no escapa a la invasión de lo sacro. Que las niñas aprendan a leer, escribir y a calcular -en el caso de que prolonguen su estancia en la escuela tanto tiempo-, es algo secundario, un añadido que hace más atractiva la asistencia al colegio. Es tan evidente esta degradación del aprendizaje básico que muchos programas de enseñanza, tras describir los pormenores del aprendizaje piadoso, incluían la curiosa cita "también se las enseñará a leer y escribir". Como la mayoría de lo aprendido, la lectura es un agregado al servicio de la instrucción religiosa: ayuda a memorizar los versículos y facilita su recitado, reforzando el mensaje cristiano que debía de enseñar las futuras madres a sus descendientes. Pero no más allá. Fuera de este aprendizaje, la lectura era un instrumento que podía caer en malos usos, por lo que las niñas eran educadas para no leer más allá de las Sagradas Escrituras, evitando las obras de literatura infantil femenina, que hacia 1750 tuvo sus primeros defensores en el mundo de las educadoras ilustradas. Todo libro, considerado objeto piadoso que podía volverse licencioso, no entraba en ninguna escuela o convento sin ser vigilado y previamente supervisado. Paulatinamente y teniendo en cuenta el poco tiempo que pasan las niñas en la escuela, se empieza a enseñarlas a leer en la lengua materna, ya no en latín, excepto las hermanas ursulinas, siempre más preocupadas que el resto por el mantenimiento de la cultura clásica. En cuanto a la escritura, no siempre su enseñanza era efectiva, muchas veces porque no todas las maestras la dominaban correctamente. Por otra parte, la escritura corresponde a un segundo momento de la escolaridad, al que se accede una vez que se domina con fluidez la lectura, pero no todas las escolares llegan a esa etapa educativa. Las diferentes instituciones pondrán en práctica pedagogías de la escritura variables según el empleo que se supone que tendrán las niñas cuando sean más mayores. La mayoría de las escolares, una vez recibida la iniciación mínima a la lectura, la escritura y el cálculo, tenían que practicarlo fuera del aula, para no olvidar lo aprendido. Solo con la práctica frecuente de los escasos saberes aprendidos se podía conseguir dominar alguna de las tres disciplinas, lo cual no era siempre posible. La finalidad última de la educación femenina del Antiguo Régimen era, lamentablemente, el poner a las niñas en condiciones de ganarse honestamente la vida y poder así servir mejor a sus maridos, evitando durante el proceso pedagógico todo conocimiento "inútil" para ellas. De todo este aprendizaje, lo que ha quedado como muestra del proceso de aprendizaje y sus resultados en un número más elevado han sido las firmas de mujeres en las actas notariales, de matrimonio y de defunción. El mero hecho de estampar la signatura da testimonio de un mínimo de aptitud para la lectura y la escritura. Aunque parezca un dato nimio, el impacto del desarrollo de la red escolar femenina tuvo un evidente impacto en la proliferación de las firmas de mujeres en documentos a lo largo de todo el Siglo de las Luces, aunque no hace falta contabilizar las cifras para darse cuenta de que la alfabetización de las mujeres seguía siendo durante esta centuria algo secundario, siempre por detrás de la educación de los varones. Atadas indudablemente a su función reproductora vital, las mujeres estaban condicionadas durante su educación para esa labor, sin posibilidad de elegir otra opción, por supuesto impensable el no tener hijos o la soltería, opciones que nadie quería para su hija en la época por el descrédito social que suponían, excepto en el caso de que fuesen mujeres de vida religiosa. Estaban "condenadas" a convertirse en madres. A modo de resumen, conviene recordar que, principalmente, las niñas eran instruidas para fijar las enseñanzas de la religión y ser buenas esposas y madres en el futuro. La sociedad no estaba interesada en que supiesen mucho más, y no será hasta el siglo XVIII cuando, al coincidir una mayor seguridad demográfica con una reducción del poder eclesiástico en la sociedad y la llegada de nuevas razones permitiesen que una mayor cantidad de padres reconsiderasen el que sus hijas se forjasen un mejor porvenir. Pese a esto, el principio de igualdad de los sexos siguió siendo una quimera hasta muy avanzada la edad contemporánea, a pesar de los esfuerzos de un profesorado talentoso y tolerante, escritores y escritoras y pensadores, por conseguir que el acceso de las mujeres a la educación estuviese menos obstruido.
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Puro automatismo psíquico por el cual se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otra manera, el funcionamiento real del pensamiento, en ausencia de cualquier control ejercido por la razón, al margen de toda preocupación estética o moral". Así lo definía Breton en el Primer Manifiesto, de 1924. Es, pues, la teoría de lo irracional, de lo inconsciente en el arte y en la vida, liberado de condicionamientos sociales. Y no se trata de un movimiento artístico con un estilo determinado -difícilmente puede coincidir el inconsciente de dos personas-, sino de una actitud entre la vida, la sociedad, el arte y el hombre. Una actitud crítica pero también constructiva. A diferencia del nihilismo dada, los surrealistas confían en la posibilidad de cambiar todo eso -la vida, la sociedad, el arte y el hombre- por medio de la revolución. Al no ser un movimiento con unidad de estilo, todos valen; y un repaso por los nombres de los que participaron en la primera exposición, los que Breton cita en el Primer Manifiesto o los que se fueron incorporando a través de los años, lo deja claro.Es imposible pensar en la posibilidad del surrealismo sin las investigaciones de Freud sobre el sueño y el subconsciente. Su descubrimiento de la importancia del sueño, frente al desprecio tradicional por todo lo que no fuera la vigilia -dominada por la omnipotente razón-, fascinaron a Breton, aunque Freud nunca acabó de entusiasmarse con los surrealistas, como le escribió al líder en una carta: "Aunque reciba tantos testimonios del interés que usted y sus amigos prestan a mis investigaciones, yo mismo no soy capaz de comprender qué es ni lo que quiere el surrealismo. Puede ser que yo no esté hecho para comprenderlo, yo que estoy tan alejado del arte"."El