Celtíberos e identidad

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Por José Ignacio de la Torre Echávarri Universidad Complutense de Madrid. Aunque puedan parecer eternas, las identidades son realidades dinámicas que se encuentran en un estado permanente de cambio, al ser continuamente actualizadas por las sociedades. La "identidad celtibérica" no es una excepción, de ahí la dificultad para delimitar "lo celtibérico" en el espacio y en el tiempo, y la posibilidad de que el estudio de sus significados y connotaciones puedan ser históricamente analizados, dado los múltiples y dilatados usos que han recibido en el discurso histórico, arqueológico, ideológico y político; evidenciando que su historia, por remota que nos resulte, acaba siendo historia contemporánea. Si bien es verdad que hubo otros momentos en los que las demandas sobre su origen, herencia, carácter y virtudes se hicieron mucho más palpables, ha sido común invocar al numantinismo, al celtiberismo, o al espíritu y los valores a ellos asociados, con la intención de alentar al heroísmo y despertar el amor a la patria, así como para apoyar en ellos la construcción de identidades. De este modo, su nombre se empleó con frecuencia, aunque en ocasiones sin un significado preciso, cuando se creyó necesario rescatar determinados caracteres constitutivos de "lo español", "lo castellano" o "lo aragonés", al ser percibidos como un símbolo admirable de nuestra propia existencia. Esto propició toda clase de interpretaciones y mitificaciones ajenas a su realidad histórica, por no hablar de la eterna controversia acerca de si fueron íberos en territorio celta, celtas en suelo íbero, o una mezcla racial entre ambos; algo que tuvo mucha más trascendencia de lo que a primera vista pudiera parecer, al derivarse cuestiones raciales y culturales que dieron pie a la construcción de nuevas identidades.

El origen mítico de los celtíberos Desde los primeros años en que el mundo romano entabló contacto con los pobladores del interior peninsular y los geógrafos e historiadores clásicos comenzaron a incluirlos en sus descripciones y relatos, los Celtíberos fueron percibidos como "los otros", con una visión que podría responder más a un sentido geográfico que a una única realidad étnica. A la hora de explicar su origen, historiadores como Diodoro o Apiano, afirmaban tratarse de celtas que tras atravesar los Pirineos se fusionaron con los iberos nativos, recibiendo el nombre común de Celtíberos. Evidentemente, estas gentes compartieron una serie de características comunes, como el ser hablantes de una misma lengua o practicar unos ritos y unas creencias afines, que hicieron que a ojos de los escritores grecolatinos conformasen una cierta unidad. Sin embargo, desconocemos el grado de identificación que los habitantes de la Meseta Oriental mostraron con esta denominación, producto de la "civilizada" perspectiva romana, ya que cuando se refirieron a su identidad lo hicieron vinculándose a su ciudad de procedencia (Numancia, Termes, etc), o al grupo étnico al que pertenecían (arevacos, titos, belos, etc). Por tanto, fueron las fuentes clásicas las que constituyeron la base sobre la que se estableció la primera identidad celtibérica que acabó siendo asumida por los propios celtíberos, y ya el célebre poeta bilbilitano Marcial, en el siglo I d.

C., se definía con orgullo como hijo de Iberos y Celtas. A lo largo de la Edad Media, los celtíberos comenzaron a ser entendidos y explicados a través de mitos de formación, envolviendo su "nacimiento" de cierta neblina que pronto adquirió matices legendarios, en los que la religión jugó un papel importantísimo al permitir relacionarlos con los patriarcas bíblicos. Así, cuando en el siglo I. d. C., el historiador Flavio Josefo identificó a los Thobelis con los Iberos, considerándoles descendientes de Tubal -nieto de Noé-, dio pie a que algunos Padres de la Iglesia comenzaran a explicar el origen del primer poblamiento peninsular a raíz de su llegada, tras el Diluvio Universal. Sin embargo, fueron las visiones que a comienzos del siglo V mostraron San Agustín, al hablar del monoteísmo primitivo de los pueblos hispanos, y, sobre todo, las de Paulo Orosio, las que permitieron relacionar a los celtíberos, y en particular la historia numantina, con la filosofía judeocristiana, al definir una serie de virtudes propias de su carácter como la bravura, la justicia, la lealtad, la misericordia o su gran amor a la libertad. Posteriormente, las noticias sobre su origen fueron codificadas, elaborándose, a partir del siglo XII, una genealogía basada en la etimología de su nombre, que permitió a los cronistas entroncar su historia con la del Génesis, superando la idea de la llegada de celtas desde el otro lado de los Pirineos, para pasar a ser definidos como descendientes directos del primer poblador peninsular.

