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África

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El pueblo yoruba era prácticamente desconocido por los historiadores hasta mediados del siglo XIX, pese a que tempranamente tuvo relaciones con los portugueses y se le conoció un animado poblado, Ibadan, considerado como el primer establecimiento urbano del continente. Sus orígenes se presentan enmascarados por la leyenda, haciéndoles originarios del este de África e incluso, de la península arábiga o Nubia. Sin embargo, quizá sea más consecuente ver su cuna, al igual que la de otros pueblos afromelanodermos, entre el Chad y el Alto Egipto, de donde pudieron llegar con el alba de la metalurgia. Diversas tradiciones remontan el origen del pueblo yoruba como antepasado común a un tal Oduduwa, hijo de Olodumare y cuyo hijo Okambi tuvo a su vez seis hijos que reinaron: Owu, Sabe, Benin, Ile, Ketu y Oyo. Claro que las leyendas genealógicas variarán según las fuentes. Sin embargo, todas ellas coinciden en hablar de cierto lugar, Ile-Ife, como centro local de dispersión, que pasará a ser aceptado por los yoruba como fuente de poder y de legitimidad. Así los príncipes yoruba habrán de ser consagrados por el Oni, soberano de Ife, en una especie de rito sacramental. No puede asegurarse, sin embargo, que Ife fuera el primer Estado yoruba, dado que Ijebu, que no figura en la enumeración de Estados que cita la tradición, se presenta como el más antiguo de todos ellos, con una relación de 52 soberanos, más extensa que la de los 47 dinastas que figuran en la lista real de Ife.

En otro terreno, los lingüistas sitúan la llegada al país de dos emigraciones yoruba, una a través de la selva en dirección a Ife e Ijebu, y otra, por los linderos de la selva hacia Oyo, cuya situación quizá explique su posterior importancia, a raíz de entrar en contacto con otros dos Estados de la sabana: Borgu y Nupe. Muy recogidos, los reinos-Estados yoruba presentaban una pequeña extensión, integrada por una capital y aldeas más bien próximas. De todas formas, el reino de Oyo vino a ser una confederación de ciudades, a cuya cabeza figuraba un alafin o soberano, que era tildado de camarada de los dioses y cuyo reinado oscilaba entre siete y catorce años de duración; llevaba una vida aislada, hasta que el Consejo de Estado, formado por siete miembros -los oyomasi, no pertenecientes a la nobleza- le invitaban a suicidarse o le envenenaban para, acto seguido, inhumarle ritualmente, sacrificando diversas vidas humanas en los funerales reales. Este comportamiento se basaba en la creencia animista de que el Rey condensaba en su persona la fuerza vital de todo su pueblo, y a partir de un septenado, que podía renovarse por una sola vez, se imponía su sustitución, so pena del desfallecimiento de la comunidad. En realidad, se había llegado así a un régimen político ciertamente prudente y de absolutismo compensado, que las sociedades modernas, pese a su clarividencia, considerarán bárbaro. La desaparición periódica del soberano no alteraba el orden administrativo, dado que cada ciudad conocía una administración autónoma con un Senado de nobles -Ogbni- y un alcalde, el bale, que era asistido por un par de expertos, denominados respectivamente mano derecha y mano izquierda: a su vez el primer ministro tenía una mano derecha y una mano izquierda, y así sucesivamente.

En la historia del África occidental, Ife, la ciudad santa de los yoruba, al suroeste de Nigeria, asume una cierta importancia, que sólo sería desvelada a partir del conocimiento de su arte. En Ife y en el siglo XII, se da un florecimiento artístico que hoy se conoce merced a toda una serie de espectaculares piezas arqueológicas: cabezas, máscaras, figuras de latón y terracota, llenas de calor y aliento vital, ejecutadas con un sentido orgánico único y una técnica y unas formas tan perfectas y bellas, que hasta no hace aún muchos años hicieron pensar que al ámbito yoruba podría haber llegado el impacto de la misma cultura helénica a través del Mediterráneo o de Egipto, tanto más cuando no se habían encontrado hasta entonces, en Nigeria, expresiones artísticas que pudieran explicar semejante florecimiento. Se llegó incluso a ver en tal arte, tras los primeros hallazgos del antropólogo alemán Leo Frobenius, a comienzos de nuestro siglo, el legado de la legendaria Atlántida de la conseja platónica. Posteriormente, investigadores como W. Fagg y otros han subrayado una vez más que si se dispone de las técnicas necesarias para su expresión y se ha llegado a un concreto nivel, el arte no conoce fronteras a la hora de expresarse, independientemente de que técnicas como la cera perdida hayan podido ser conocidas por difusión cultural o por invención independiente, al igual que las aleaciones metálicas y uso de distintos soportes a utilizar.

