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Conflictos del Golfo

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De hecho, ha sido siempre así desde que este hombre, de bigote inolvidable, llegó al poder en el verano de 1979. Apenas unos meses antes, la revolución de los ayatollahs había expulsado al Sha del trono de Irán, e instaurado un régimen integrista islámico que pronto alentaría movimientos similares en los cuatro costados del mundo musulmán. El triunfo de Jomeini privó a Estados Unidos de uno de sus principales aliados en Oriente Próximo pero, además, estremeció a las monarquías petroleras del Golfo Pérsico, temerosas de que los clérigos de Teherán exportaran su revolución por toda la zona. Los Emiratos Árabes, Arabia Saudí y Kuwait vivieron un clima general de recelo, pero también Iraq se tomó muy en serio las proclamas de los dirigentes jomeinistas, que llamaban a los shiís -60 por ciento de la población de Iraq- "a sublevarse contra el régimen baasista, ateo, enemigo del Islam y del pueblo iraquí". Saddam Hussein se percató de que en Estados Unidos y en el Golfo Pérsico se buscaban paladines decididos a meter en cintura a los nuevos dueños de Teherán y no dejó pasar la ocasión de resolver, de paso, la amenaza shií que pendía sobre Iraq. Al año siguiente, embarcó a su pueblo en una guerra contra Irán. Sin embargo, lo que estaba previsto por Bagdad como una operación rápida y fulgurante derivó hacia una terrible guerra de desgaste de casi ocho años.

Durante ese tiempo, Saddam fue el amigo incondicional de Washington y también de unos cuantos países europeos, con los que negoció compras gigantescas de armamentos, pagadas por los productores petrolíferos del Golfo. El final de la guerra, en 1988, dejó un sabor amargo en los despachos de los líderes iraquíes quienes, si bien habían contenido la revolución jomeinista dentro de sus fronteras, sólo podían ofrecer a su pueblo un futuro inmediato de penuria y sufrimiento: Iraq estaba agotado y endeudado. Un cambio radical en el panorama internacional brindó a Saddam Hussein una oportunidad de rehacerse. En el mes de noviembre de 1989, se quebró el Muro de Berlín y el gigantesco Imperio soviético se vino abajo poco después, ante la mirada estupefacta de la humanidad. El mundo bipolar desaparecía como por arte de magia y una nueva era, que llega hasta hoy, se abría paso a zancadas: a partir de ese momento sólo hay un superpoder, y se llama Washington. Saddam Hussein cometió el error de su vida, al pensar que sus amigos y aliados estadounidenses no se opondrían a una intervención, esta vez sí rápida y fulgurante, en Kuwait, que compensara los sinsabores de la guerra con Irán. La respuesta de Estados Unidos, sin embargo, fue una coalición mundial para apartar las manos de Saddam de los yacimientos petrolíferos de Kuwait, demasiado importantes como para dejarlos bajo el control del mismo hombre que ya dominaba los de Iraq y demasiado cercanos a los de Arabia Saudí, que hubieran constituido pronto una tentación.

La coalición planetaria desalojó con notable facilidad a los iraquíes de Kuwait, pero, para pasmo general, las columnas acorazadas norteamericanas no siguieron adelante por la abierta carretera que conduce a Bagdad. Una vez más, los equilibrios internacionales salvaban a Saddam: Washington no había encontrado un Gobierno de repuesto y temió que la desaparición de su régimen fragmentara el país: el norte kurdo podía segregarse y desestabilizar Turquía, donde la población kurda mantenía una guerra endémica con el régimen de Ankara; la población shií, mayoritaria en Iraq, podía unirse a sus correligionarios de Irán, y en el centro, los sunníes buscarían protección por algún lado para asegurarse su supervivencia. El temor a la desestabilización de todo Oriente Próximo, ya bastante problemático con el conflicto palestino-israelí, salvó a Saddam Hussein, pero al precio de mantener al país "congelado" por más de una década. Durante ese tiempo, Iraq pasó a convertirse en un país absolutamente anormal en el concierto mundial. Apenas un mes después de que la guerra concluyera, en abril de 1991, los aliados establecieron una zona de exclusión aérea en el norte, por encima del Paralelo 36, para proteger a la minoría kurda. En agosto de 1992, esta medida se completó con una nueva zona de exclusión aérea en el sur, por debajo del Paralelo 32, para proteger a los shiís. Iraq tuvo desde entonces una buena parte de su espacio aéreo controlado por la aviación aliada, que no dejó de tener choques armados con las fuerzas de Saddam Hussein: el primer encontronazo se produjo el 13 de enero de 1993, cuando ciento diez aparatos de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña lanzaron un ataque contra las baterías de misiles iraquíes al sur del Paralelo 32, como respuesta a la prohibición del aterrizaje de los aviones que transportaban a los inspectores de la ONU que debían controlar la destrucción del armamento químico, biológico y nuclear.

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