Compartir


Datos principales


Desarrollo


El duque de Nemours y el Gran Capitán eran individuos totalmente diferentes entre sí. Se podría decir que uno representaba el espíritu de la vieja aristocracia francesa, necesitada de gestos que le elevaran al parnaso de los grandes vencedores militares, incluido el mariscal Boucicaut, derrotado en Nicópolis por los turcos, pero cuya fama creció al tiempo que se difundió su biografía como general y gobernador de Génova. El Gran Capitán, por el contrario, representaba al hombre educado en los valores de la caballería andante del siglo XV, convencido del deber a la patria que autores como Diego de Valera y Francisco Chacón le habían imbuido desde su juventud, que formaba parte de un restringido y selecto grupo de capitanes al servicio del Estado dinástico estructurado por los Reyes Católicos y que habían dado muestras de su capacidad y valor en la guerra contra el reino musulmán de Granada (1482-1492). El enfrentamiento entre ambos en los campos de Ceriñola significaba la confrontación de dos concepciones del arte de la guerra e incluso de dos concepciones del mundo. Como casi siempre ha ocurrido a lo largo de la Historia, al plantear la batalla se impuso la actitud arrogante del duque de Nemours frente a la postura ponderada del capitán andaluz. Las tropas se habían colocado en posición de ataque. Una vez más, el Gran Capitán se jugaba todo su prestigio, y su honor, en una jornada. Con ese año, llevaba ocho haciéndolo en Italia, con mejor o peor fortuna.

Gonzalo Fernández de Córdoba atisbó por primera vez el laberinto italiano en la primavera de 1495. Acudía al frente de un pequeño contingente de tropas para defender el Faro, es decir, la ruta de acceso al reino de Sicilia desde el continente, desde las playas de Calabria. Los despachos de los Reyes Católicos no dejaban la menor duda de que ese era el objetivo de su misión. Pero él la transformó rápidamente por dos motivos. Primero, por influencia de Juana de Aragón, la reina de Nápoles, viuda de Ferrante el Viejo, que le mostró un camino diferente, más acorde con la vida política napolitana de aquel entonces. En segundo lugar, su propio instinto de hombre de acción, sutil, pero juicioso, que atisbó una inmejorable oportunidad para su carrera personal si era capaz de solventar con elegancia el embrollo provocado en Italia por la invasión del arrogante rey Carlos VIII de Francia, que se creía la encarnación del gran Alejandro Magno. Esa hybris le condujo en rauda cabalgada desde Milán hasta Nápoles, conquistando importantes reinos, sin disparar un solo tiro con sus modernos cañones de campaña, a los que un miniaturista dibujó como un elemento fundamental de un ejército moderno. Esos mismos cañones que Gonzalo observó con inquietud cuando se asomó a las fortificaciones francesas de Calabria, a las que necesitaba someter si quería intervenir en el Reino de Nápoles a favor de la causa de Juana de Aragón, de su hijo Fernandino y de los demás miembros de la casa real aragonesa, emparentados con Fernando el Católico.

Creía actuar así en beneficio de una vieja aspiración de los Trastámara, y no dudó en utilizar toda su capacidad política y militar para enderezar ese problema. El primer encuentro serio con los franceses tuvo lugar el 21 de junio de 1495 en Seminara, donde el general escocés Roben Stuart, señor D'Aubigny, venció a las tropas españolas, aunque Gonzalo no las mandaba, al estar en ese momento tratando de organizar el territorio y reparar las fortificaciones calabresas. La ocupación de la ciudad de Nápoles supuso el momentáneo abandono de Italia por el rey francés Carlos VIII, que se dirigió a toda prisa hacía su país, no sin antes sortear con un poco de suerte el ataque de un importante ejército en la localidad milanesa de Fornovo (6 de julio de 1495).

Obras relacionadas


Contenidos relacionados