Precisamente los mismos yoruba llegaron a un verdadero virtuosismo en la utilización de la piedra para sus realizaciones. El reino-Estado de Benin se presenta ligado por sus mismas tradiciones culturales a los yoruba y, con ellos, a la de civilización Ife, la ciudad sagrada en la que moraba la dinastía real y donde se rendía culto a los soberanos muertos o sacrificados ritualmente. Los orígenes de Benin pueden remontarse al siglo XII, cuando accede al trono un tal Eveka. Los contactos que se produjeron, dos siglos después, con los primeros viajeros europeos, permitieron conocer la evolución de este reino en el que la autoridad real apenas transcendía más allá de la ciudad y sus contornos. El hijo y sucesor de Eveka, de nombre Ogvola, fortificó Benin e hizo venir a la ciudad, desde Ife, a un herrero que introdujo en la misma el peculiar arte escultórico yoruba en bronce que encontrará un particular desarrollo del lugar. Al duodécimo soberano, Evare el Grande, se le atribuían poderes mágicos y sobrenaturales. Ya en 1484 el monarca reinante, Okpame, recibió la visita del portugués Alfonso de Aveiro, que le llevó las primeras armas de fuego y las primeras nueces de coco, y entabló amistosas relaciones con los reyes de Portugal. Estas relaciones, continuadas por su hijo Esiglé y su nieto Orhoges, harán posible la fundación de Lagos, la actual capital de Nigeria. Benin, al igual que Ife, pasará a la historia por la calidad de sus realizaciones artísticas: esculturas de bronce que ya llamaron la atención a los portuguese y posteriormente, a otros viajeros como el holandés O.

Dappert (1668) que pudo visitar Benin, cuando su rey detentaba el monopolio absoluto de comercio con los europeos. Benin y su arte caerían en el olvido para Occidente hasta que éste fuera redescubierto por los ingleses, que en plena orgía colonialista y tras una expedición de castigo, arrasarían la ciudad -1897-,aportando como escandaloso botín, y tras un incalificable saqueo, a la Inglaterra victoriana, más de 2.000 bronces, cuyo estudio ha dado lugar a ingente bibliografía. Hoy sabemos que el soberano -Oba- de Benin llegó a asumir plenos poderes políticos y militares, además de su carácter sacro que le situaba sobre todos sus súbditos haciendo de él una especie de rey-sumo sacerdote. En Benin, donde dominaba una religión animista, se adoraba al parecer a una divinidad suprema y a un panteón menor, rindiéndose asimismo culto a los antepasados. El Oba, que llegó a burlar la tradición del septenado, fue a veces un cruel y sanguinario tirano. Su corte era la sede de un consejo real, integrado por estamentos nobiliarios varios, predominando en el mismo el uzama, algo así como un Senado de nobles. Existían asimismo consejeros de carácter no hereditario, que podían acceder a tenientes-alcaldes o a mayordomos de palacio. El Oba llegó a monopolizar el tráfico del marfil, palmiste y esclavos, comerciando directamente con europeos y árabes, a los que llegó a ceder las contribuciones en especie de sus mismos vasallos, entre los que se contaban asimismo esclavos de distinta extracción.

