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Así las cosas, Londres jugó una doble baza. Trató de reforzar su situación en el Próximo Oriente y de alcanzar un acuerdo con Francia. Para desvirtuar la Yihad y de hacerles la vida imposible a los turcos en la Península Arábiga, entabló relaciones con el jerife Hussein de La Meca, al que prometió la independencia de los territorios árabes bajo dominio otomano. Para merecerlo, los árabes deberían levantarse contra las guarniciones otomanas en su Península. Entre los diversos mediadores y coordinadores de aquellos acuerdos se hallaba Thomas Edward Lawrence, Lawrence de Arabia. Para llegar a algún acuerdo con Francia, su principal aliada en la guerra y su primera competidora en el interés por los territorios otomanos, se reunieron, en 1916, sendas comisiones encabezadas por el británico Mark Sykes, jefe del Departamento de Asuntos Orientales, y el diplomático francés Georges Picot. En mayo acordaban un complejísimo reparto: Francia se quedaba con Líbano y las costas de Siria y Cilicia (Zona azul); Gran Bretaña, con los wilayatos de Basora y Bagdad y con el puerto de Haifa, en Palestina (Zona roja); bajo control internacional (Francia, Gran Bretaña y Rusia), quedaría el territorio palestino al oeste del Jordán, esto es, la Cisjordania (Zona marrón)... Con esta sinuosa maniobra, Londres arrebataba a París el control exclusivo de los Santos Lugares. Había cuatro zonas de influencia. La francesa: todo el interior de Siria y el norte del wilayato de Mosul; la británica: este de Palestina (Transjordania), norte de Arabia, hasta alcanzar las fronteras de Irán por el norte y, por el Sur, el Golfo Arábigo o Pérsico; la italiana: oeste de Anatolia e islas del Dodecaneso; y la rusa: este de Anatolia y norte de Irán.

Turquía quedaría reducida a poco más que Ankara y alrededores. Mientras se firmaba aquel acuerdo, los árabes se levantaban contra los otomanos y Lawrence, escribía a su madre: "Es estupendo ayudar un poco al nacimiento de una nueva nación (...) Esta rebelión, si triunfa, será lo más grande que haya sucedido en Oriente Medio desde 1550". Londres y París se habían repartido el Imperio Otomano, pero la guerra se prolongaría mucho y sufriría múltiples avatares. En Gran Bretaña, el Gobierno Asquith fue reemplazado por el de Lloyd George, en el que figuraban los lores Curzon, Amery, Milner y el general sudafricano Smuts, conocidos como el grupo de los "imperialistas". Su pensamiento político era "Permitir a las comunidades que componen el Imperio británico desarrollar sus instituciones y construir sus estructuras económicas y sociales en paz y seguridad". Dentro de esa formulación latía el imperialismo en estado puro: para conseguir esos fines pretendían eliminar toda base extranjera potencialmente hostil y dominar las tierras por las que discurrieran las comunicaciones del Imperio. Por lo cual Londres determinó que "La seguridad Imperial hace deseable que Gran Bretaña se haga con el control de África Oriental alemana, Palestina y Mesopotamia". Con África Oriental (Tanzania, Ruanda y Burundi) eliminaría enemigos en la ruta de la India; Palestina y Mesopotamia garantizarían la seguridad del Canal de Suez y un paso terrestre hacia el Golfo Pérsico.

El problema era que Francia también deseaba Palestina. Estos posicionamientos políticos tenían lugar en la primavera de 1917, en medio de una cascada de acontecimientos que afectaban a la guerra. La caída del Zar (16 de marzo de 1917) y el estallido de la Revolución Bolchevique retiraban a Rusia del conflicto, permitiendo a los alemanes concentrar todas sus tropas en el Oeste. A sacar a los franco-británicos del apuro acudió Estados Unidos, que declaró la guerra a los Imperios Centrales (2 de abril de 1917). Ambas circunstancias modificaron los acuerdos Sykes-Picot: los rusos quedan fuera del reparto y los norteamericanos llegaban con los Catorce puntos de Wilson, el primero de los cuales exigía acuerdos de paz negociados públicamente y fin de la diplomacia secreta, y el quinto, el respeto para las poblaciones de las tierras colonizadas, a las que se les reconocía el derecho a su soberanía y autodeterminación. El presidente se lo hizo saber con toda firmeza tanto a Londres como a París: "Sería muy difícil hacer la paz en términos que implique acuerdos en Asia Menor en beneficio de naciones particulares en lugar de beneficiar y proteger a los pueblos de esa parte del mundo. El sentimiento mundial es ahora agresivamente democrático y será preciso acercarse a él", le dijo a Paul Cambon, embajador francés en Washington, que abandonó la Casa Blanca estupefacto.

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