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África

Desarrollo


Acaso uno de los reinos bantúes más antiguos, y desde luego el primero que fue conocido por los navegantes, fue el del Kongo, cuyo rey, el manikongo, pronto se hizo famoso en Europa: desde la aparición de los portugueses por sus costas, allá por 1482, este monarca, que dominaba algunos pueblos situados al norte del bajo Zaire, como los yombe y los woyo, y cuyos territorios se extendían profundamente por la actual Angola, pasó incluso a nuestras literaturas. Es casi de ritual, y no queremos en esto rebelarnos, hacer la presentación de su reino repitiendo el bello pasaje del canto V de Los Lusiadas donde Camoens hace relatar a Vasco da Gama su recorrido por las costas de África: "...Dirigiendo siempre la aguda proa hacia el Austro, nos internamos en un vastísimo golfo, dejando a un lado la Sierra Leona, sumamente áspera; el cabo al que dimos el nombre de las Palmas; el gran río (Níger), donde resuena el mar azotando las conocidas playas que allí poseemos, y la isla ilustre que tiene el nombre del Apóstol que tocó el costado de Dios (Santo Tomé). Allí está el extenso reino del Congo, convertido ya por nosotros a la fe de Jesucristo, por donde pasa la cristalina y prolongada corriente del Zaire, que no llegaron a conocer los antiguos... En efecto, la conversión al cristianismo de los monarcas y de parte del pueblo fue rápida, y, durante los siglos XVI y XVII, el Kongo fue entrando en el ámbito de las relaciones internacionales de la mano de Lisboa: incluso envió en ocasiones embajador a la corte pontificia y, a medida que el creciente comercio de esclavos le confería mayor peso, pudo negociar su alianza con holandeses y con otros europeos.

Fruto de esta actitud abierta, el Kongo produjo un arte muy peculiar: sus marfiles, como los de los sapi y los de Benin, recogieron sugerencias de los mercaderes que los comercializaban, y hasta hubo algunos intentos de aclimatar una iconografía cristiana, con sus crucifijos, vírgenes y santos. Poco quedaría de ello, sin embargo, cuando, a principios del siglo XVIII, la mayor parte del reino, entonces ya dividido y en decadencia, rompió sus relaciones con Portugal, expulsó a los misioneros y repudió su fe; a partir de ese momento, lo mejor del arte kongo iba a centrarse, de nuevo, en esculturas de la religión tradicional. Sin embargo, muchos estudiosos afirman que algo quedó del influjo renacentista, y no tanto en el realismo de las facciones como en los temas representados: las maternidades, creadas para el culto a la fecundidad, sugieren recuerdos remotos de las Vírgenes portuguesas; y los típicos fetiches nkisi, cuyos cuerpos erizados de clavos y pinchos contrastan a menudo con la suavidad de las caras, reflejarían acaso la profunda impresión que dejaron en los indígenas las imágenes de San Sebastián. Pero acaso el tipo escultórico más peculiar de los kongo, y el más difícil de encuadrar cronológicamente, es el ntadi o tumba: se trata de una figura funeraria de piedra, que representa a menudo un hombre sentado, y en la que destaca la libertad de movimientos y la asimetría de la postura. Como en el caso de las máscaras comercializadas por los mpongwe, hay algo en estas piezas que sugiere -también aquí por pura coincidencia- la serenidad reconfortante del arte oriental.

Y lo difícil es saber si hay en estas piezas algún influjo europeo: si se remonta la creación de las más antiguas a la época portuguesa, podría darse una respuesta positiva; si se sitúa más tarde, ya en el siglo XVIII, nos hallaríamos ante geniales creaciones de este pueblo culto y polifacético. Los kongo tuvieron, en ciertos casos, que pedir ayuda a Portugal para defenderse de un pueblo de guerreros -verdaderos espartanos del África negra- que les atacaban sin respiro: eran los llamados jagga, que muchos estudiosos, probablemente con razón, ven como antepasados de los actuales yaka. Del arte que tuviesen estas gentes hasta hace un par de siglos, nada sabemos que nos permita solucionar la duda; y el que conocemos, fechable todo él en los siglos XIX y XX, corresponde a una fase en que esta etnia se nos muestra totalmente descentralizada, y carente, por tanto, de grandes ejércitos. En estas circunstancias, el poder recae en las sociedades secretas, y el arte se concentra en las máscaras de iniciación. Estas destacan inmediatamente por sus brillantes colores y sus curiosas narices, que se levantan hacia arriba como ganchos; para nuestros ojos de occidentales, tienen casi un carácter cómico cuando las vemos expuestas en las vitrinas; pero, obviamente, no era esa la intención de sus autores, y su danza ante los novicios constituía una atemorizante exposición religiosa de mitos.

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