surrealismo -escribía Breton en el Primer Manifiesto- se basa en la creencia en la realidad superior de ciertas formas de asociación descuidadas hasta ahora, en la omnipotencia del sueño y en el libre ejercicio del pensamiento". Freud había descubierto que el inconsciente funciona por medio de imágenes, con lo que abría un campo inmenso al arte, que funciona también con imágenes y que aparece, por tanto, como el medio más indicado para visualizar los contenidos del inconsciente. A partir de ese momento ya no sólo la literatura estaba en la base del surrealismo, y algunas imágenes causaron un impacto fuerte en los surrealistas, tanto escritores como pintores. El cerebro del niño, de Chirico, expuesto en la galería de Paul Guillaume en torno al año veinte, subyugó a Breton y a Tanguy por separado, antes de conocerse y antes de ser surrealistas.La razón, piensan los surrealistas, puede dar lugar a la ciencia, pero sólo el inconsciente puede dar lugar al arte. Porque la conciencia es el territorio de lo diferenciado, de lo objetivo, mientras el inconsciente es el territorio de lo indiferenciado, de la fusión del ser humano con la realidad. Se trata entonces de dejar al inconsciente que saque a la superficie lo más profundo -lo censurado- y que llegue hasta sus últimas consecuencias, hasta que el artista se convierta en un mero espectador que presencia cómo se va formando su obra, como explicaron Max Ernst y Miró, y como había dicho Paul Klee. Se logra con esto una eliminación total de las barreras de la costumbre, el buen gusto, la moral y la destreza en el oficio y se busca un equivalente plástico de la escritura automática.Fueron precisamente estos dos, Miró y Ernst, junto con Masson, los que mejor lograron llevar el automatismo psíquico a la pintura, creando un lenguaje muy personal. Para ellos el acto de pintar es surrealista, independientemente de los resultados. No se planifica previamente qué obra se va a hacer o cómo se va a hacer; no hay ideas preconcebidas ni control sobre lo que se va realizando. De ahí que la mayor parte de las veces los resultados linden con la abstracción.Pero el surrealismo era muy abierto en sus opciones plásticas y lo mismo que admitía estas imágenes casi abstractas, o escasamente figurativas, abría otra posibilidad, apoyada en la pintura tradicional, incluso académica, basada en la perspectiva renacentista y en todas las convenciones de la representación clásica. Se trataba de pintar los sueños, poniendo al servicio de esta pintura todo el bagaje de la pintura académica. Dalí lleva a sus últimas consecuencias este sistema de representación con sus fotografías de sueños pintadas a mano y Magritte se mueve por un camino muy semejante.En los sueños, las personas, las cosas y los lugares se confunden, tienen más de un sentido, remiten a más de un lugar, objeto o persona, y aparecen unidas por relaciones aparentemente absurdas, incomprensibles desde la conciencia. Esa extraña confusión y esas relaciones misteriosas son las que los surrealistas llevan al lienzo, al papel o a los objetos, ilustrando estados del inconsciente. Pero controlando, ahora sí, plenamente con la razón el proceso de realización de la obra, porque el fin -mostrar una visión interior irracional, un sueño- justifica los medios -el férreo control racional y técnico del proceso-. Si para Miró y Ernst el acto de pintar era un acto surrealista, por irracional, incontrolado, azaroso, etc., Magritte y Dalí lo que hacen es surrealizar la imagen."Quizá haya llegado el momento en que la imaginación esté próxima a volver a ejercer los derechos que le corresponden. Si las profundidades de nuestro espíritu ocultan extrañas fuerzas capaces de aumentar aquellas que se advierten en la superficie, o de luchar victoriosamente contra ellas, es del mayor interés captar esas fuerzas; captarlas ante todo para, a continuación, someterlas al dominio de nuestra razón si es que resulta procedente", escribía Breton en el Primer Manifiesto.
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A nivel popular, tal y como se refleja en algunas películas y cómics, prehistórico es todo aquello anterior a la aparición de la escritura, ya sea un dinosaurio o un hombre de Cro-Magnon. Esta idea, justificable desde un punto de vista cronológico, es no obstante incorrecta desde el punto de vista de la Ciencia, porque la Prehistoria sólo trata de aquella parte de la trayectoria humana anterior a la invención de la escritura. Por tanto, Prehistoria e Historia tienen en el hombre su mismo objeto de estudio y son, en este sentido, una única disciplina. Sin embargo, las profundas divergencias que existen entre ambas, referidas tanto a técnicas de investigación como a problemas y enfoques, son de tal magnitud que, en la práctica, se consideran como materias radicalmente distintas. Desde el punto de vista científico, la utilización de la aparición de la escritura como evento separador entre una y otra es también problemática, porque su aparición no fue sincrónica en todo el planeta, ni siquiera universal. Esto da lugar a la convivencia, incluso en nuestros días, de sociedades ágrafas con otras capaces de producir documentos escritos, lo que significaría que, en cierto sentido, habría pueblos prehistóricos contemporáneos de estados históricos. Para el caso del mundo mediterráneo, en el que la Península Ibérica juega un papel relevante, estas sociedades que carecen de escritura pero son citadas, y a veces hasta descritas con cierta precisión, en las fuentes históricas contemporáneas de la Antigüedad (literarias, gráficas...), se consideran protohistóricas y su estudio forma una verdadera interfase entre Historia y Prehistoria, correspondiente en general a la Edad de los Metales europea. Si, por tanto, la Prehistoria ocupa desde la aparición del hombre sobre el planeta, hace unos 2,7 millones de años en África oriental, hasta el inicio de la escritura en el 3300 a. C. en Mesopotamia, constatamos que su duración supone el 99,9 % de la evolución humana, mientras que la Historia sólo se ocupa del 0,1 % restante. Aunque en el caso de la Península Ibérica dicho lapso sea menor -desde hace tal vez un millón de años, aproximadamente, hasta las Guerras Púnicas- no deja por ello de ser una duración enorme. Sin embargo, no resulta tan impresionante si lo comparamos con los 4.550 millones de años de la Historia de la Tierra, que es estudiada por otras disciplinas también históricas, aunque desprovistas de contenidos sociales, como son la Paleogeografia, la Paleontología, la Geodinámica...
