El final de la batalla

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Cuando preguntaron a Wellington si había visto a Napoleón en el campo de batalla, respondió: "No, no pude, el día era gris y llovía intensamente". Lo más cerca que estuvieron el uno del otro fue sobre las 7:30 de la tarde, cuando finalmente Napoleón decidió lanzar a la Guardia Imperial al asalto. Cabalgaba por una suave ladera a la izquierda de la carretera de Charleroi que dominaba La Haie Sainte, ya en su poder, y ofrecía una magnifica vista de sus tropas. La Guardia le abría paso hasta lo alto de la carretera y a "medida que se aproximaban, Napoleón apuntó con la mano hacia la posición de los Aliados; gesto que renovó los gritos de "¡Vive l'Empereur!". Casi al mismo tiempo, Wellington cabalgaba en dirección a la batería que había emplazado para frenar la carga francesa: "No había terminado de dar su aviso cuando los primeros gorros de piel de oso de las divisiones que encabezaban la columna de la Guardia Imperial aparecieron en lo alto de la colina". Situados a no más de 400 metros, ambos jefes fueron testigos de lo que pasó a continuación. En un solo minuto, más de trescientos guardias imperiales cayeron bajo el nutrido fuego del I Batallón de infantería británico y el bombardeo de la batería, que disparaba desde unos cincuenta o sesenta metros de distancia. La Guardia Imperial, que no fue apoyada por la caballería y era superada en número por la infantería de Wellington, inició la subida de la colina en formación de batallón en lugar de en masse, no gozó de un bombardeo previo de apoyo, y su avance en cuadrado vacío permitió a los británicos emplear sólo parte de su potencia de fuego.

La línea de Wellington incluso curvó sus extremos a los lados de la Guardia Imperial para obtener una mejor concentración de sus disparos. Ni el valor de los franceses ni el esprit de corps podían alterar tal desventaja. Finalizada la campaña, Wellington calificó de ridícula una anécdota según la cual el general Cambronne, al frente de uno de los últimos cuadros franceses, habría gritado: "¡La Guardia muere pero no se rinde!". "Nunca Cambronne dijo algo tan absurdo", afirmó Wellington: el general se rindió y esa misma noche se autoinvitó a cenar en el cuartel general de Wellington, que rehusó compartir mesa con alguien que había traicionado a los Borbones. Por supuesto, gran parte de la Guardia ni se rindió ni murió; la mayoría de los Invencibles emprendió la retirada antes del asalto haciendo caso omiso a sus jefes, escapando del campo de batalla. Entonces Wellington levantó al aire su sombrero, lo que significaba un avance general en todos los frentes. El incrédulo grito francés "¡La Guardia retrocede!" fue reemplazado por el de "¡Sálvese quien pueda!" al tiempo que las fuerzas anglo-aliadas barrían el campo de batalla. "No lo celebremos aún, mis muchachos -ordenó Wellington-, avanzad y completad vuestra victoria". Cuando los regimientos británicos se enfrentaron a la infantería de reserva francesa, Wellington ordenó que se mantuviera el mismo nivel de intensidad, sabiendo que no aguantarían el ataque. Dos brigadas de caballería ligera colaboraron en la persecución de los franceses.

Sobre las 8:15, Napoleón había abandonado Waterloo y Wellington se reunió con Blücher en la granja La Belle Alliance. Finalizada la batalla y asegurada la victoria, Wellington -según narró uno de los presentes- "se relajó durante algunos instantes, permitiendo que la sempiterna máscara de férrea autodisciplina desapareciera de su rostro. "¡Gracias Dios, por enfrentarme a él! -gritó- ¡Gracias Dios, por enfrentarme a él!". Wellington era consciente de la naturaleza personal de su confrontación con el más grande general francés. La trayectoria de los dos hombres, por fin, se había cruzado y la exclamación de Wellington "¡Gracias a Dios, por enfrentarme a él", hace suponer que siempre creyó en su superioridad como general y daba gracias por haber tenido la oportunidad de demostrarlo. El Duque no tenía dudas sobre la importancia de su papel y no mostraba falsa modestia cuando el día siguiente dijo: "¡Por Dios!, no creo que se le pudiera vencer sin estar yo presente". La afirmación resulta vanidosa, pero, probablemente, es la pura verdad.

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