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Datos principales


Desarrollo


Una de las primeras instituciones educativas filipinas fue precisamente un colegio de niñas, Santa Potenciana, fundado en Manila en 1591 por la Casa de la Misericordia, una obra pía que tuvo una gran influencia en la ciudad. La Corona dotó a esta fundación de propiedades con las que mantenerse a través de las rentas que percibían. Estas rentas se redondearon además con donaciones de particulares. El colegio pudo contar así con una capilla, un médico, una botica y una enfermería. Felipe II aprobó su fundación por Real Cédula de 11 de junio de 1594. La puso también bajo su Real Patronazgo. En ese mismo año el gobernador Luis Pérez Dasmariñas presidió la inauguración. En 1596 residían 60 jóvenes, a quienes se daba formación religiosa y entrenamiento en las labores domésticas. La mayoría de ellas eran huérfanas o necesitadas, pero algunas eran internas de pago. También vivían allí de modo temporal las esposas de soldados o marineros, acogidas temporalmente durante las ausencias de sus maridos. En 1621 el colegio contaba con una encomienda y una renta anual de mil pesos con cargo a las Cajas Reales. Pocos años después sus ingresos aumentaron con la concesión de derechos de la nao de Acapulco. Desde 1627 se situó bajo la administración de dos oficiales de la Real Hacienda, quienes se hicieron cargo del mantenimiento del colegio hasta 1880. Como se ha dicho, se instruía a hijas de españoles que habían servido al rey en las islas. Además de la educación recibían una dote en el momento en que contraían matrimonio.

Era el gobernador general el encargado de distribución de becas y el responsable del mantenimiento de la disciplina interna y de la administración económica. En torno a 1636 el colegio se vio envuelto en la encarnizada disputa que enfrentó al gobernador Hurtado de Corcuera con el arzobispo Fray Hernando Guerrero y las órdenes mendicantes. El motivo fue la pretensión de estos de recluir allí a mujeres de vida escandalosa, a lo que se negó el gobernador prohibiendo que nadie fuera admitido sin su aprobación. El Consejo de Indias apoyó al gobernador. Sin embargo, hasta los últimos días de esta institución existieron denuncias por tener acogidas a mujeres descarriadas, a veces a instancias del gobierno, bajo pretexto de una temporada que se prolongaba años. El colegio se había visto envuelto en algunos casos escandalosos que fueron oscureciendo su prestigio. En 1618, por ejemplo, se descubrió que el General José Manuel de la Vega entraba en el colegio metido en un cestillo para verse a escondidas con una mujer casada, que residía en Santa Potenciana. Los culpables fueron castigados, pero la imagen quedó deteriorada y provocó el interés de los gobernadores por velar para que la fundación respondiera a su misión educativa y se evitaran los malos ejemplos. Sin embargo, a mediados del siglo XVII un nuevo escándalo dañó al colegio. Hipólita de Zárate y Oseguerra, esposa del maestre de campo y alguacil mayor de Manila, Antonio Carreño de Valdés, fue acusada de envenenar a su marido como venganza por haberle abandonado en el Colegio, con la excusa de las campañas militares.

Aunque otros vecinos salieron en su defensa argumentando que Hipólita era una mujer virtuosa que vivía recluida en Santa Potenciana por deseo propio, las habladurías en una ciudad tan pequeña dañaron el prestigio de la institución. El declive del colegio continuó en los siglos posteriores, no sólo por la pérdida del prestigio, sino también por la progresiva ruina de su patrimonio. El terremoto de 1645 produjo el hundimiento de una parte del edificio y la muerte de 8 niñas. En 1825 se aprobaron unas nuevas ordenanzas que definían claramente las obligaciones de las personas responsables y de las internas, marcaban un riguroso horario y preveían lo que se tenía que hacer en el caso de un matrimonio de una alumna, de profesión en el convento de Santa Clara o de fallecimiento, que eran las tres únicas salidas contempladas. Para principios del siglo XIX las propiedades de Santa Potenciana estaban arruinadas por la mala gestión de sus administradores y no dejó de experimentar dificultades hasta que en 1861 fue adscrito al de Santa Isabel, quedando bajo el patrocinio de la Casa de la Misericordia. A partir de entonces sería esta institución la que se encargaría de administrar las rentas y se comprometía a reservar una parte de sus fondos para el mantenimiento de este centro.

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