De inicios del siglo XVI -1506- data una interesante descripción de la capital de Benin, debida al portugués Pacheco Pereira: "...Mide una legua de longitud de una puerta a otra. No se puede decir que se presenta amurallada, sino más bien rodeada de un gran foso muy ancho y profundo que basta para su defensa. La he visitado cuatro veces. Las casas se presentan hechas en adobe apisonado con techumbres de hojas de palmera. El reino de Beny tiene unas ochenta leguas de largo y unas cuarenta de ancho. Se ocupan en hacer la guerra a sus vecinos, que les proporcionan gran número de cautivos... Veo gran número de errores en la forma de vivir de estas gentes, en sus fetiches e idolatrías". Los yoruba se encontraban instalados en la orilla derecha del bajo Níger; justo enfrente, en la otra orilla, al noreste, se extendía el reino de Nupe, conocido como el Bizancio negro y del que sabemos, al ser mencionado por el árabe Ibn Batuta, que existía ya en 1350. De vida pacífica, los nupe optaron por vivir en vasallaje de otros reinos o Imperios mayores. Incluso de los mismos yoruba y ya a partir del siglo XV, de los haussa de Zaria. La época más brillante de los nupe se da en el siglo XVIII tras la introducción del islamismo bajo Maazu, que trae consigo la sumisión a los peuls bajo la forma de un principado vasallo. Destacaron por su artesanía en madera, cuero, estaño y asimismo en diversas artes textiles, logrando también fama como carpinteros de ribera a la hora de construir sólidos barcos de transporte sobre el Níger.

En la misma latitud que todas estas formaciones políticas del Sudán occidental, y dentro del paisaje de las sabanas, aunque ya en torno a ese mar interior que experimenta una lenta desecación desde los inicios del Holoceno y que conocemos con el nombre de lago Chad, emergen otras culturas/civilizaciones que nutren diversos Estados del Sudán central, a remontar al año 1000. Vienen ellas a constituir un punto de intersección del tráfico caravanero entre Trípoli, el litoral mediterráneo al norte, Egipto al noreste, el alto Nilo al este, los Estados del Sudán occidental al oeste y los cotos de aprovisionamiento de esclavos de los mercaderes. La misma región de Darfur se presenta unida al Alto Nilo por una ruta caravanera aún utilizada que quizá desembocó en su día en el océano Índico. Aquí en el Darfur no hace aún mucho, los arqueólogos han descubierto edificaciones que corresponden a ciudades perdidas, que no se sabe aún si fueron construidas por gentes del este -del Alto Nilo- o del oeste -del Chad-. Así, las ruinas del Djebel Uri, quizá estación caravanera mandada, construir por Dunama, rey del Kanem, cuando dicho reino había alcanzado una mayor extensión, pero quizá también vestigios de una avanzadilla meroítica mandada levantar por los príncipes de Axum en algún momento del siglo IV. ¿Quién podrá saberlo? La ciudad perdida aún no ha respondido a las demandas de los arqueólogos e historiadores. En esta imponente región florecieron los legendarios sao, población melanoderma que asentada al sur de Chad y quizás aliada a nómadas blancos, lograron imponerse en la región a partir del siglo XI.

Estos sao quizá puedan emparentarse con los grupos animistas del Camerún septentrional y otras gentes que siglos después se miscegenizaron con otras poblaciones de otros ámbitos africanos, como los so de la cuenca del Congo o los shao -llamados asimismo sao. Los sao a que nos referimos constituyeron en su día un conjunto de organización tribal, más que un Estado centralizado. Durante siglos supieron mantenerse impávidos ante las incursiones de sus vecinos. Los arqueólogos que han estudiado los vestigios de sus hábitats, en las motillas o tells que les identifican, encontraron diversos objetos en terracota y en metal -cobre, bronce y hierro-, que permitieron hablar de dos períodos, Sao, Sao II, a sumar a otro más reciente y de menor duración, Sao III. Los más antiguos hábitats albergaron una población cazadora que acostumbraba a enterrar a sus muertos en inhumaciones alargadas; sus componentes terminaron protegiendo sus aldeas con bastiones y parapetos en madera e, incluso, de estiércol desecado y apisonado. Hábiles alfareros, desarrollaron un singular arte decorativo, con representaciones humanas y animalísticas a expresarse particularmente en retratos y máscaras, siguiendo distintas convenciones estilísticas. Se atribuye a los sao la introducción del hilado y tejido del algodón en la cuenca del Chad, a la vez que una metalurgia en bronce con conocimiento de la técnica de cera perdida, lo que no obsta para que utilicen cotidianamente hachas de facies neolítica y diversos arpones óseos.