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Al alborear el 1 de septiembre de 1939, las tropas alemanas atacaron Polonia y ante los atónitos ojos del mundo entero lograron su capitulación en menos de un mes. Francia y Gran Bretaña, ligadas a Polonia por acuerdos que les implicaban en su defensa, declararon la guerra a Berlín pero; tal como Hitler había previsto no dispararon un tiro en el frente occidental de Alemania. Von Vormann, representante del ejército en el cuartel general de Hitler durante la campaña de Polonia, anota en su diario: "En el Oeste, la guerra en broma continúa. Hasta el momento no se ha disparado un solo tiro en el frente occidental. Los dos contendientes han instalado grandes altavoces y cada parte intenta convencer a gritos a la otra de que su comportamiento es absurdo y de que sus gobernantes son imbéciles... Extremando la prudencia para evitar incidentes fortuitos, el ejército francés ordena a sus centinelas que hagan las guardias con los fusiles cargados con cartuchos de fogueo..." Hitler está exultante en esos días. El general Rommel, comandante del cuartel general de Hitler en Polonia, escribe: "El Führer está de excelente humor... dice que en cuestión de siete u ocho días todo habrá terminado en el este y que, entonces, nuestra Wehrmacht, en su totalidad y ya fogueada, se trasladará al oeste. Pero a mi juicio, los franceses han renunciado a luchar. Sus soldados se bañan en el Rin sin que nosotros les molestemos". Evidentemente, Rommel se equivocaba mientras que Hitler mostraba una gran visión del panorama militar y político. Polonia, efectivamente, estaba a punto de capitular y Alemania debería trasladar todas sus fuerzas al oeste, para afrontar la guerra que su política había provocado. Todo estaba previsto antes de que Hitler alcanzase el poder. En el ideario nazi estaba claramente formulada la teoría del Lebensraum, del espacio vital. Tal espacio vital se lograría a expensas de sus vecinos del Este. Tan obsesiva fue esta idea en la mente de Hitler que incluso el último día de su vida, el 30 de abril de 1945, la repetía a uno de los correos que salió de las ruinas de Berlín con su testamento para entregarlo al almirante Doenitz. Y esta expansión debería hacerse a costa del este por varias causas: era la salida geográficamente lógica; racialmente, Hitler les consideraba inferiores; eran zonas con importantes núcleos de población judía, otra de las manías persecutorias de Hitler; constituían una amenaza para los planes expansivos del nazismo; ideológicamente -en el caso de la URSS- era uno de los demonios particulares del líder nazi; había núcleos de población de origen alemán, cuya incorporación a la Gran Alemania era una de las metas del III Reich. Aún se pueden hallar más motivos para el ataque a Polonia, pero uno no debe ser olvidado: revanchismo y ansias de recuperar los territorios que los arreglos de la Primera Guerra Mundial entregaron a Polonia. Lloyd George profetizaba que "el corredor polaco", el tema de Danzig, conduciría a una guerra en el este de Europa de forma inevitable. Veinte años más tarde, el 24 de octubre de 1938, Berlín solicitaba a Varsovia la devolución de Danzig y el permiso para tender una línea férrea a través del corredor polaco. Varsovia rechazó tales demandas y, sintiéndose amenazada, recurrió a Gran Bretaña en busca de ayuda para el caso de una posible agresión. Sea cual fuere la forma que ésta revistiera... el tema checo estaba bien reciente. Chamberlain propuso a Varsovia la acción conjunta de Francia, Gran Bretaña y la Unión Soviética en apoyo de Polonia "si las agresivas ambiciones alemanas dieran señal de renovarse". Aún no se ha explicado por qué Varsovia rechazó la propuesta británica, mientras su ministro de Asuntos Exteriores, Josef Beck, contraproponía un tratado anglo-polaco de ayuda mutua. ¿Por qué se produjo la decisión polaca que dejó a Hitler la posibilidad de negociar con la URSS? Una de las hipótesis más sugestivas que se han manejado es la de que a esas alturas Washington había concluido que la única forma de eliminar el nazismo, repudiado ideológicamente y temido económicamente, era la guerra. Washington, apoyándose en Londres, habría decidido ir a la guerra que Hitler se ocuparía de iniciar con su ataque a Polonia. El 12 de enero de 1939, el embajador polaco en la capital de los Estados Unidos, conde Jerzy Potocki, escribe una larga carta a su Ministerio en la que constata la campaña antinazi desatada en los Estados Unidos, movida por la prensa que controlan mayoritariamente los judíos. Sin embargo, se contempla amistosamente el totalitarismo soviético y se apoya la causa de la República española... Simultáneamente, los periódicos aseguran que en la guerra que está a punto de estallar inevitablemente y los Estados Unidos deberán luchar activamente por la libertad y la democracia. El presidente Roosevelt ataca al fascismo, alejando a los norteamericanos de sus preocupaciones domésticas y justificando un, textualmente, monstruoso programa armamentístico. El embajador polaco sigue contando cómo los prohombres del poderoso clan judío que rodea al presidente -Baruch y Morgenthau, entre ellos- incitan al presidente a convertirse en campeón de la democracia y le convencen de que la guerra es inevitable. El texto del embajador polaco es un poco fuerte, probablemente cargado de prejuicios antisemitas. Sin embargo, disponía de un excelente observatorio para saber de qué hablaba y varios datos avalan sus notas. Uno de los personajes mencionados es Baruch, del trust de cerebros del presidente Roosevelt, quien en fecha tan temprana como 1937, sometía al Senado un proyecto para la eventual movilización industrial en caso de guerra. Ese mismo año, en conversación con el general Marshall, le decía: "Es preciso librarse de Hitler. No le dejaremos salirse con la suya, ¿verdad?" Bien podría pensarse que Baruch, de origen judío, trataba de vengarse de la política antisemita de Hitler y quizás era así, pero había algo que también preocupaba a Baruch, prestigioso financiero: la política de intercambios directos de Hitler, que estaban haciendo daño en la