Así, las obras de Alfonso X el Sabio, Juan Gil de Zamora o Rodrigo Jiménez de Rada explicaban como los celtíberos fueron llamados Cetubales, "por ser el tropel de Túbal". De este modo, la Celtiberia adquirió una concepción identitaria, además de la geográfica, que fue aprovechada tanto por los castellano-leoneses como por los aragoneses y catalanes para identificarse con unos orígenes anteriores a la presencia árabe, permitiendo que "coexistiesen" tres Celtiberias: la histórica descrita por los escritores grecolatinos, principalmente Ptolomeo, y a la que Gil de Zamora se refirió como "toda España y especialmente hasta el río Duero o el reino de Toledo se llamaba Celtiberia"; una segunda, entorno a una Zamora que desde finales del siglo IX reclamaba haber sido levantada sobre las ruinas de Numancia, y que llevó a reinterpretar la ubicación del resto de ciudades situadas en sus alrededores; y una tercera, consecuencia de la reducción de la Celtiberia al Ebro, fomentada por la afirmación de Jiménez de Rada: "la Celtiberia que ahora se dice Catalonia", y que dio pie a que algunos escritores catalanes designasen así a su propia tierra, en lugar de Tarraconense o de Cataluña, que parecía carecer del valor de lo antiguo. Aunque en ocasiones se trató de modestas menciones, el nombre de Celtiberia alcanzó cierta aceptación, permitiendo dotar a estos territorios de un halo de antigüedad y de continuidad de poblamiento; y en el caso de la Corona de Aragón sirvió, incluso, para que algunos monarcas, como Alfonso I El Batallador (1073-1134), recibiesen el título de "Celtiberus", o para que Ermengol V (1092-1102) acuñase monedas en el Condado catalán de Urgel con la representación del jinete con lanza, ¿celtibérico quizás?, incluyendo los caracteres ibéricos en la leyenda, aunque ya carentes de su significado original.

El mito del celtiberismo en el humanismo español Cuando en el Renacimiento volvieron a "redescubrirse" las obras de los escritores clásicos, la idea de la mezcla racial volvió a estar de actualidad como alternativa a la hora de explicar las raíces no míticas de los celtíberos. Lucio Marineo Sículo señalaba, en su Crónica d'Aragón, como la Celtiberia recibió este nombre y sus pobladores el de celtíberos, "a causa de unos pueblos de Francia llamados Celtas" que se fundieron con los habitantes "del río que se llama en latín Ibero". Sin embargo, la emergencia en Europa de los estados modernos llevó a redefinir las identidades de los pueblos, provocando que los humanistas italianos reclamasen su ascendencia romana y que los franceses comenzasen a reafirmar su superioridad a partir de su origen celta, acusando a los españoles de estar sumidos en una barbarie cultural debido a los muchos siglos de dominio árabe. De este modo, y ante la necesidad de crear una conciencia de unidad, en España se alzaron numerosas voces en su defensa, elogiando las gestas militares protagonizadas desde la Antigüedad y hasta la época de los Reyes Católicos. Pero el hecho de que la presencia de celtas en la Península pudiese despertar cierto recelo entre los españoles -recordemos las guerras con Francia durante el reinado de Carlos I-, al poder ser entendida como producto de una "invasión francesa", llevó a que Florián de Ocampo, en 1543, minimizase el problema que suponía admitir su llegada, precisando que los Celtíberos fueron el resultado de la unión entre los Yberos, linaje substancial de los españoles, y los Galos çeltas extranjeros.

