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"Vi por primera vez al general Castaños cuando nos pasó revista. Parecía tener 50 años y, por cierto, me causó sorpresa su rostro, pues yo me lo figuraba con semblante fiero y ceñudo, según a mi entender debía tenerlo todo general en jefe puesto al frente de tan valientes tropas. Muy al contrario, la cara del general Castaños no causaba espanto a nadie, aunque sí respeto, pues los chascarrillos y las ingeniosas ocurrencias que le eran propias las guardaba para las intimidades de su tienda. Montaba airosamente a caballo, y en sus modales y apostura había aquella gracias cortés y urbana que tan común ha sido en nuestros Césares y Pompeyos... Esto no quiere decir que Castaños fuera simplemente un general de parada, pues en 1808, y antes de inmortalizar su nombre, tenía muy buenos antecedentes militares, aunque había hecho su carrera con rapidez grande, sino desusada en aquellos tiempos..." Así describe Galdós -por medio de su personaje Gabriel, en el cuarto libro de los Episodios Nacionales- al general Castaños en vísperas de la victoria de Bailén, que le valió la inmortalidad. Nació Francisco Javier de Castaños Aragorri en Madrid el 22 de junio de 1758, en el hogar de una noble familia y en atención a los servicios prestados por sus antepasados, a sus diez años de edad, Carlos III le concedió el empleo de capitán de infantería. Para revalidar tal cargo honorífico, cursó estudios en el Seminario de Nobles de Madrid y, posteriormente, los amplió con la especialidad de matemáticas, en Barcelona.

En 1780 a los 22 años, encuadrado en el Regimiento de Saboya y ya capitán efectivo, concurrió al tercer bloqueo de Gibraltar y, al año siguiente, a las ordenes del francés duque de Crillón, participó en la reconquista de Menorca, en donde "por haber mostrado altas condiciones de mando, fue promovido al empleo de Teniente Coronel". En el verano de 1782, combatió con denuedo en el también frustrado cuarto sitio de Gibraltar y, cuatro años más tarde, se trasladó a Orán, donde "batalló contra la morisma" hasta que por el Tratado de septiembre de 1791, España abandonó aquel territorio, que le había pertenecido desde 1509. Ulteriormente, Castaños se distinguió en la defensa de Ceuta. Ya coronel, desde marzo de 1793, participó, a las órdenes del general Caro, en la guerra contra la República Francesa, actuando en el frente de los Pirineos Occidentales. En defensa del Monte San Marcial, una bala le penetró por debajo de la oreja derecha y salió por encima de la izquierda. Milagrosamente recuperado se enfrentó de nuevo a los franceses, impidiéndoles juntamente con las fuerzas del marqués de La Romana, su acceso a Pamplona. Al terminar la guerra por el Tratado de Basilea, del 22 de junio de 1795, Castaños ostentaba, a los 37 años, el empleo de brigadier -equivalente al actual general de División- pero por exteriorizar juicios desfavorables al todopoderoso Godoy, fue desterrado a Badajoz. En 1800 se dio a Castaños el mando de unas tropas que debían partir hacia el Caribe para tratar de reconquistar la isla de Jamaica, en poder de los británicos.

Pero hubo de acudir apresuradamente con aquellas tropas a rechazar el ataque inglés, efectuado el 25 de agosto, contra Ferrol, por la escuadra del contraalmirante John Borlase Watren, que desembarcó cerca de diez mil infantes mandados por el general James Pulteney en las playas de Doñinos y San Justo. Afortunadamente, no hubo de trabar combate, porque las fuerzas británicas, ante la obstinada defensa local, perdieron el ánimo y optaron por reembarcar dos días después. Ascendido en 1802 a teniente general, ocupó la Comandancia del Campo de Gibraltar y allí tuvo que desmontar dos descabellados proyectos de Godoy: apoderarse, a instigación del aventurero Domingo Badía, de varias plazas en Marruecos y, con la colaboración directa del ex presidiario Juan Solano y "un contingente de reclusos del penal de Ceuta", reconquistar Gibraltar. Desde puntos de vista militar y diplomático, la gestión de Castaños fue muy eficaz en ese destino. Previendo la invasión napoleónica, firmó un pacto con el general Dalrymple, gobernador de Gibraltar, por el que ambas partes se comprometían a prestarse ayuda mutua. En Ronda, organizó una división de cerca de 7.000 hombres -embrión del futuro Ejército de Andalucía- y, tras serle conferido por la junta andaluza la Capitanía General, reunió nuevas divisiones -quizá sumó 25.000 hombres- con las que marchó al encuentro de los franceses que, mandados por el general Dupont, avanzaban con la intención de ocupar Sevilla, conquistar Cádiz y liberar la flota del almirante francés Rosilly -superviviente de la Batalla de Trafalgar- apresada por los españoles.

