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Desarrollo


Tras la definitiva crisis del mundo colonial español, asistimos a posturas aislacionistas que en nada ayudan a la inserción de España en las renovaciones plásticas que están cuajando en centros más dinámicos. Sólo Cataluña y contados focos menores, ofrecen una burguesía industrial que pueda asumir el liderazgo vitalizador que la nueva situación demanda. Ello explica que sea casi sólo en Cataluña donde se pueda hablar de una escultura modernista, mientras los demás focos artísticos se muestran apegados a códigos ligados al realismo costumbrista y sus variantes eclécticas. 1. Los realistas tardíos. Dos generaciones de realistas están activos a principios de siglo: a) los epilogales, de ciclos históricos ya muy superados, empachados de preciosismos, y b) quienes, sin desdecirse de lo anterior, sintonizan con las novedades que desde Hildebrand, Rodin y Meunier han ido cuestionando ya los temas, ya las técnicas del realismo eclecticista. En los primeros recordemos a Venancio Vallmitjana (1826-1919), que mantuvo un taller activísimo pero de declinante calidad; Manuel Fuxá (1850-1927), que siguió apegado al preciosismo de los Carrier Belleuse, con alguna obra tardía digna (Vayreda, 1915, Barcelona), o Ricardo Bellver (1845-1924), que, cuidadoso con la tradición, resiste mejor los cambios de receta. Más pertinente resulta la mención aquí de quienes, herederos de los anteriores, proyectaron sus fórmulas hasta bien entrado el siglo.

Mariano Benlliure (1862-1947) siguió ofreciendo en su numerosísima obra el exhaustivo catálogo de técnicas y materiales de los que hizo gala. De sus creaciones tardías recordamos su gracioso Goleo (1911) y el soberbio monumento ecuestre al general Martínez Campos (1907, Madrid), tan superiores a otros de los mismos temas. En línea similar, si bien con mayor sobriedad, encontramos a Aniceto Marinas (1866-1953), que desplegó repertorios anecdóticos (Monumento a Daoiz y Velarde, 1910, Segovia) con otros más contenidos y discretos (Juan Bravo, 1921, Segovia, o Cortes de Cádiz, 1929, Cádiz). En órbita menos ambiciosa se muestran Miguel Angel Trilles (1866-1936), muy volcado a la docencia y de obra limitada, y Joaquín Bilbao (Sevilla, 1864-1938), discípulo de Susillo, pero sin afanes renovadores que fueran más allá de ecos primerizos de Meunier adquiridos en sus viajes (Resultado de una huelga, El último tributo). Su definitiva instalación en Toledo y Sevilla y su obligada adaptación a los valores locales, no anularon del todo la sobriedad de quien hizo la tumba del cardenal Spínola (1913, catedral, Sevilla) o la estatua ecuestre de San Fernando (1924, Sevilla). El digno colofón de esta segunda generación de realistas es Lorenzo Coullaut-Valera (1876-1932). Su éxito le parangonó a Benlliure, pero es irregular, alternando piezas de indudable calidad, aunque de gusto arcaico (Monumento a Gustavo Adolfo Bécquer, 1912, Sevilla), con complejos repertorios detallistas y literarios (Monumento a Cervantes, 1927, Madrid).

Es artista que obliga a un estudio detallado y crítico de su obra. 2. La escultura modernista. Intentar deslindar aquello que sea modernismo de lo que no lo sea, encontrar códigos comunes entre los que parecen serlo, clarificar nítidamente los campos entre las distintas artes, es punto menos que imposible al ser un movimiento extraordinariamente integrador y pluriforme, teniendo notables contradicciones internas. Se hace inútil la búsqueda de parámetros uniformadores que vayan más allá del rechazo del eclecticismo realista. A pesar de todo ello, nadie discute hoy la existencia de una escultura modernista aunque su definición estilística, vital o cronológica siga problemática. Son sus móviles una temática novedosa, a veces no nueva, sino tomada desde ángulos histórico-culturales no manidos; una valoración de lo nuevo, lo joven, lo que rompe con lo histórico; una acentuación de la capacidad metamorfoseadora de la vida y la naturaleza; una pérdida de las estructuras internas de raíz académica sustituidas por tensiones dinámicas o espirituales; una pérdida de valores jerárquicos en lo tocante a materiales, técnicas y artesanías; una capacidad artística de integración tal que permite conectar con el nazarerismo, el prerrafaelismo o los más coetáneos "Arts and Crafts", postimpresionismo y simbolismo con los que a veces se funde. Resulta ocioso indicar que será en el círculo catalán donde más y mejor arraigue. Su primera figura es José Llimona (1864-1934), extraído del Cercle de Sant Lluc y de las propuestas espiritualistas, medievales y conservadoras de su hermano Juan y monseñor Torras i Bages.

Evoluciona hacia formas más plenamente modernistas con resabios rodinianos (Desconsuelo, 1903). Su obra decorativa, retratística, religiosa o funeraria muestra la red de impactos plásticos que asumió. Fruto de esa tensión es sin duda su obra más compleja y densa, el monumento al doctor Robert (1910, Barcelona, reinstalada en 1985), con pedestal gaudiano, débitos a Meunier y Rodin y sensibilidad propia. Muy cercanos se muestran Enrique Clarasó (1857-1942), que arranca del tardorrealismo social e histórico (Forjador catalán, 1894) para entroncar con el modernismo llimoniano (Eva, 1907) y Eusebio Arnau (1863-1933). La proyección tardía del modernismo catalán en Madrid la marca Miguel Blay (1866-1936), que consiguió sus mejores obras en los monumentos del doctor Chávarri (Portugalete) y Silvestre Ochoa (Montevideo), de toques rodinianos y obreristas, y en la excepcional Canción Catalana (1907, Palau de la Música, Barcelona), quintaesenciada articulación de arquitectura y complejo repertorio simbólico del modernismo. Su traslado a Madrid le hizo perder el caldo de cultivo social que alumbró su mejor obra, a pesar de rescoldos modernistas tardíos (monumento al doctor Federico Rubio, Madrid). Otras muchas figuras conforman el grupo modernista catalán. Así Lamberto Escaler (1872-1957), cultivador exquisito de terracotas policromadas, e Ismael Smith (1886-1972), modernista más tardío, escultor y grabador refinado que fuera derivando hacia la renovación novecentista, el art decó o la vanguardia, tal como hicieran J.

Otero Camps, J. Borrell y otros que harían prolija la relación. El otro foco modernista de interés es el vasco, que logra salir de la atonía merced al dinamismo social derivado de la proyección industrial. Su personalidad es Paco Durrio (1868-1940), sintetizador feliz en París de los resortes del simbolismo y el modernismo, tanto en orfebrería como en cerámica, que supo conectar con la renovación plástica que significaron Minne, Lehmbruck y Mestrovic, en sus espléndidos monumentos tanto el de Arriaga (1907-33, Bilbao), simbólico y renovador del género, como en el funerario de la familia Echevarrieta (1903-23, Getxo), místico y exótico. En tono distinto se muestra el malogrado Nemesio Mogrovejo (1875-1910), que partiendo de una impronta renacentista deriva a valores rodinianos (Risveglio) y claramente modernista (Eva, Ugolino) o bellas síntesis de ambos (Muerte de Orfeo, 1905).

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