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Jehova le dijo a Abraham: "vete de tu tierra, abandona tu familia y sal de la casa de tus padres hacia la tierra que te mostraré y haré de ti una nación grande". La promesa de Dios al patriarca Abraham (Génesis 12-1) se sitúa hacia el año 2200 a.C. Cuatro mil años después, el 29 de agosto de 1897, se reunió en Basilea el primer Congreso Sionista, con la asistencia de un centenar de representantes. Allí se concluyó que: "El sionismo aspira a crear en Palestina un hogar garantizado por el Derecho Público para el pueblo judío". En los cuarenta siglos transcurridos entre ambas fechas nace y se desarrolla el pueblo judío, casi todo el tiempo lejos de la Tierra Prometida y casi siempre sojuzgado por potencias extranjeras. Permaneció siglos en el Egipto faraónico o cautivo en Babilonia; estuvo sometido por persas, griegos, sirios y romanos... y fueron éstos últimos quienes, en dos etapas -Tito y Adriano, en los siglos I-II- lo erradicaron de Palestina y lo dispersaron por todas las provincias de su Imperio. Los siguientes dominadores fueron configurando en Palestina una nueva situación que, a partir del siglo VII, sería musulmana. Mientras, los judíos sobrevivían en la diáspora y conservaban su personalidad como pueblo, gracias a la pervivencia de su fe religiosa y a una esperanza en el retorno. "El año que viene, en Jerusalén" fue su consigna secular a la hora de celebrar la Pascua; se trataba de un sentimiento difuso y poco más que sentimental, tanto que se asentaban en buena parte del orbe conocido, menos en Palestina, donde el viajero y espía español Domingo Badía, alias Ali Bey el-Abbasi, que la visitó a comienzos del siglo XIX, halló que "los judíos son en corto número.

..". Realmente, sólo eran unos 25.000, según el censo otomano de 1880, es decir, menos del 5% de la población. En esos cuatro mil años, los judíos nunca tuvieron patria; fueron huéspedes mejor o peor acogidos por los pueblos donde se afincaron, sin apenas mezclase. Eso les hizo diferentes, extranjeros, a menudo odiados por los pueblos cristianos entre los que habitaban porque les consideraban deicidas, asesinos de Cristo. Su religión diferente, su vida apartada -con frecuencia en guettos-, su prosperidad en algunos momentos, les hicieron sospechosos de todo tipo de aberraciones, responsables de las calamidades y víctimas de estallidos de cólera popular y expulsiones -como la de los Reyes Católicos, en 1492- o pogroms, auténticas matanzas y persecuciones en el Este y en el Centro de Europa, incluso a finales del siglo XIX.

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