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Conflictos del Golfo

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La primera Guerra del Golfo concluyó con la derrota de Iraq. El régimen iraquí sufrió la condena internacional, que se materializó en un fuerte embargo económico que, con el tiempo, fue tendiendo a suavizarse. En lo político, Hussein no fue depuesto del poder por los vencedores de la guerra, pues se temió que el vacío consiguiente provocara una serie de reacciones en cadena que desestabilizara una región, el Oriente Medio, ya de por sí bastante inestable. Como resultado, Estados Unidos y Gran Bretaña permitieron que Hussein y su partido, Baas, se mantuvieran en el poder, aunque el control militar sobre el país se plasmó en dos zonas de exclusión aérea, una al sur y otra al norte, que no podían ser sobrevoladas por los aviones iraquíes. En los años sucesivos, el régimen de Hussein sería sometido a una fuerte vigilancia, siempre en el punto de mira militar de los Estados Unidos. Iraq había pasado de ser un aliado frente al chiismo iraní a un enemigo de la paz en la región. Los castigos impuestos al régimen iraquí -embargo económico, vigilancia de buena parte de su espacio aéreo- dieron lugar a múltiples conflictos. Fueron muy numerosas las incursiones de castigo por parte de aviones británicos y norteamericanos, especialmente en la zona de exclusión aérea del norte, en las que se trató de proteger a la población kurda, tradicionalmente perseguida por el régimen iraquí. Durante los años finales de la década de los 90 la comunidad internacional, a la vez que suavizó las sanciones económicas al régimen de Hussein -programa "petróleo por alimentos", es decir, permiso para exportar petróleo a cambio de comprar víveres para paliar las penurias de los iraquíes-, impuso la presencia de inspectores de Naciones Unidas para asegurarse de la destrucción completa de los arsenales químicos en poder de los iraquíes.

La labor de los inspectores fue larga y estuvo plagada de problemas. Por un lado, Hussein puso todo tipo de trabas para evitar rendir cuentas sobre sus arsenales, mientras que, por otro, los Estados Unidos y sus aliados presionaban a Iraq para que abriese sus instalaciones. El asunto se convirtió en un complejo tira y afloja, una guerra de propaganda a la que ninguna de las partes parecía querer poner fin. Iraq se había convertido, para los Estados Unidos, en un enemigo útil, alguien a quien poder recurrir en caso de necesitar un golpe de efecto ante la comunidad internacional y ante los propios votantes norteamericanos. Así estaban las cosas de estancadas cuando una serie de acontecimientos iban a precipitar el final régimen iraquí. El nuevo presidente norteamericano, George W. Bush, se mostraba mucho más partidario de la línea dura de lo que lo había sido su antecesor, Bill Clinton. Ante el problema Israel-Palestina -el gran punto de fricción entre el mundo árabe y el occidental-, Bush incrementó e hizo más explícito el apoyo norteamericano a Israel, país que, a su vez, había optado por una línea dura, excluyendo la negociación. De hecho, el conflicto palestino-israelí se había recrudecido tras la llegada al poder de Ariel Sharon, dando lugar a una segunda Intifada. De esta forma, si la tradicional alianza entre Estados Unidos e Israel había sido vista por los países árabes como una amenaza imperialista, la conjunción de dos líderes "halcones", Bush y Sharon, no hacía sino añadir gasolina a la hoguera.

El gran incendio no tardaría mucho en producirse. El 11 de septiembre de 2001, en defensa de una difusa y etérea "causa árabe", la organización terrorista Al-Qaeda, dirigida por el millonario saudí Osama Bin Laden, lanzó contra los Estados Unidos el ataque terrorista más demoledor de su historia. Los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York y al edificio del Pentágono en Washington se saldaron con cerca de 3.000 muertos y provocaron en el pueblo norteamericano una sensación de inseguridad como nunca había tenido. En respuesta, el gobierno de los Estados Unidos inauguró una política de defensa contra el terrorismo, tanto dentro como fuera de sus fronteras. El presidente Bush señaló con el dedo acusador no sólo a Al-Qaeda, sino además a determinados países que, desde hacía algún tiempo, estaban claramente enfrentados a los intereses norteamericanos, como Irán, Siria o Corea del Norte. El primer ataque se produjo en Afganistán, invadiendo el país y acabando con el régimen talibán, de corte islamista radical y aliado de Bin Laden, al que daba refugio. El segundo objetivo sería Iraq. El 3 de enero de 2003, Bush señaló que atacaría a Iraq en caso de que éste se negase a destruir las supuestas armas de destrucción masiva que, a su juicio, este país almacenaba. A esta amenaza se sumaban otros países, principalmente Gran Bretaña y otros aliados menores, como España. Se inauguraba entonces una cadena de acontecimientos que habrían de precipitar la guerra.