El choque hispano-francés tuvo lugar en Bailén el 19 de julio de 1808 -la primera batalla importante perdida por los soldados de Napoleón- en la que Dupont y cerca de 20.000 de sus hombres fueron hechos prisioneros y el ejército galo tuvo más de 2.000 bajas. A aquel triunfo contribuyeron poderosamente los generales españoles Teodoro Reding y el marqués de Coupigny, pero es preciso admitir que el plan de operaciones de tan resonante victoria fue concebido por Castaños, a quien, por otra parte, se le reprochó haberse quedado después inactivo durante tres semanas, circunstancia que facilitó la retirada hasta detrás del río Ebro de los ejércitos franceses de Valencia, Castilla la Nueva y Madrid, incluyendo al rey José Bonaparte y su corte. Pero lo cierto era que Castaños obedecía las instrucciones de la junta de Sevilla, que no juzgaba oportuna la persecución del enemigo, porque las guarniciones de la región andaluza no estaban adecuadamente avitualladas, y "por la necesidad de permanecer en observación de los más de 20.000 franceses rendidos en Bailen". Con sus huestes vencedoras llegó Castaños a Madrid, el 23 de agosto, donde la junta Central le encomendó el mando del Ejército del Centro y la coordinación -no el mando único- del conjunto de todas las fuerzas. Esa carencia de mando único, la falta de comunicación, la excesiva obediencia de Castaños a la ineficaz junta Central y las envidias y rencillas -"entre los españoles reinaban discordias y malas pasiones, origen de la ruina de los ejércitos- al parecer de muchos, fueron las principales causas de las continuas derrotas de Zornoza (31-X-1808), Gamonal (10-XI-1808), Espinosa de los Monteros (11-XI-1808) y, el 23 de noviembre, de Tudela, batalla esta última en la que los mariscales Lannes y Ney batieron las fuerzas mandadas por Castaños, quien logró evitar el desastre completo con una hábil retirada.

Sometido Castaños a un Consejo de Guerra por la derrota de Tudela, fue desterrado a Algeciras, pero declarado exento de culpa, se le confió el cargo de miembro de la primera Regencia constituida en Cádiz en mayo de 1810. Al instituirse la segunda Regencia, en enero de 1811, cesó en su anterior destino y se le encomendó la jefatura del 5° Ejército de Extremadura y Castilla. De esta época data su amistad con el duque de Wellington -ya famoso por sus victorias en las batallas de Vimeiro, Talavera y Busaco- con quien colaboraría estrechamente, pero no hasta el extremo de -como afirma el historiador británico Charles Oman, en su History of the Peninsular War-, ofrecerle el trono de España si abrazaba la religión católica. Por propia iniciativa, Castaños se entrevistó con Wellington en Lisboa y, posteriormente, instaló su cuartel general cerca de Olivenza, ocupada por los franceses. Reconquistada Olivenza por los soldados de Castaños y de William Beresford, se emprendió el asedio a Badajoz, pero tuvo que suspenderse por aproximarse con 25.000 hombres el mariscal Soult en auxilio de los sitiados. Y como el francés trataba de unirse al ejército del mariscal Marmont, que operaba al norte, se acordó unir a los 16.000 británicos y portugueses de Beresford, los 5.000 de Castaños y otros 8.000 que el español Blake trajo desde Cádiz. Resultado de aquella cooperación británico-hispano-portuguesa fue la cruenta victoria de Albuera (16-V-1811), en la que los proyectos de Soult fueron deshechos.

La Batalla de Albuera marcó un cambio de tendencia en la guerra contra el francés. Tras las seguidas derrotas de Somosierra, Uclés, Belchite, Almonacid, Ocacia y Alba de Tormes, parecía que los ejércitos de España, con la ayuda británica, adquirían una mayor eficacia. Situado Castaños en Valencia de Alcántara, dirigió desde allí una serie de operaciones en Extremadura, entre las que destacó la efectuada en octubre de 1811 -con la colaboración del general británico J. Hill- en Arroyo Molinos, causando a los napoleónicos 500 bajas y capturando más de 1.400 prisioneros. En abril de 1812, participó en la toma de Badajoz y el 18 de agosto reconquistó Astorga. Castaños no estuvo presente en la Batalla de Los Arapiles (22-7-1812), pero contribuyó al gran triunfo de Wellington con la aportación de un contingente de 3.500 infantes de su 5? Ejército. Nombrado Wellington generalísimo de todos los Ejércitos aliados en la Península, las relaciones entre él y Castaños se consolidaron "si bien no de modo tan señalado como correspondía al prestigio de su persona". Básicamente, el general español cooperaba en apoyo y seguridad de los flancos, de la retaguardia y de las comunicaciones de las fuerzas mandadas por Wellington. En la Batalla de Vitoria (21-6-1813), tres divisiones del 5° Ejército de Castaños -una de ellas, mandada por el eficiente general Pablo Morillo- combatieron junto a los soldados de Wellington.