Estos sao, de los que aún se conoce poco, pueden situarse en la base de la población subsiguiente a la que alguien ha relacionado asimismo con los tibú -que se llaman asimismo tedas-, pastores nómadas del Tibesti de piel oscura, de prominente nariz, labios delgados y cabellos encrespados y de muy difícil clasificación étnica. Estas gentes llegaron al Kanem hacia el siglo VIII, junto con otras posiblemente beréberes y mestizándose con las poblaciones negras preexistentes -entre las que habría algunas legatarias de los últimos sao- acertaron a crear un Estado que en la historia de África habrá de llamarse primero Kanem y luego Bornu. Al frente de este Estado figura ya hacia el 800 la dinastía de las gentes del Saif, que dominan más de 1.000 años, hasta 1846. En el trance de la reconstrucción histórica, los estudiosos les han hecho antepasados de ciertos nómadas que se proscribieron voluntariamente hasta que su soberano -Nlay- a fines del siglo XI se convirtió al Islam siendo reconocido como sultán. Desde este momento, la continuidad de su dinastía y la prosperidad de su reino dependerán de sus relaciones con el Islam. Antes de imponerse éste, apenas existía tráfico esclavista. Pero con él se multiplica la demanda de esclavos negros para servir a los creyentes... Así, Ogba Ibn Nafl (666), al que tradiciones árabes le hacen llegar hasta las costas atlánticas en sus expediciones, tras penetrar en el Fezzan y el Kauar, impondría a los habitantes de los oasis Djerma y de Kauar un tributo de 360 esclavos.

Con el tiempo, los esclavos sudaneses llegarán a ser altamente cotizados para el servicio doméstico, pero también como eunucos en los harenes de Egipto y Turquía. La demanda hizo que entre los mossi, prácticos en la veterinaria, se dedicaran a la emasculación de esclavos negros, operación que diezmaba a los que la sufrían, pero cuyos supervivientes lograrían un buen precio de los mercaderes árabes. Tratadas quizá con más miramiento, las mujeres eran transportadas a lomos de camellos y aun así sucumbían en gran número durante el camino. Ello no fue obstáculo para que durante más de un milenio y hasta prácticamente nuestros días, siguiera la trata. Así, hasta mediados del siglo XIX, siguieron llegando a Kano 5.000 esclavos árabes de los que 2.000 o 3.000 nutrían el mercado de Murzuk, el centro sahariano de redistribución del toda el África del norte... Precisamente en este bárbaro comercio esclavista, que proporciona a los mercados del Sudán central un inconmovible patrón moneda, habrá de cimentarse durante siglos la prosperidad económica del reino de Kanem Bornu, más cuando los soberanos del Kanem, devotos de Alah, encuentran en su dedicación esclavista un fácil medio de subsistencia económica que les mantendrá durante siglos. Llegará un momento en que los llamados caballeros de Dunama -el rey de Kanem- hagan continuas razzias, incluso penetrando en territorio songhai, exigiendo tributos en especies, particularmente mocerío esclavo.

El multisecular reino de Kanem llegará a fundar en El Cairo -1242- una escuela del Corán, y el mismo soberano Dumana Dibalami -según nos cuenta Ibn Jaldun- recuerda cómo remitió a Dimanama, soberano de Túnez y buen cliente, una jirafa cuya apostura causó sensación en todo el país. Con un nieto de este mismo Dunama, de nombre Idris (1353-1376), se encontró otro viajero árabe, Ibn Batuta, en su viaje de regreso desde Mali y Songhai. Por entonces, los soberanos de Kanem conocían levantamientos de distintos pueblos vasallos, entre los que estaban los sao, los bulala y los tibues. Un país revuelto terminaría, a fines del siglo XIV por obligar a Omar, rey del Kanem, a refugiarse en una provincia, en otro margen del Chad, el Bornu, habitada por los kanuri. Desde ahora, el rey de Kanem llevará la titularidad de rey de Bornu, continuando con su comercio esclavista. Un siglo después, el historiador granadino León el Africano, recoge cómo en las transacciones de Bornu pueden cambiarse fácilmente caballos por esclavos.

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