economía norteamericana... La fecha de 1937 no es casualidad. Recuérdese que en otoño de este año, los Estados Unidos padecieron una de las oleadas depresivas más importante de la década, llegando a once millones el número de parados y a cinco el de los empleados sólo a tiempo parcial. Prueba de que la preocupación económica relacionada con Alemania era lo que primaba en Baruch es esta frase suya de 1939: "Si rebajamos nuestros precios, no existe razón para que no consigamos atraernos a los clientes de las naciones beligerantes perdidos a causa de la guerra. En tal caso, el sistema alemán de intercambio directo quedará destruido". Otro personaje es Morgenthau, el hombre que trazó el plan de 1945 destinado a arrasar Alemania hasta sus raíces. Otro, en fin, es el propio presidente Roosevelt, cuyos preparativos bélicos en el orden presupuestario, industrial y diplomático son evidentes. En ese mismo mes de enero de 1939, cuando las cancillerías de toda Europa buscan alianzas, mediaciones, acuerdos o garantías, el embajador de Washington en París, William C. Bullitt, alentaba a su colega polaco garantizándole el apoyo de Washington junto al de París y Londres en caso de un conflicto germano-polaco. Más claro aún, este mismo diplomático estadounidense aseguraba el 25 de abril de 1939 al decano de la prensa norteamericana en Europa, Karl Wigand: "La guerra en Europa está ya decidida. Polonia tiene el apoyo asegurado de Inglaterra y Francia y no cederá ante ninguna demanda alemana. América entrará en guerra después de que lo hagan Inglaterra y Francia". La rotundidad del embajador resulta bastante curiosa. Por un lado, Londres no firmará su acuerdo con Polonia hasta el 25 de agosto y, por otro, el pacto germano-soviético ni siquiera ha sido planteado. De esta sucinta relación cabe concluir que: - Hitler estaba decidido a invadir Polonia y la amenaza de las potencias de su flanco oeste no le preocuparon excesivamente, convencido de que no intervendrían a tiempo para complicarle la campaña con dos frentes. - La posición beligerante de Hitler aún mejoró cuando consiguió un acuerdo de no agresión con la URSS y un sabroso anexo que repartía Polonia y otros territorios del este entre ambos países. - Las potencias occidentales sabían que la guerra era inminente y más aún, no hicieron nada por pararla. Era la guerra que estimaban necesaria para aplastar el poder amenazador del nazismo. La postura de Francia, Gran Bretaña y los Estados Unidos se confirmará en los largos meses de la llamada "guerra en broma", que desde septiembre de 1939 a mayo de 1940, apenas producirá choques militares: el hundimiento de un portaaviones y de un acorazado británicos y un combate naval en el Atlántico Sur, que se saldó con la voladura del acorazado alemán de bolsillo Graf Spee ante Montevideo. Únicamente tiene importancia la campaña de Noruega, por el importante valor estratégico del país que Alemania sostendría hasta el final de la guerra, que no por la dureza de la campaña, ni por los medios empleados. En esos ocho meses se produjeron docenas de intentos mediadores, pero estaba claro que nadie negociaba honestamente. Francia y Gran Bretaña suponían con fundamento que Hitler trataba, una vez más, de confiarles, de alcanzar una atmósfera de paz para seguir rapiñando territorios, como ocurriera en el caso checoslovaco. En esa tesitura, todos sus intentos negociadores y las mediaciones de terceros países se quebraron por falta de confianza. Los intentos alemanes, por otro lado, tampoco iban muy lejos. En numerosas ocasiones Hitler prometió retrocesos tan amplios que resultaron inverosímiles; o exigencias tan violentas que resultaban inaceptables. La negociación que puede estimarse más interesante por la categoría del mediador fue la que a comienzos de octubre de 1939 emprendió el magnate del petróleo William Rhodes Davis, interesado en que no se produjera interrupción alguna de sus suministros de petróleo a Alemania. Este hombre de negocios norteamericano, apoyado por el dirigente de la Federación de Trabajadores de los Estados Unidos (CIO), John L. Lewis, que contaba con 14 millones de votantes, convenció al presidente Roosevelt de la conveniencia de una mediación. Davis se entrevistó con Göring, al que entre otras cosas le asegura que Roosevelt está contrariado por la declaración británica de guerra contra Alemania, para la que Londres no le había consultado. Roosevelt pedía a Berlín que abandonara las zonas checoslovacas no alemanas y que propiciara la creación de un gobierno checo independiente. Respecto a Polonia, que crease un gobierno autónomo, reteniendo dentro de Alemania solamente las zonas que le fueron arrebatadas por los acuerdos posteriores a la Primera Guerra Mundial. EEUU propiciaría que Alemania, en compensación recibiera las colonias perdidas tras la I Guerra Mundial. Göring y Hitler prometieron el inmediato cumplimiento de esos compromisos si Washington asumía esa mediación. Davis regresó a los EEUU rápidamente, acompañado por un embajador especial alemán que pudiera extenderse en detalladas explicaciones si fueran necesarias. Teóricamente deberían haber sabido algo el 5 de octubre, pero Roosevelt nunca recibió a Davis, No se conoce explicación alguna a esta curiosa y estéril misión. Sin embargo, hay sobrados documentos diplomáticos contemporáneos que muestran al ejecutivo norteamericano plenamente dispuesto a ayudar a Londres y París en su guerra con Alemania, suministrando armas, piezas y repuestos, y otorgando un indiscutible apoyo político a las democracias europeas. ¿Se trataba de una mera maniobra de distracción interior, para contentar a los sindicatos, por ejemplo, o de una forma de ganar tiempo?... A este respecto debe recordarse que Hitler inicialmente había anunciado su ataque contra Francia para el 12 de noviembre. Y también que, aunque el ejército de Hitler no había conseguido ni su óptima preparación ni el mejor armamento previsto, pues los planes del canciller alemán fijados hablaban de la posibilidad de guerra en 1944, estaba en inmejorables condiciones para aplastar a sus contrarios. Estos eran inferiores en medios acorazados y aéreos y, sobre todo, carecían de una doctrina de guerra y un adiestramiento adecuado para la cooperación de aviones y carros y para las grandes operaciones blindadas. Francia se quemaba las cejas proyectando