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Edad Moderna

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Las brujas, indica Ricardo García Cárcel, supuestamente pueden actuar en algunas parcelas de la vida humana como la salud, el sexo, las necesidades económicas y la angustia ante el futuro. Según el mismo autor, se ha vinculado la caza de brujas a la persecución de éstas como representantes del feudalismo a extinguir ante el naciente capitalismo de la burguesía (141). Para Julio Caro Baroja, interesado en esta temática, se puede distinguir entre brujería y hechicería; en la primera hay relación entre la bruja y el demonio, y en la segunda, no (142); pero ambas son consideradas como superstición a perseguir, aunque "el papel de la Inquisición en los casos de brujería fue mucho más limitado de lo que comúnmente suele creerse" (143), porque hasta principios del siglo XVI en España fue un delito que incumbía a las autoridades civiles y estaba castigado con la muerte en hoguera (144). Gráfico Es posible distinguir tres etapas en la publicación de textos sobre la brujería. En el siglo XIV, la bula Super illius specula del Papa Juan XXII y el Directorium de Nicolás Eimerich distinguen a los que creen, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, que las brujas realmente hacen lo que dicen hacer y los que, siguiendo a San Agustín, consideran que son meros ensueños imaginativos (145). En el siglo XV hay que reseñar la bula Summis desiderante affectibus del Papa Inocencio VIII y el Malleus maleficarum ("Martillo de las brujas") escrito por los dominicos alemanes Kraemer y Sprenger, que inspiró los decretos papales y episcopales sobre la materia.

Según Henry Kamen "ningún libro de su época promovió más una materia que trataba de combatir" (146). El libro tiene tres partes: en la primera, se trata sobre la perversidad de la brujería y se considera herejía a quien diga lo contrario. En la segunda, resume las actividades propias de las brujas como sus pactos y relaciones sexuales con los demonios. La tercera parte se dedica a exponer los medios jurídicos para proceder contra las brujas (147). Según sus autores "la brujería era una práctica basada en el comercio con Satán y los poderes de las tinieblas, y que las brujas comían y devoraban realmente niños, copulaban con los demonios, volaban por los aires para acudir a sus encuentros en el Sabath, atacaban el ganado, provocaban tormentas y conjuraban los poderes del rayo" (148). Ya en el siglo XVI, destaca la bula Coeli et terrae, del Papa Sixto V en la que se generaliza dando tratamiento de herejía a cualquier manifestación esotérica, confirmando la preocupación del tribunal por acabar con las alternativas a la verdad de la religión contrarreformista. Parece que la brujería fue un fenómeno circunscrito a la zona norte de España: Navarra, Vizcaya, Asturias, Galicia, Pirineos y con menor intensidad, en otras zonas. Estas prácticas son un fenómeno restringido a zonas apartadas y montañosas donde hay elementos de crisis económica y social: el demonio se hace responsable de esos males y la bruja actúa como su instrumento.

En España, durante el reinado de los Reyes Católicos y los Austrias hubo relativa tranquilidad político social: no hubo guerras de religión, ni invasiones extranjeras. Ésta puede ser la causa de la escasez de brujas en la península ibérica, según el hispanista francés Joseph Pérez (149). Para Gustav Hennignsen, experto danés sobre la Inquisición, las estadísticas demuestran que en España se juzgaron casos de brujería pero rara vez se quemaban brujas, debido a la meticulosidad de la Inquisición; en el resto de Europa, la caza de brujas era un asunto de la justicia ordinaria y las víctimas fueron cuantiosas (150). Según Ricardo García Cárcel, entre 1550 y 1700 fueron juzgadas por brujería en España 3532 personas. Los tribunales con mayor número de encausados por este delito fueron Sicilia (456), Logroño (387), Valencia, (337) y Zaragoza (327). Se condenó a muerte en hoguera al 1% de los juzgados (151). Desde 1520, los edictos de fe tanto en Castilla como en Aragón incluyeron la magia, el sortilegio y la brujería entre las listas de delitos que se consideraban heréticos. En 1525 se determinó que la represión de la brujería no dependiera de las autoridades locales sino del Santo Oficio. Una Junta reunida en Toledo se planteó si era posible dar fe de lo que dicen las brujas y que disponen de poderes extraordinarios debido a sus pactos con el demonio. En general, en España los teólogos eran proclives a creer en la existencia real de los aquelarres, mientras los juristas mantenían sus reservas al respecto.

Dado que la mayoría de los inquisidores de distrito eran juristas, se puede entender la postura tomada por el Santo Oficio en España: se exigían pruebas convincentes y no simples rumores. En 1527 el inquisidor Avellaneda adoptó una línea dura ante las brujas de Navarra a través de Sancho de Carranza, inquisidor del tribunal de Calahorra (152).Sin embargo, a partir de 1530 se ralentizó la actividad de los jueces y se generalizó la cautela. En ésta línea, ese mismo año, el Consejo de la Suprema Inquisición remitió una carta al Consejo real de Navarra indicando que era necesario proceder "con mucho tiento y sobreaviso, porque tenemos esta materia (...) por muy delicada y peligrosa" (153). La Inquisición no tuvo un marcado interés por reprimir la brujería. En 1526, el inquisidor general Valdés abrió el debate sobre si lo que las brujas dicen hacer es real o son meras imaginaciones. Se hizo una consulta oficial a un grupo de juristas que se pronunció respecto a las brujas, indicando que más que perseguirlas, había que conseguir educarlas y enviarles predicadores. Efectivamente se concluyó que a las brujas les faltaba formación cristiana por lo cual el criterio de actuación ante las brujas debe ser lenitivo, enviando predicadores a la zona afectada (154). Durante mucho tiempo, la Iglesia no creyó conveniente intervenir contra las prácticas que no suponían intervención diabólica y pacto con el demonio.