Esta solución de compromiso permitió que los celtíberos fueran considerados por todos los historiadores como "españoles" y que el Padre Mariana, Ambrosio de Morales y un largo etcétera, se refiriesen a ellos como "los nuestros". Al mismo tiempo, estos humanistas se debatieron entre la admiración por el clasicismo grecorromano o la exaltación de este pasado "español" en el que sus protagonistas se habían visto obligados a enfrentarse a las pretensiones de dominio romano. El mito del "celtiberismo" adquirió así un respaldo ideológico, al converger en él dos pensamientos desarrollados por la historiografía humanista: el esencialismo hispano y la geografía heroica, que permitieron establecer la existencia de dos ámbitos peninsulares en función de su afinidad o rechazo al mundo romano. Los pueblos del centro y el norte alcanzaron el mayor reconocimiento, al ver personificados en ellos la lucha por conservar el honor y las esencias hispanas, en una marcada diferencia con el resto de pueblos del sur y levante que tan sólo podían presumir de ser más fértiles, ricos y cultos. Estos conceptos llevaron a exaltar una serie de virtudes consideradas propias y características de estos "antiguos españoles", como su bravura, heroicidad y valor guerrero; pero fueron su belicosidad y su gran amor por la libertad los rasgos fundamentales que permitieron identificar a los celtíberos con los españoles contemporáneos. Estas cualidades se conjugaron a la perfección en una Numancia que, con su enconada resistencia al poder romano y su destrucción final, se convirtió en uno de los episodios más importantes y trágicos de la historia española, dando como resultado un conjunto de leyendas relativas a su origen, a la injusticia de la guerra, o a las funestas consecuencias que habría tenido su final; que, según el Padre Mariana, fue "muy perjudicial para España", al facilitar que se extendiese la amenaza romana: "corriendo riesgo la salud, la libertad y las riquezas de toda España".

Sin embargo, costó desligarse de las interpretaciones míticas acerca del origen del poblamiento peninsular, ya que en los numerosos libros publicados acerca de las cosas memorables y grandezas de ciudades españolas, como el de Pedro de Medina (1548), se seguía defendiendo la llegada de Tubal, su responsabilidad en la fundación de algunas urbes y la descendencia de los celtíberos de su linaje. Además, en el desfile de personajes mitológicos, entraron en escena el rey Ydubeda -que habría dado nombre al Sistema Central-, o Briga, quien "edifico en España muchos y grandes lugares: de cuyo nombre, todas las ciudades que en el tiempo se poblaron, tienen su nombre Briga"; entre otras, Nertóbriga, así como las de "Arcóbriga, que es Arcos, en Castilla; Monóbriga, que es Munébrega, próxima a Calatayud; y Angostóbriga, que está cerca de Ágreda". Estas explicaciones fomentaron las reivindicaciones de celtiberismo, con la finalidad de destacar la nobleza y antigüedad de las poblaciones contemporáneas que se consideraban sus herederas, al tiempo que permitieron enraizar las identidades de algunos linajes familiares con sus heroicos ancestros. En unos casos, como Segovia, se reclamó, sin más, su fundación por "Celtiberos Españoles"; y en otros, a partir de su ascendencia numantina, como Zamora, Soria e incluso Zaragoza o Logroño, que, por medio de Martel, también demandará este legado, explicado por la "emigración" de numantinos que buscaron refugio tras la destrucción de su ciudad.