un avión de caza capaz de competir con los alemanes y, aunque al final lo lograron, apenas si contaban con unidades operativas cuando comenzaron las hostilidades. Londres estaba poco mejor. En 1938, cuando Chamberlain cedía en Munich, Gran Bretaña no contaba con ningún caza moderno. Su Hurricane estaba a nivel de prototipo y los Spitfire a la altura de proyecto. Según algunas fuentes, Londres disponía de cinco cañones antiaéreos modernos para su defensa. En 1939 ocurre algo similar con los carros Francia, Gran Bretaña y Alemania refuerzan con la máxima presteza sus arsenales blindados. Francia no lo logró, Gran Bretaña sí consiguió poner en marcha un carro competitiva con los alemanes. Aún hoy existe división entre los especialistas al juzgar si la ventaja cualitativa y cuantitativa militarmente hablando era mayor en noviembre de 1939 o en mayo de 1940. Según unos, la superioridad alemana era mayor en el otoño del 39, según otros era superior en 1940. Sea como fuere, lo cierto es que los futuros contendientes no podían saber eso y como es lógico, trataban de ganar tiempo esperando mejorar su situación. Quien de verdad, sin embargo, ganó el tiempo que precisaba para poner en marcha la mayor industria militar que hubiera podido soñarse en la época fueron los Estados Unidos, que, como datos apabullantes, podían ofrecer en 1942, su primer año de guerra, una producción de blindados superior en 20.000 unidades a la que tenía Alemania y unas cifras de fabricación de aviones superiores a las alemanas en 40.000 aparatos. Tras estas consideraciones cabe concluir que Hitler, aunque en pocas cosas se pueda estar de acuerdo con él, tenía una visión política muy clara cuando pronosticaba que Inglaterra, ganase o perdiese la guerra contra Alemania, labraría la ruina de su poder mundial, dejando sitio a un vencedor en todos los terrenos, los Estados Unidos. Pero antes de que todo esto ocurriera, más de medio mundo se vio envuelto en el más espantoso conflicto de la Historia. Más de cincuenta millones de seres perdieron la vida. Más de cien millones fueron heridos, perseguidos, despojados de cuanto tenían, incluso de su patria. En menos de seis años, el mundo cambió de aspecto, de fronteras, de organismos, de sistemas de producción, de tecnología... Todo se puso en marcha el primero de septiembre de 1939, cuando Hitler atacó a Polonia.
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Pero también hubo países y regiones en que, casi siempre por iniciativa privada, y en ocasiones desde mucho antes del siglo XVIII, se estaban produciendo una serie de innovaciones llamadas a cambiar profundamente el panorama agrario europeo. Veremos a continuación algunos de ellos, comenzando por los Países Bajos, que se encontraban a la cabeza de la agricultura europea desde la Baja Edad Media. El entorno de las ciudades fue, en toda Europa, un espacio idóneo para la aparición de una agricultura intensiva y de altos rendimientos que, impulsada por la demanda urbana, combinaba el cultivo de una variada gama de productos, entre los que solían destacar las frutas, hortalizas y algunas plantas industriales con la cría de ganado (vacuno, frecuentemente). Los Países Bajos unieron, a su temprano y extraordinario crecimiento urbano, una alta densidad demográfica, que posibilitaba el empleo intensivo de mano de obra, y un sólido comercio exterior, que aseguraba el abastecimiento de los productos en que eran deficitarios. Y así, en un medio físico, en principio, no particularmente dotado por la Naturaleza, pudo desarrollarse una agricultura muy avanzada, marcada por la especialización y la casi entera orientación al mercado y cuya rentabilidad económica permitió realizar cuantiosas inversiones (aunque el capital no procediera únicamente del mundo agrario) para desecar pantanos y ganar tierras al mar (polders) contrarrestando en cierta medida la falta de espacio, uno de los principales problemas de la zona. El sistema, tras una etapa de evolución, quedó fijado en el siglo XVII y en él el cultivo de cereales no era tan prioritario como en el resto de Europa -D. Defoe decía que los holandeses no producían trigo "ni siquiera para alimentar a sus gallinas"-, ya que eran importados desde el Báltico. Las tierras más pobres y alejadas de las ciudades se destinaban a la ganadería ovina y al cultivo de granos en la consabida rotación trienal. Mientras tanto, en los entornos urbanos, donde dominaban las pequeñas y medianas explotaciones de propiedad campesina o arrendadas a los burgueses ciudadanos, y en las tierras más fértiles, trabajadas con nuevos aperos más eficientes, como el ligero arado brabanzón, se intensificó la producción hortícola -en la que, por cierto, el tulipán figuraba ya desde el siglo XVI- se pusieron en práctica complejas alternancias de cultivos, en las que a los cereales sucedían plantas industriales, leguminosas y forrajeras. Algunas de ellas mejoraban la nitrificación de la tierra -aunque en la época no se tenía conocimiento científico de ello, la experiencia mostraba que no eran perjudiciales-, posibilitando su más intenso aprovechamiento. Con la ayuda del abono -que, no obstante, y a pesar de las mayores cantidades de estiércol disponibles y de la utilización de residuos urbanos y otros variados productos, seguía siendo insuficiente- se reducía considerablemente el barbecho (un año cada cinco o más) o incluso llegaba a eliminarse. Los cultivos forrajeros y las praderas, que también podían estar integradas en el sistema -tierras destinadas a ello entre dos etapas de cultivo-, permitían el mantenimiento de una importante cabaña ganadera. Y, a su vez, ésta proporcionaba estiércol y, por otra parte, mejoraba la alimentación humana, al aumentar la disponibilidad de carne, leche y los magníficos quesos y mantequillas que llegaron a convertirse en un símbolo gastronómico-cultural del país. Pese a todo, parece que los rendimientos se mantuvieron bastante estables a lo largo de toda la época moderna. Igualmente antiguos y vinculados a la intensa urbanización fueron los orígenes de la agricultura intensiva en el norte de Italia. Prosiguió ésta su avance en el XVIII, frente a un Sur (Apulia, la Sicilia ya citada) dominado, salvo el entorno de Nápoles, por el cultivo extensivo de cereales y la ganadería trashumante. Una de sus peculiaridades fue la de contar en