Los inspectores de Naciones Unidas presentes en Iraq, pese a realizar su trabajo acosados por el régimen de Hussein, señalaron que no existían evidencias de la existencia de estas armas y que, en cualquier caso, necesitaban más tiempo y menor presión para concluir un informe definitivo. Poco a poco, el mundo se fue encaminando hacia la guerra. Estados Unidos y sus aliados prepararon sus contingentes militares para invadir el país, pese a las recomendaciones de la ONU y la oposición de ciertos estados, como Francia y Alemania. Las llamadas a la calma por parte de líderes como Chirac, Schroeder o el papa Juan Pablo II no pudieron impedir que la coalición internacional continuara preparando el ataque, tanto por medio de acuerdos diplomáticos -por ejemplo, la reunión de Bush, Blair y Aznar en las Azores, el 15 de marzo de 2003- como a través de la movilización y envío de tropas al Golfo. Mientras tanto, los inspectores pedían más tiempo y señalaban que, de momento, nada habían hallado, informes que eran contrarrestados con los ofrecidos por los servicios de inteligencia estadounidenses o británicos. El 18 de enero de 2003 comienza una oleada de movilizaciones ciudadanas en diversas ciudades de Europa y EE.UU. en contra de una guerra que se avecina y que no cuenta con el respaldo de las Naciones Unidas. La presión popular consigue un aplazamiento el 25 de enero, cuando Bush decide que los inspectores prosigan su labor, lo que no impide que, por otro lado, desde el gobierno norteamericano se continúe señalando que al régimen iraquí "el tiempo se le está acabando" (Collin Powell).

En los días siguientes se suceden los informes de los inspectores indicando que, de momento, no se ha encontrada nada, así como las reuniones políticas al más alto nivel, en las que Estados Unidos busca el apoyo de la comunidad internacional. Ésta, por su parte, aparece dividida entre quienes son partidarios sin reservas del ataque y quienes solicitan que continúen las inspecciones. Por parte iraquí se afirma que no existen las famosas armas de destrucción masiva y se acusa a Estados Unidos de manipular la información e inventar pruebas. Además, Collin Powell, Secretario de Estado norteamericano, presiona a la ONU para que se acuerde una resolución de condena a Iraq por no haberse desarmado y faculte a los Estados Unidos para iniciar el ataque. El 22 de febrero son ya 210.000 los militares norteamericanos desplazados a la región. Tres días más tarde, Bush afirma públicamente su disposición a entablar una guerra pese a todas las críticas, al señalar que no es necesaria ninguna resolución de la ONU para ello. Con la tensión al máximo y en medio del clamor popular en contra de la guerra, el 17 de marzo Bush lanza un ultimátum a Saddam, instándole a exiliarse en un plazo de 48 horas. El día 20, finalmente, tropas estadounidenses y británicas comienzan la invasión por tierra de Iraq, tras un intenso bombardeo de misiles Tomahawk lanzados desde varios buques. La guerra se prolonga durante varias semanas.

Bagdad, Mosul, Kirkuk o Basora son bombardeadas, mientras el ejército iraquí se desploma cada vez a mayor velocidad. Las víctimas iraquíes se cuentan por millares mientras que, por el lado atacante, las pérdidas son ínfimas. El 3 de abril tropas de la coalición toman el aeropuerto de Bagdad, pese a las arengas televisadas de Saddam Hussein. En los días sucesivos se acentúa el control norteamericano de la ciudad, mientras que destacados elementos del régimen iraquí comienzan a entregarse. El 14 de abril cae el último bastión de Hussein, Tikrit, su ciudad natal, lo que, de hecho, significa la total victoria de estadounidenses y británicos. Acabada la guerra, el conflicto, sin embargo, sigue abierto. Los ocupantes, ya sin un enemigo claro, se enfrentan al escepticismo de una población deprimida por decenios de dictaduras y guerras, además de a la oposición directa de los elementos más afectos al régimen de Saddam, la población suní. La posguerra iraquí está resultando sumamente dura y violenta. Se suceden los atentados, los secuestros y los asesinatos de extranjeros y de colaboradores con las fuerzas ocupantes. El acto final, de momento, reúne elementos para la ironía, como es el hecho de que Estados Unidos está sufriendo más bajas en la paz que durante la guerra. A pesar de lo afirmado antes de la misma, finalmente se demostrado la inexistencia de armas de destrucción masiva, mientras que nada se ha ofrecido para probar los supuestos vínculos entre Saddam Hussein y Al-Qaeda.

A pesar de todo ello, Bush insiste en que, sin Saddam -finalmente capturado y a la espera de juicio-, se ha instalado la democracia en Iraq y el mundo es algo más seguro. Lo cierto es que, desde entonces, miles de personas han muerto en Iraq, no se ha acabado con la amenaza terrorista internacional -como cruelmente mostraron los atentados de Madrid el 11 de marzo de 2004- y la reconstrucción de Iraq sólo parece estar beneficiando a un buen número de empresas de los países ocupantes, más aún después del levantamiento de las sanciones por parte de la ONU. El último acto, la celebración de unas elecciones democráticas, lejos de abrir una vía para la esperanza de lograr una paz, es tan sólo una puerta para la incertidumbre.

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