En este sentido, fueron las ciudades de Soria y Zamora las que más se esforzaron por aparecer como herederas de la historia y las ruinas numantinas, promoviendo la realización de numerosas obras que argumentasen su presencia en ambos lugares. Atanasio de Lobera (1596), valedor de la "causa zamorana", defendió la idea de que el valor de los Capitanes y soldados que cada dia vemos salir della, era un rasgo perdurable del carácter numantino, que haría por sí mismo que no existiese duda alguna sobre su estirpe; y, posteriormente, Rodríguez Valcarcer (1647), con la intención de conceder a Zamora esta herencia, modificó el emplazamiento del resto de ciudades celtibéricas, llevando Termes a Baños de Ledesma, junto al Tormes, Uxama a Gema de Argugillo, e identificó Augustobriga con Garray, para que los restos aparecidos en su cerro no quedasen huérfanos de historia. Al mismo tiempo, Soria y alguna de sus ilustres familias también reclamaban esta ascendencia, ya que, a decir de Miguel Martel, imponía "tanta reverencia y respeto que ninguno se atreve a tratarla de moderna a mas antes le dan una igual antigüedad con la celebrada Numancia"; dando pie a que Gracia Dei o Mosquera de Barnuevo estableciesen un nexo de unión entre los linajes sorianos y el solar numantino: los Barnuevo "llamanse de este nombre, por aver hecho nuevo Barrio de la nueva Numancia, que oy se llama Soria"; o los Santa Cruz, descendientes "del capitan Megara Numantino", basándose en la propiedad del solar que tenían en "Garraexo", "donde verdaderamente fue la antigua Numancia".

Incluso una vez admitida la identificación de Numancia con Garray, Soria pasó a ser considerada la heredera de Lutia, aquella población duramente represaliada por Escipión por tratar de socorrer a los numantinos; o la Sabia pelendona, como si necesitase de un pasado celtibérico con el que demostrar su antigüedad y nobleza. En este sentido, aparecieron numerosas obras, más literarias que históricas, como La Numancia de Cervantes, La Numantina de Barnuevo o el Compendio Historial de las dos Numancias de Tutor y Malo, que se sirvieron de su historia para enraizar y legitimar dicha continuidad esencial. La definición de un ámbito celtibérico Paralelamente a estas noticias, los celtíberos comenzaron a ser asociados a un territorio más o menos bien definido, llegando incluso a ser considerados como "Castellanos Viejos". Así, el célebre cronista Jerónimo Zurita, en sus Anales de la Corona de Aragón, fue de los primeros en establecer los límites de la Celtiberia y en describir las antigüedades allí visibles; o el clérigo Gregorio de Argaiz, en su Teatro Monástico del Obispado de Osma, colaboró a que las comunidades asentadas en estos territorios se identificasen con su pasado y se aferrasen a su tierra, hasta el punto de afirmar que los Arevacos habrían dado origen a la población y a la Villa de Arévalo; los Termestinos a los de Thermes, Ayllon y Verlanga; los Pelendones a los Pinariegos de la Idubeda, identificada con la Sierra de Valvanera y Yanguas; y los Duracos a los que cultivan las riberas del Duero, desde Duruelo a Soria.

En la segunda mitad del siglo XVIII vivimos otro hito importante, gracias a las figuras de célebres historiadores como el padre Flórez, Loperráez, Masdeu, Cornide y un largo etcétera, que, en un ejercicio de exaltación de los valores patrios, propio del espíritu que impregna a la intelectualidad española del momento, alabaron a los celtíberos y a otros antiguos hispanos por su patriotismo. Al igual que el resto de anticuarios europeos, comenzaron a buscar los restos culturales anteriores a la presencia romana para descubrir un pasado celtibérico, aunque no lo hicieron sólo con afán evocador sino con la intención de encontrar las raíces constitutivas de su propia identidad. Numancia siguió siendo el pilar fundamental del discurso celtibérico, pero ahora no sólo se deberá a la naturaleza de las noticias empleadas, sino también al enfoque de los ilustrados que proyectaron en ella muchas de sus inquietudes historiográficas. En esta línea, Juan Loperráez, en su Descripción histórica del Obispado de Osma (1778) consideraba la guerra celtibérica como una guerra de España y afirmaba que Numancia había protagonizado unos hechos que servían "de gloria á la nación", así como "tan repetidas y excesivas fueron sus heroicidades con el fin de conservar la libertad de la patria" que la hicieron acreedora a permanecer en su memoria "hasta el final del mundo". Estos ilustrados tuvieron que hacer frente, de nuevo, al problema derivado de admitir la presencia de celtas en España.