el valle del Po, desde el siglo XV, con una notabilísima red de regadíos que facilitaba el mantenimiento de praderas artificiales, de beneficiosos efectos para la ganadería, así como la intensificación de cultivos y la expansión de otros, como el maíz y el arroz. Particularmente, el maíz, regado e integrado en sistemas de rotación, en alternancia con otros cereales (trigo, sobre todo, o centeno) y plantas forrajeras, permitió dejar el barbecho como algo residual o llegar incluso al cultivo anual. Frutales y moreras (en Italia se producía la mayor parte de la seda bruta europea) en los márgenes de las fincas o en cultivos especializados, y grandes viñedos, enriquecían el panorama. Y todo ello en el marco de haciendas medianas o grandes, frecuentemente en régimen de explotación directa por sus propietarios con criterios claramente empresariales y capitalistas. Las grandes explotaciones de los patricios venecianos en su Terraferma, que empleaban a un numeroso personal asalariado dirigido por capataces estrechamente vigilados por los propietarios, constituyen un buen ejemplo. La alta rentabilidad obtenida en ellas, muy superior a la proporcionada por la deuda pública, mayor incluso que la del comercio, justificaba las inversiones en mejora de la infraestructura (drenajes, desecaciones...) y las experiencias para intensificar la producción. En otros casos las innovaciones se llevaron a cabo en el transcurso del siglo XVIII y aparecían, como islotes, un poco por todas partes. Cataluña puede ser un ejemplo, así como ciertas regiones alemanas, que experimentaron un profundo cambio tras los descalabros de la Guerra de los Treinta Años y a los que, a veces, se sumaron los de las guerras de Luis XIV. En el caso de Renania -única región en que, a título de ejemplo, nos fijaremos- dicho cambio, con el desarrollo de los mercados urbanos y las posibilidades de exportación (en particular, hacia los Países Bajos) como motor, se vio impulsado por el incremento de la propiedad en manos de las burguesías de las ciudades portuarias del Rin medio, que actuaban a su vez como agentes de los grandes dominios aristocráticos y eclesiásticos. Y se concretó en la extensión de una agricultura especulativa acompañada de una paulatina transformación de los sistemas de cultivo. Se incrementaron las áreas dedicadas a la vid y a otras plantas comerciales (lino, achicoria o tabaco, por ejemplo, transformado este último en las propias ciudades, como Colonia o Maguncia); se alcanzó, a partir de 1750, una elevada producción de patatas, lo que permitía exportar mayores cantidades de grano, producido con frecuencia en grandes explotaciones cuyos propietarios o explotadores directos solían aplicar una política de almacenamiento en función del nivel de precios. Y la rotación trienal fue sustituyendo al sistema de año y vez y aún a finales del siglo, particularmente en el Palatinado y el electorado de Tréveris, se llegaba a la desaparición del barbecho por una alternancia de cultivos similar a la neerlandesa, en íntima relación con el crecimiento de la ganadería bovina estabulada. La agricultura renana, que ya hacia 1748 había llamado la atención de un viajero, David Hume, por su prosperidad, era en las décadas finales del siglo una de las más reputadas de Europa. Fue, sin embargo, el proceso inglés el que inspiró la expresión "revolución agrícola", de profundo arraigo en la historiografía, aunque cada vez más discutida y matizada, hasta el punto de que D. C. Coleman, por ejemplo, ha llegado a señalar, no sin una pizca de humor, que "no fue tan peculiarmente inglesa, tan revolucionaria ni tan dieciochesca". Hubo, ciertamente, cambios importantes en la agricultura inglesa. Pero algunas de las prácticas que definen el proceso eran ya empleadas con anterioridad fuera de Inglaterra (Países Bajos, por ejemplo). Los cambios repentinos y radicales, asociados normalmente al término revolucionario, son prácticamente imposibles en agricultura, dirá F. Crouzet. Y, por último, el proceso que nos ocupa hunde sus raíces en el siglo XVII para muchos autores, el período clave- y se proyecta más allá de 1800. Lo único revolucionario, para S. van Bath, fue la extensión de todo ello a una escala mayor que en períodos anteriores. En cualquier caso, la agricultura inglesa era, hacia 1800, la más desarrollada de Europa y, aunque desde 1760, aproximadamente, se importaban granos a la isla (pero más por la diversificación que había experimentado la producción agraria que por incapacidad técnica), había aumentado su producción hasta sostener uno de los crecimientos demográficos más importantes. Hubo, por supuesto, ampliación de la superficie cultivada, impulsada por el alza de precios de las últimas décadas y, además, asociada a la difusión de los cercamientos. Pero más importante que éstos fue la vía de la intensificación. Y en ella, las innovaciones en aperos y útiles de labor fueron mucho menos importantes de lo que se ha sólido creer. La difusión del arado Rotherham, de hierro e inspirado en el brabanzón, no se dará hasta las últimas décadas del siglo, continuando hasta 1820; la famosa sembradora de Jethro Tull parece que apenas se utilizaba; sólo la trilladora de A. Meickle (1786), que podía ser accionada, entre otras formas, por vapor, conoció un éxito mayor, pero será en el primer tercio del XIX cuando adquiera carta de naturaleza. El elemento más destacado de la "nueva agricultura" fue la difusión de la rotación acelerada de cultivos (insistimos, no obstante, en que ya con anterioridad se recomendaba y practicaba algún tipo de alternancia). Tal y como se afianzaron en la segunda mitad del XVII y a lo largo del XVIII, se pueden señalar dos sistemas básicos, según los tipos de suelos: el de la agricultura convertible (convertible husbandry), el más antiguo, y el de la agricultura alternante (alternate husbandry) o sistema Norfolk, considerado el modelo clásico de la agricultura inglesa del Setecientos. Los cultivos que alternaban en ellos y la duración de los distintos ciclos pueden verse en el cuadro adjunto, aunque había bastantes variantes locales, con forrajeras diversas y también con algún año de barbecho. Las ventajas del sistema, esbozadas más atrás, se resumen en la consecución de una mayor complementariedad entre agricultura y ganadería y la supresión del barbecho sin forzar el