Sin embargo, la ausencia de Castaños en "las partes más avanzadas de la zona de operaciones" parece que motivó que la cuarta Regencia decretara su cese como jefe del 5° Ejército, para que desempeñase sus funciones en el Consejo de Estado. Aquel injusto cese era una consecuencia más de la ya iniciada lucha entre serviles y liberales. Estos últimos eran conscientes de la oposición de Wellington a la Constitución y a la Cortes y hubieran deseado desprestigiarlo pero, como eso estaba fuera de su alcance, hostigaron como víctima propiciatoria al "modesto Castaños que merecía la confianza de Wellington". Y así tuvo que pasar el vencedor de Bailén por el disgusto de contemplar "cómo algunas de sus divisiones entraban en territorio francés mientras él se veía reducido al desairado papel de un cargo sedentario". Como comandante supremo de los ejércitos aliados, Wellington protestó enérgicamente por no haber sido consultado sobre el cese de su amigo Castaños, protesta que quedó en puro formulismo. Pero quizá, involuntariamente, el general británico fuera también culpable, porque, si bien le apreciaba, hizo cuanto pudo para alejarle y así impedirle que fiscalizase sus decisiones y compartiera unas migajas de su gloria. Al llegar Fernando VII a Madrid, el 13 de mayo de 1814, Castaños fue confirmado como consejero de Estado, pero tras la evasión de Napoleón de la isla de Elba, tomó el mando de las fuerzas españolas que se adentraron en Francia hasta Perpiñán y, derrotado el gran Corso en Waterloo, fue nombrado capitán general de Cataluña.

En esta etapa tuvo que reprimir el movimiento liberal de 1817, capitaneado en Barcelona por el general Luis Lacy, que fue fusilado en el Castillo de Bellver, en Palma de Mallorca. Muchos reprochaban a Castaños su "crueldad", por no haber evitado la ejecución de aquel héroe de la Guerra de la Independencia, pero dado su carácter no intrigante, tras la rechazada solicitud de clemencia, no hizo sino respetar la sentencia del tribunal. Al sublevarse Riego en enero de 1820, en Cabezas de San Juan, Castaños aceptó el éxito de los insurrectos, cedió la Capitanía General de Cataluña al general Villacampa y recuperó su puesto en el Consejo de Estado, "aunque procuraba eludir la concurrencia a la asamblea, donde no era bien acogido por la intolerancia y la injusticia. Castaños no armonizaba con las ideas avanzadas; amaba la tradición y los principios fundamentales de la religión; patria, familia y monarquía, sin desdeñar lo bueno de las innovaciones en lo social y en lo político. Durante los acontecimientos que dieron fin al período constitucional y la invasión de los Cien Mil Hijos de San Luis en octubre de 1823, Castaños con la salud resentida se refugió en la residencia de su amigo el duque del Infantado, en Guadalajara, después retornó a Madrid y finalmente se instaló en Bailén. Lugar de su legítima gloria. Y como "fue ajeno a toda clase de camarillas, sociedades secretas y revolucionarias, y sin afán de influir en extremismos políticos, permaneció discretamente neutral, sin otra nota que figurar, más nominal que efectivamente, en el Consejo de Estado".

En septiembre de 1832, al enfermar gravemente Fernando VII, Castaños fue nombrado capitán general de Castilla la Nueva y, posteriormente, cesó en aquel cargo para ocupar la presidencia del Consejo de Estado, desde donde convocó las Cortes que juraron como Princesa de Asturias a la infanta Isabel. En julio de 1833, Fernando VII le otorgó el título de duque de Bailén y al fallecer el monarca el 29 de septiembre siguiente, por decisión de su testamento, fue uno de los ocho miembros del Consejo de Gobierno para asesorar a la reina regente María Cristina. Su avanzada edad -75 años en 1833- explica que durante la Primera Guerra Carlista no desempeñase cargos militares de importancia. No obstante, proclamado el Estatuto Real, de Martínez de la Rosa, Castaños ocupó el cargo de presidente del Estamento de Próceres. En 1837, "por persistir el buen recuerdo de su antigua gestión en el Principado", se le designó senador vitalicio por Cataluña y en 1838 sucedió a Agustín Argüelles como tutor de Isabel y de su hermana la infanta Luisa Fernanda hasta la mayoría de edad de la primera. Un año más tarde, asumió el mando del Real Cuerpo de Alabarderos y el Gobierno francés le concedió la Legión de Honor en su grado de Gran Cruz. Al cumplir los 92 años, la reina Isabel II le confirió el título de marqués de Portugalete y falleció soltero, cubierto de gloria y honores, a los 94 años, el 29 de septiembre de 1852, diez días después del óbito de su amigo y colega el duque de Wellington.

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