La solución adoptada fue la de recuperar el conocido mito del celtiberismo, que defendía la superioridad de los celtíberos sobre los "celtas franceses". Así, los hermanos Rodríguez Mohedano consideraron que su unión con "nuestros Naturales" permitió "suavizarlos" gracias a la "habilidad, destreza y dulzura de su trato", contribuyendo a formar una sola nación. Estos postulados servirán de base al nacionalismo español decimonónico, en el que confluirán otras corrientes de pensamiento venidas desde Europa. Sobre todo a raíz de la Revolución Francesa, cuando los franceses comenzaron a buscar en la antigüedad gala una herencia étnica que reafirmase su identidad nacional. En España se vivió un fenómeno similar. De hecho, a finales del siglo XVIII, la identificación popular e institucional de Soria con Numancia es palpable, e incluso su Ayuntamiento, con ocasión de la coronación de Carlos IV, en 1788, celebró tan magno acontecimiento con la acuñación de una medalla en la que se le reconocía por ACLAMACIÓN NUMANTINA. El papel jugado por los celtíberos en el debate sobre el origen nacional La reacción suscitada contra la invasión napoleónica avivó el debate sobre la búsqueda de un pueblo depositario de la esencia y el carácter español. De nuevo no podía admitirse, sin más, la ascendencia gala de los celtíberos; por lo que fueron los iberos los que se consolidaron como el pueblo original que, venido de Oriente, habría recibido en su seno a los celtas, bárbaros del Norte.

Este pensamiento quedó consolidado en 1850, cuando Modesto Lafuente, en su Historia General de España, fijó gran parte de los mitos nacionales como Numancia, Sagunto y Viriato, o la idea de que los celtíberos, resultados de esa mezcla racial entre los iberos naturales y los celtas, fueron "los creadores del fondo del carácter español". A estos celtíberos se les había erigido, en 1842, un monumento sobre las ruinas de Numancia, uno de los primeros levantados en España a un símbolo nacional como fue considerada la resistencia numantina. Además, desde mediados del siglo, la arqueología comenzó a ser popular en toda Europa como medio de promover los movimientos nacionalistas, al permitir la búsqueda de unas raíces que justificasen sus planteamientos teóricos, poniendo las bases de ese modelo ideológico que explicaba los orígenes de la nación. En este contexto, las excavaciones realizadas por Eduardo Saavedra en Numancia, entre 1861 y 1867, constituyen un hito significativo en la arqueología española, como pudieron serlo para Francia las de los tres grandes sitios de la antigüedad gala: Bribracte, Gergovia y Alésia. A lo largo de sus trabajos, Saavedra encontró, entre otras piezas, la jarra del domador o el célebre vaso de los guerreros, que acabó por convertirse en un icono de referencia del mundo celtibérico y permitió, por fin, "poner rostro" a los celtíberos históricos. En la segunda mitad del siglo acabó por consolidarse el modelo paniberista que veía en los íberos, por su exclusiva asociación a la Península, como el pueblo genuino y original de la esencia española.

A partir de 1875 este modelo sirvió para apoyar el programa político de Cánovas del Castillo que propiciaba una cultura nacional unitaria y fomentaba la idea de España como una realidad preexistente, eterna y castellanizada. Dentro de este clima, los celtíberos siguieron siendo considerados como un elemento clave a la hora de dibujar los rasgos propios de la nacionalidad española, al definir la pervivencia de un sustrato prehistórico en la Meseta que se habría conservado a lo largo de los siglos y pese a invasiones y conquistas, incluida la de la raza aria o celta. Además, las ruinas de Numancia fueron consideradas como un hito de heroísmo y patriotismo, propiciando que fuesen declararlas Monumento Nacional en 1882, así como que se realizasen numerosos cuadros, grabados, relieves escultóricos o ilustraciones en los textos escolares de historia de España, muchos de ellos basados en la obra de Alejo Vera: El último día de Numancia (1881); o las visiones idílicas que los álbumes del Conde de Clonard y de Manuel Giménez y mostraron de los celtíberos, presentándoles como nobles dispuestos a defender la patria. El "celtiberismo unamuniano" La pérdida de los últimos jirones del orgullo colonial español supuso una gran conmoción en el país, alcanzando tintes de "tragedia nacional", que provocó en los intelectuales españoles una reacción diferente a la hora de afrontar "el problema de España".