agotamiento de la tierra, que también fue sometida a prácticas de rectificación para la mejora de sus cualidades. Quizá no aumentó espectacularmente el rendimiento de los cereales ni aun su producción global. Pero los nuevos cultivos y la eliminación del barbecho incrementaron enormemente el rendimiento total de la tierra hasta en un 30 por 100 por unidad de superficie, en estimación de E. L. Jones-, mejorando la disponibilidad de alimentos (también de carne y leche) y de materias primas. Por otra parte, se comenzó o intensificó, según los casos, la práctica de la selección de semillas y animales, siendo obligado citar en este sentido al granjero Robert Bakewell (1725-1795), empeñado desde mediados de siglo en mejorar la producción cárnica de los corderos, aun a costa de sacrificar la de lana. Y hacia 1780 se iniciarían las experiencias para mejorar la producción de leche de vaca, mediante el cruce de razas autóctonas con otras de origen holandés. Todo ello fue acompañado por la difusión de las enclosures o cercamientos, es decir, el establecimiento de unidades de explotación agraria concentradas y separadas físicamente de las demás, mediante cercas de diverso tipo, sustrayéndolas a los usos y servidumbres comunales tradicionales y favoreciendo así su explotación independiente y, en su caso -porque no siempre ocurrió-, la adopción de las prácticas descritas. El proceso entrañó un ataque sistemático a las tierras comunales, que fueron privatizadas e incorporadas a los cercados. No era algo nuevo. Había comenzado en época bajo-medieval y su alcance, todavía muy reducido a principios del XVII, parece ya notable a finales de ese siglo, aunque la falta de fuentes hace imposible su cuantificación. Pero se aceleró desde entonces y, muy especialmente, a partir de 1760, cuando se hizo mayoritariamente con la intervención del Parlamento: probablemente afectó a unos 7 millones de acres, es decir, unos 2,5 millones de hectáreas entre 1760 y 1815. Hasta entonces los cercamientos se habían realizado mediante acuerdos entre los principales propietarios de la localidad y podían no afectar más que a una parte del término municipal. La intervención parlamentaria suponía, una vez superadas las alegaciones en contra, la sanción legal del proyecto y su aplicación a todo el término. Su puesta en práctica requería el asentimiento de la mayoría de los propietarios (cuatro quintos en un principio; dos tercios desde 1773) y el nombramiento de una comisión para llevar a cabo la reorganización práctica del territorio, es decir, la venta y reparto de los bienes comunales, la constitución de unidades compactas similares en extensión y calidad a las que cada propietario tuviera antes dispersas, engrosadas con la parte correspondiente de los antiguos comunales -lo que no era, ni mucho menos, tarea fácil-, así como la construcción de cercas para las haciendas y los nuevos caminos necesarios. Los gastos que entrañaba la operación, muy elevados, se repartían proporcionalmente entre los afectados. De ahí que para muchos pequeños propietarios supusiera el endeudamiento y aun la ruina. Si el doble proceso citado pudo llevarse a término fue porque ya a principios de siglo la agricultura inglesa estaba fuertemente comercializada, lo que se traducía en su alta especialización y su sensibilidad a las fluctuaciones de los precios. Desde 1689, las corn-laws preveían primas a la exportación de granos en caso de precios interiores bajos. Así, aunque los precios del grano fueron bajos, aproximadamente, hasta mediados de siglo, los agricultores pudieron mantener la producción de cereales, que podía encontrar salida en la exportación -aunque ésta nunca fue importante- o en otros usos internos, como la fabricación de ginebra o cerveza -lo que, por cierto, ocasionó en algún momento problemas de salud pública-; además, se tendió a diversificar la producción, difundiéndose las alternancias que posibilitaban la producción de forrajes y, por lo tanto, el aumento de la ganadería. La nueva coyuntura alcista de los precios, desde 1760, aproximadamente, supuso un estimulo para la extensión de cultivos y el desarrollo de las enclosures. En otro orden de cosas, el proceso de concentración de la propiedad estaba ya muy avanzado a mediados de siglo y aunque se aceleró con las enclosures, se dio también al margen de ellas. Y la estructura de la explotación podía favorecer también la innovación. Los propietarios cedían normalmente la tierra en arrendamiento a los farmers -se calcula que a mediados de siglo nada menos que el 85 por 100 de la tierra cultivada estaba explotada por arrendatarios-, quienes se veían apoyados por aquéllos para invertir y mejorar la producción, lo que iba en beneficio de ambos: se conocen casos en que los arrendatarios obtenían beneficios equivalentes a los de los propietarios. Y como telón de fondo imprescindible, hay que situar la importante demanda de unas ciudades en pleno desarrollo. Ahora bien, todo tuvo sus limites. A finales del siglo XVIII las innovaciones distaban mucho de aplicarse en todo el territorio inglés y había algo más que restos de agricultura tradicional y atrasada, especialmente en las zonas noroccidental y central del país. Se aproximaba a los 8 millones de acres (unos 3,2 millones de hectáreas) la tierra sin cultivar o en barbecho. Las pequeñas explotaciones no desaparecieron y en ellas los campesinos eran incapaces de adoptar las innovaciones técnicas. Incluso en las explotaciones de mayor tamaño aquéllas avanzaban despacio; fueron muchas las enclosures dedicadas a la explotación ganadera y no a la agricultura y es muy probable que el sistema Norfolk no se generalizara hasta 1830. No obstante, había mejorado sensiblemente la producción agropecuaria, las crisis de subsistencia habían casi desaparecido del horizonte inglés y se estaba en la vía de la modernización, que proseguiría en las décadas siguientes. Y al iniciarse el segundo tercio del siglo XIX, la agricultura inglesa era ya plenamente capitalista.
contexto