En España, al contrario que en el resto de Europa, hay pocos autores que consideren posible este tipo de relación con el demonio, entre ellos está el teólogo Francisco de Vitoria. Por su parte, el franciscano Fray Martín de Castañega consideraba en su Tratado sobre las supersticiones y hechicerías de 1529, que no pueden considerarse milagros lo que es posible de modo natural. El matemático Pedro Ciruelo en su Reprobación de las supersticiones y hechicerías de 1530, aconseja que en caso de enfermedad se acuda a médicos, cirujanos o boticarios y no a brujas y hechiceras, pero sin embargo considera posible su relación con el demonio (155). El inquisidor general Fernando de Valdés, con gran prudencia, sugiere que las prácticas de la brujería serían posibles debido a alucinaciones que tenían las hechiceras. En esta línea se pronunció el Doctor Laguna indicando que los ungüentos que utilizaban las brujas proceden de plantas solanáceas que son alucinógenas que, por tanto, las brujas creían ser real lo que era argumento de sus sueños (156). Fernando de Valdés consideraba más provechoso enviar al norte de Navarra predicadores que hablen vascuence, como las brujas, de manera que se les predique en su lengua materna; considera más efectiva esa actitud que la de quienes son favorables a los castigos. Se extendió en España la idea que de las brujas sufrían alucinaciones y que había que tener lástima de las hechiceras más que castigarlas.

Se pensaba que esas prácticas se realizaban más por ignorancia que por impiedad y malicia; su castigo debía ser proporcional. Estos eran los argumentos de Alonso Salazar y Frías, miembro del tribunal de Calahorra a quien le competían los casos de brujería de Navarra y a quien dio la razón el Consejo de la Suprema Inquisición. En 1555, dicho Consejo decidió que no se incoaran procesos contra supuestas hechiceras sin su permiso explícito y que siempre se actuara con mucha cautela (157). Efectivamente, a principios del siglo XVII, en Zugarramurdi (Navarra) se produjo un fenómeno de histeria colectiva respecto a las brujas. Fue éste uno de los procesos más famosos del reinado de Felipe III (158). "Tanto al sur como al norte de la frontera entre Francia y España, centenares de mujeres fueron denunciadas como brujas que se reunían por la noche para celebrar aquelarres, adorar al demonio y abandonarse a la lujuria (...) eran responsables de crímenes numerosos: asesinatos de criaturas y adultos, epidemias", etc.(159) . Ante esta alarma social, las autoridades decidieron intervenir en 1610. En Francia la investigación correspondió a dos magistrados del Parlamento de Burdeos que en cuatro meses quemaron a un centenar de brujas. En España se interesó por el fenómeno el tribunal de la Inquisición de Logroño formado por Valle Alvarado, Becerra Holguín y Salazar y Frías. Los dos primeros eran partidarios de hacer escarmentar a las brujas con dureza.

El tercer juez discrepó de sus compañeros. En su informe al Consejo de la Suprema, el inquisidor Alonso Salazar y Frías escribió "Y así tengo por cierto en el estado presente, no sólo no les conviene nuevos edictos y prorrogaciones de los concedidos, sino que cualquier modo de ventilar en público estas cosas, es nocivo y les podría ser de tanto y de mayor daño como el que ya padecen. No hubo brujas y embrujados hasta que se empezó a tratar y escribir de ellos" (160). Los días 7 y 8 de noviembre de 1610, se celebró el auto de fe convocado por el tribunal de Logroño. Se reconcilió a 18 encausadas, se dictó la relajación al brazo secular o pena de muerte para 6 y se relajó en estatua a otras 5 ya fallecidas. Después del citado auto de fe, Pedro de Palencia, discípulo de Arias Montano escribió Discursos acerca de los cuentos de las brujas y cosas tocantes a la magia en 1611 (161). Mientras, en el resto de Europa, se produjo una auténtica cacería de brujas con miles de víctimas; en España la Inquisición fue en estos supuestos mucho más moderada y tolerante (162). Por su parte, el Consejo de la Suprema Inquisición llegó a tres conclusiones: al tribunal le competen los casos de brujería; se recomienda averiguar con detalle lo ocurrido antes de proceder a cualquier detención y se exige consultar a la Suprema en caso de condena a muerte. España se salvó de la histeria popular en relación a las brujas en una época en que esa actitud prevalecía en Europa (163). Los estudios realizados, según Gustav Hennigsen, concluyen que en España se quemaron un total de 59 brujas a lo largo de la extensa historia del tribunal (164).

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