Los pensadores, más allá de sus inquietudes personales, desarrollaron una conciencia que fue definida como "espíritu del 98", en la que, junto al pesimismo reinante y a los deseos de cambio, el yo y España aparecieron como inquietudes fundamentales. Desde un reformismo de signo progresista, Maeztu, Ganivet y Costa reclamaron una europeización de España, contrapuesta al celtiberismo unamuniano que permitió un acercamiento entre el discurso literario y el científico, gracias a la importancia atribuida al simbolismo del paisaje celtibérico que jugó un papel relevante en la configuración de la identidad española. La combinación de referentes arqueológicos, ideológicos y culturales, así como formulaciones más elaboradas y originales en el discurso paisajístico, tuvieron cabida en las visiones de Galdós, Azorín, Baroja, Unamuno, Ortega, etc. Fueron ellos quienes descubrieron los valores naturales y culturales de Castilla, atribuyendo a su paisaje un conjunto de cualidades estéticas, morales y simbólicas rastreables y conectadas con la antigua Celtiberia. A partir de este momento observamos la insistencia por definir los rasgos de la identidad española, basada en la Castilla milenaria, y por reafirmar la singularidad de una mentalidad nacional de naturaleza histórico-política, que buscaba en la historia ese "carácter español" con el que poder definir una España "eterna e inmutable".

Para ello se hacía necesario regresar a una edad de oro y evocar las excelsas cualidades de "lo español" desde tiempos inmemoriales, ya que la situación que vivía España ofrecía un caldo de cultivo idóneo para el uso de los celtíberos y de Numancia como exponentes de los valores patrios a seguir, al destacar su individualismo, su amor por la libertad y su sentimiento de independencia. El espíritu de España se revelaba, según Azorín, en Numancia: "No se rindió Numancia y no se rindió Baler. No se acaba en España la santidad. No se acaba el heroísmo. Baler nos atestigua que el espíritu de Numancia no se ha extinguido"; o para Arambilet (1904): "en estas postrimerías de la decadencia española (...) la grandeza y el heroísmo de Numancia perduran, sirviendo de estimulo constante a los defensores de la integridad nacional, que no vacilan en derramar su sangre y en inmolar sus vidas en el sacrosanto altar de la Patria, en holocausto de su libertad e independencia". En éste contexto se va a construir, en 1905, sobre las ruinas de Numancia, otro monumento dedicado a honrar su memoria. Las reseñas que Lillo, Ciria, Vera y otros periodistas de la época realizaron con motivo de su inauguración, son paradigmáticas para la comprensión del clima de exaltación del pasado heroico en que se inscribe la historiografía del momento. Desde las páginas de la Ilustración Artística, Ciria la definía como una "empresa eminentemente patriótica" que conseguiría que "todos aplaudamos la gloria de Numancia, que es la gloria de esta Patria, que siempre fue grande y a la que todos nos debemos"; y para Vera, la identidad española se apoyó en su grandeza porque "a medida que fue afirmándose y agrandándose la nacionalidad española, se afirmó y creció la significación de la epopeya numantina".