De alguna manera la dicotomía que planteaba Kosuth en sus tres sillas, la propuesta del Minimal de implicar el problema temporal -estar allí entonces- en su juego de objetos "literales", la idea de pasarlo todo de un plano personal a un plano colectivo de Boltanski... se resuelve en la década de los 80, un lugar que prometía la multiplicidad, la idea de diversos soportes, estilos y temas que convivirían en el territorio de lo ecléctico. Proliferación de nuevas formas de arte político que toman como punto de partida lo sexual y lo racial, revisión total de la autoría a partir del apropiacionismo... Debería haber sido un bello proyecto, un arte de representación teatral en el que todos somos todo -artistas, espectadores, obra, hombres, mujeres, blancos, negros, chinos...-, en el que nadie ni nada es idéntico para siempre, porque el arte de los 80 ha sido representación pero, ¿qué pasaría si como vaticinaba Boltanski "cuando se representa ya no se vive"?.La generación de los 80 ha crecido prendida de la teoría, ha aprendido a construir el lapsus expulsando por completo la sorpresa, el azar. Ha creado un arte esencialmente textual que basa toda su estrategia en lo lingüístico, un arte que exige del espectador una información previa que le permita descifrar las trampas. Si no se conocía la foto originaria de Evans no se podía entender el guiño: alguien fotografía una foto de Evans y la firma con su nombre. El arte de los 80 debía venir acompañado con un manual de uso y, al fin, la negación de la historia acababa por ser una recurrente cita de la historia, la heterodoxia una recuperación culta de la ortodoxia, releída, eso sí, pero ortodoxia al fin y al cabo.En la carrera por las exclusiones -del espacio, de la pasión, del azar, de la historia...- el espectador, nosotros en tanto mirada, éramos excluidos a no ser que llegáramos hasta el camuflado acontecimiento con las armas de lectura exigidas. El arte de los 80 era, al fin, un arte esencialmente instalado en la alta cultura, aunque se disfrazaba a veces de baja cultura, bien es cierto, pero era sólo otra trampa del lenguaje. La apropiación de signos de otros medios, de otros tiempos, de otras culturas, de otros estratos sociales... estaba tan connotada que requería un control sofisticadísimo sobre cada una de las significaciones -las viejas, las nuevas, las posibles, las probables, las recurrentes, las falsas, las aparentes...-. Mirar no bastaba. Por mucho que se buscara tampoco ahí acaba de aparecer el desnudo, aunque la situación era más ambigua que la del Armory Show, más perversa: leer a Evans resulta fácil, saber que se trata de la foto de una foto de Evans es otra cuestión.El arte de los 80 era, así, un arte altamente intelectualizado que no hubiera podido existir sin la crítica. Y era un arte, además, que se contaminaba, como el lenguaje, que parecía decir algo que en realidad no estaba diciendo. No obstante, cada detalle, cada síntoma, formaba parte de un plan sin fisuras. Los artistas de los 80 sabían, más que nunca, lo que tenían que decir, lo que tenían que sentir "y qué cara poner mientras lo estaban sintiendo", como comentara Andy Warhol del cine. Sin duda, una respuesta contundente a la crítica greengeriana que exigía pureza al arte, que exigía al arte seguir una línea, no salirse de esa línea, hacerse cada vez más frío, más puro, más preciso. O no tanta crítica al fin. Tal vez se trataba sólo del sueño de Greenberg hecho realidad, aunque fuera un producto final algo diferente del que Greenberg hubiera podido imaginar.El tan explotado cuerpo que se anunciaba revolucionario en sus usos en los 60 y hasta los 70, se iba convirtiendo en su propia caricatura. Primero se simulaban cadáveres y luego se retrataban cadáveres reales. Primero se simulaban cambios en el cuerpo y luego se cambiaba el cuerpo en el quirófano como hace la artista francesa Orlan, quien, a través de un ordenador, va escogiendo las partes más connotadas de algunos cuadros clásicos de la Historia del arte y recomponiéndolas en su propio rostro a través de operaciones de cirujía plástica.El arte de los 80, o esas ciertas formas que entonces intrigaron, han envejecido mal, igual que la crítica o la teoría. Ahora, desde hace unos años, han dejado de aparecer movimientos nuevos -se habla sí de multiculturalidad, pero ese es también un fenómeno de los 70; se habla de multimedia, aunque se trata de algo que nació en los 60. Tal vez se nos han agotado las ideas o a lo mejor el hecho mismo de que nos hayamos quedado sin nombres es prueba de buena salud (los británicos dicen que la falta de noticias son buenas noticias). La naturaleza de los encuentros se ha transformado y si el arte de los 30 era nacionalista, el de los 80 se ha convertido en cosmopolita, que es en este caso tanto como decir corporativo, idéntico en todas partes. ¿Con qué, con quién encontrarse entonces si ya no quedan sorpresas, ni azar, ni secretos?Todos han querido triunfar en la metrópoli y para triunfar en la metrópoli hay que seguir las reglas, las modas. El problema que plantea tal estrategia es que, al final, todo se acaba por parecer mucho a todo, cada chiste resulta incómodamente familiar. El artista conceptualizante John Baldessari (1931) narra muy bien el drama en "Ingres y otras parábolas": "Un joven artista que había terminado sus estudios en la escuela de Bellas Artes preguntó a su profesor cuál debía ser el siguiente paso. Ir a Nueva York, dijo el maestro, y llevar diapositivas a todas las galerías y preguntar si quieren exponer tu obra. Y eso fue precisamente lo que hizo. Fue a una galería tras otra con sus diapositivas. Los directores las miraban una por una, al trasluz, para verlas mejor. Y parpadeaban en la operación. Es usted un artista demasiado provinciano, decían todos. Lo que usted hace ya no se lleva. Nosotros buscamos historia del arte. No desesperó. Se mudó a Nueva York. Pintó sin parar, casi no dormía. Fue a inauguraciones de museos y galerías, fiestas en estudios y bares de artistas. Hablaba con todo aquel que tuviera algo que ver con el mundo del arte. Viajó y no hizo más que leer sobre temas de arte. Se derrumbó. Llevó sus diapositivas por las galerías una segunda vez. Los directores le dijeron: Ah, por fin ha entrado usted en la historia."Y la moral del cuento, según Baldessari, es que historia mal pronunciada suena a histeria, la histeria de entrar en la historia, seguramente. Aunque quedan, como es lógico, proyectos personales, artistas que siguen trábajando en su propia línea, gentes que, como Hesse, "no pueden ser tantas cosas". Y tal vez se están encontrando, un día como hoy, con alguien a quien merezca la pena desvelar un secreto.