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Datos principales


Desarrollo


Junto a las escalas, los textos clásicos -en los que se inspiraron los ingenieros militares desde el siglo XI en adelante- hablan de mecanismos de contrapeso llamados sambuca, esostra y tolleno, capaces de elevar a un grupo de hombres armados hasta las almenas enemigas. Además del ariete -que era una viga suspendida en equilibrio, para que un grupo de hombres pudiera balancearla y golpear con formidable empuje los muros de una fortaleza, protegidos por el robusto techo de un gato- y de las galerías subterráneas, excavadas bajo las torres, se recurría en ocasiones a grandes taladros utilizados para desencajar las piedras de la muralla. Eran éstas unas máquinas probablemente fruto de la imaginación más que de la realidad; no existen pruebas fehacientes de su empleo en asedios medievales. A una tecnología refinada, debía añadirse una gran inventiva mecánica. Todo ello era necesario para la construcción de máquinas capaces de lanzar grandes flechas o bien proyectiles de piedra (estas últimas conocidas por la voz griega lithobolos). En la Antigüedad existían máquinas capaces de soportar grandes tensiones -formadas por un enorme arco- capaces de arrojar enormes dardos: las balistas, y otros ingenios útiles para lanzar proyectiles de piedra. Todas ellas alcanzaron gran perfección en época romana, pero se trataba de maquinarias delicadas, que requerían gran capacidad técnica por parte del personal que las manejaba. Debido a la necesidad de un constante adiestramiento, estas máquinas cayeron en desuso, y fueron sustituidas en el siglo IV por el onagro, mucho menos delicado, pero de similar eficacia.

Éste era todavía utilizado por los bizantinos en el siglo VI durante la guerra greco-gótica. En los siglos siguientes se crearon máquinas de artillería, de concepción totalmente novedosa, basadas en el principio del balancín. Aparecen en los documentos bizantinos con el nombre de mangano y de pedrero -desconocidos en la Antigüedad- que probablemente designaban máquinas del mismo tipo, pero de diferentes dimensiones y prestaciones. A partir del siglo IX, su uso se extendió también por Occidente, empleados por los ejércitos carolingios. El principio en que se basaban estas máquinas era muy simple: se trataba de una gruesa pértiga, colocada en equilibrio sobre un soporte de madera; de uno de sus extremos colgaban las cuerdas de tracción, y en el otro se colocaba un saco destinado a contener las piedras. Tirando de las cuerdas, la pértiga basculaba sobre el perno, y los proyectiles eran lanzados a una distancia que, naturalmente, dependía de su peso y de las dimensiones de la máquina. Durante el siglo XII, las cuerdas de tracción fueron poco a poco sustituidas por un contrapeso fijo, capaz de mover la pértiga sin que fuera necesaria la tracción manual. Había nacido el trabuco, mencionado por primera vez en 1189, en documentos de la Italia septentrional. Se trataba una máquina mucho más potente que el mangano o el pedrero, y era capaz de lanzar proyectiles de hasta 15 quintales de peso, como los empleados por Ezzelino da Romano contra Este (ciudad de la provincia italiana de Padua) en 1249.

Como se vio en Durrës, las máquinas de asedio, más allá de su real eficacia, desempeñaban un importante papel psicológico, provocado por su terrorífica apariencia. En el siglo XI hubo ciudades de la Italia meridional que decidieron rendirse apenas vieron a los normandos aparejar delante de sus muros misteriosas maquinarias. Más tarde, bastaba con preparar un solo trabuco para que determinados castillos, acobardados por su presencia, depusieran las armas. Debe añadirse que un asedio era un muy costoso en términos económicos y sólo se realizaba después de una madura reflexión. En todo caso, aquellos que se defendían detrás de una sólida muralla, con una buena provisión de víveres y bajo un mando decidido y diestro en el manejo de los recursos disponibles, tenían siempre ventaja sobre los sitiadores, hasta que el perfeccionamiento de la pólvora vino a trastocar la situación a favor de estos últimos. Se trató de una de las revoluciones tecnológicas que marcaron el fin de la Edad Media y el inicio de la Moderna. Una máxima de la táctica griega, después recogida en los tratados medievales, sugería a quien se preparaba para asediar una ciudad fortificada que, ante todo, debía colocar las maquinarias a una distancia adecuada, que permitiera estar a salvo de las salidas por sorpresa del enemigo, pero que fueran lo suficientemente visibles como para causar el terror entre los asediados. Para posteriormente desmoralizar aún más al enemigo, se aconsejaba que los ataques debían ser continuados, tanto de día, como especialmente de noche, lo que multiplicaba su terrorífico efecto. Y por otro lado, también era muy adecuado que se sincronizasen las diferentes formas de ataque, que debían producirse de un modo simultáneo. Mientras la artillería destrozaba la parte alta de las murallas, los arietes golpeaban sobre la parte baja, y los mineros trabajaban contra ellas bajo tierra. Ante este ataque conjunto, el enemigo quedaría impresionado e incapaz de responder a tantas amenazas al mismo tiempo. Todos estos consejos dejan ver un arte militar muy evolucionado y altamente racionalizado, pero no siempre era fácil llevarlos a la práctica con los escasos medios que normalmente el atacante encontraba a su disposición.

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