En este ambiente, el alemán Adolf Schulten reanudó las excavaciones en Numancia, despertando una reacción nacionalista que hizo que "los españoles solicitaron que se hicieran las excavaciones en Numancia por españoles,-afirmaba Gómez Santa Cruz- como afortunadamente se consiguió, para honor de España y provecho de la ciencia". De este modo, los trabajos arqueológicos fueron continuados, entre 1906 y 1923, por una Comisión española que, influenciada por el nacionalismo cultural, se reveló obsesionada por "levantar el postizo romano" que ocultaba aquel "sudario fúnebre" en que se convirtió la Numancia celtibérica, tan representativa de la independencia de la "raza española". Asimismo, la idea de enaltecer lo hispano se dejó notar a la hora de interpretar los objetos exhumados, sobre todo la cerámica, que demostraba "cuán injustificado estaba el nombre de bárbaros con que los romanos designaban a los celtíberos". Todos estos postulados fomentaron le emergencia de un regionalismo castellano que, gracias a la aparición de obras como las de Luis Carretero y Nieva: La cuestión regional de Castilla la Vieja (1918), o Las Comunidades castellanas en la historia (1922), demandaron la singularidad de la "raza celtibérica" como la genuina de "Castilla la Vieja" y en los rasgos del carácter celtibérico "la clave necesaria para la comprensión de la España contemporánea". Además, Carretero propuso la hipótesis de que las antiguas etnias celtibéricas se habrían perpetuado en las Comunidades de Villa y Tierra que configuraron la Castilla medieval -que coincidiría con la Celtiberia Citerior- y el "Aragón Comunero" -ajustado a la Celtiberia Citerior-; permitiendo que, tres décadas después, Almagro Basch llegase a identificar la raíz prerromana de estas comunidades al relacionar a los sedetanos con el Reino de Caesaraugusta, a los titos con la Comunidad de Calatayud, a los belos con la de Daroca, lusones con la de Molina, pelendones con la de Soria, arevacos con la de Almazán, turboletas con la de Teruel y lobetanos con la de Albarracín.

Las investigaciones de postguerra El desarrollo de la Guerra Civil supuso un obligado paréntesis en la investigación española y su desenlace significó una ruptura con los planteamientos que habían dominado la esfera intelectual y arqueológica. Durante años, como bien a estudiado Burillo (1998), prevalecieron las tendencias interpretativas de origen germánico que contribuyeron a crear un clima filoindoeuropeo basado en teorías invasionistas, en la que lo celta actuó como elemento dinamizador, cultural y racial de la población española, borrando casi por completo el elemento "indígena". Por eso, no es de extrañar que "lo celta" jugase un papel fundamental como elemento constitutivo de "lo celtibérico", al considerarse el signo de identidad que le separaba de África; y que todos los investigadores volviesen su mirada a Centroeuropa para rastrear los vestigios de los celtíberos: su lengua, sus cerámicas, sus armas, sus ritos, etc. De este modo, el uso que el nacionalismo español hizo de la Celtiberia y los celtíberos contó con el respaldo de las interpretaciones arqueológicas e históricas como las de Menéndez Pidal (1959), para quien, a partir de las noticias de Floro, la Celtiberia fue el núcleo de la unidad española, mucho antes de la existencia de Castilla, concediéndole así un protagonismo ancestral en la dirección de los reinos peninsulares. La identidad celtibérica hoy En la década de los 70 se criticaron las teorías invasionistas y se impulsaron las autoctonistas, al desmantelarse las pruebas que afirmaban la llegada de los celtíberos desde Europa.

De esta forma, junto con el desarrollo del Estado de las Autonomías, configurado a partir de la Constitución de 1978, la construcción de identidades experimentó un gran impulso, despertando las conciencias regionalistas y la recuperación de tradiciones y señas de identidad a nivel provincial y local, que generaron nuevas formas de identificarse con el pasado celtibérico. Ahora, las poblaciones "herederas" de su legado cultural buscan reafirmarse en unos orígenes respetables en los que fundamentar sus identidades. Para ello se han creado, como señala Ruiz Zapatero (2002), una serie de iconos y referentes de prestigio que evocan al establecimiento de la raíz de esta identidad, gracias a la nobleza atribuida al pasado celtibérico como manera de dar prestigio al presente. Numancia ha colaborado enormemente a esta identificación con lo celtibérico, construyendo una identidad soriana apreciable en la iconografía escogida para adornar diferentes eventos, en los nombres elegidos para bautizar restaurantes, comercios, casas rurales, equipos de fútbol, etc., o en el gran impacto popular conseguido por dos acontecimientos que recientemente han irrumpido en el ámbito soriano: las representaciones de los episodios de las Guerras Celtibéricas en la propia Numancia y la Semana Cultural Celtibérica, denominada Keltiberoi, y que han permitido recuperar estas señas de identidad por parte de una población que siente aquel pasado como suyo.

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