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Las relaciones entre Picasso (1881-1973) y el Surrealismo fueron especialmente complejas, puesto que si bien nunca existió una adscripción formal por parte del pintor malagueño al movimiento, éste se convirtió, sin embargo, en punto de referencia obligado en las argumentaciones teóricas de Breton, cuando a comienzos de la andadura del movimiento, se suscitó la polémica en torno a la existencia de una pintura surreal. Por otro lado, es evidente que, pese a que Picasso siempre se mostrara extremadamente celoso de su independencia, el pintor acompasó gran parte de la producción realizada a lo largo de una década -la comprendida aproximadamente entre 1925 y 1936- al ritmo de los intereses del Surrealismo. Pierre Naville, uno de los componentes del grupo, publicó en el número 3 de "La Révolution Surréaliste" un célebre artículo en el que negaba taxativamente la posibilidad de extrapolar los fundamentos de la actividad poética al ámbito de la pintura. La reacción de Breton no se hizo esperar, y en el número siguiente de la revista apareció la primera entrega de "El Surrealismo y la Pintura", en el que su autor no sólo admite la existencia de un automatismo gráfico junto al verbal -ampliamente experimentado ya desde 1921- sino que corrobora su aserto citando una serie de obras concretas de Max Ernst y André Masson, al tiempo que pone como ejemplo la actuación de Pablo Picasso. No deja de ser sorprendente esta mención, por cuanto el cubismo con el que se hallaba irremisiblemente identificado el pintor malagueño, dado su carácter riguroso y cerebral, a primera vista parecía totalmente contrario a las exigencias de una plástica surreal.

Además, no hay que olvidar que por aquellas fechas Picasso parecía haber perdido el impetú creativo de antaño. El Picasso de 1925 era el pintor aburguesado colaborador de los ballets rusos de Diaghilev y cuya producción reciente aparecía fluctuando entre un cubismo edulcorado y un neoclasicismo totalmente agostado. Pese a ello Breton no dejó de reconocer la importancia de Picasso y el cubismo en el proceso de aniquilación del arte mimético. El Surrealismo hizo tabla rasa de toda la producción pictórica anterior, incluyendo en esta descalificación global la casi totalidad de las manifestaciones de vanguardia, por cuanto, en su opinión, la pintura había errado estrepitosamente en su objetivo al orientar su actuación a la captación del mundo real, en lugar de responder tal y como ellos propugnaban, a un modelo puramente interior. No es de extrañar por tanto que Breton valorara el paso dado por el cubismo en orden a liberar la pintura de la tiranía de lo real. La argumentación del Picasso cubista como iniciador de ese viaje sin retorno en la pintura, con el que los surrealistas se hallaban comprometidos, es repetida en otros textos además del anteriormente mencionado. Son además muy numerosas las muestras de aprecio hacia los cuadros cubistas de Picasso y Braque, que tanto Breton como Eluard ávidamente coleccionaron. Desde la óptica del Surrealismo, nadie como Picasso, pese a lo discutible que pudieran parecer algunas de sus actuaciones recientes, encarnó de forma tan evidente la modernidad, la capacidad de ruptura con la tradición y, por encima de todo, la libertad.

Ello explica la posición privilegiada de que gozó el pintor malagueño en el seno de dicha tendencia. Cabe señalar también otra circunstancia que a los ojos de Breton jugó a favor del pintor español: su falta de vinculación con el Dadá, en un momento en el que el poeta francés se esforzaba en marcar distancias con respecto al movimiento del que, en definitiva, procedía la mayoría de los promotores del Surrealismo. Picasso no fue inmune a las numerosas muestras de aprecio y al interés que suscitaba su persona en los círculos surrealistas y, al final, la estrecha relación mantenida con Breton y algunos otros componentes del grupo terminó por repercutir en la orientación de su obra. El malagueño pintó en 1925 La danza, un óleo que ha sido considerado unánimemente como pieza clave en su producción, por cuanto marca el inicio de una serie de obras de una intensidad y originalidad extraordinarias. Dicha obra, con sus tres figuras femeninas articuladas a base de grandes planos de color, se inserta todavía, desde el punto de vista estilístico, dentro del cubismo sintético. Pero la atmósfera en que éstas evolucionan es tan opresiva y las distorsiones que sufren las anatomías femeninas tan brutales que remiten inexorablemente a un mundo de sugestiones diferentes. En ella vuelven a hacer acto de presencia recursos formales del arte primitivo, poniendo punto final al período neoclásico y dando inicio a su etapa surrealista.

Dentro de dicha etapa hay que insertar también una serie de dibujos, realizados un año antes, de trazos precisos, anclados en sus recorridos por gruesos puntos que, reproducidos en el número 2 de "La Révolution Surréaliste", fueron saludados por los surrealistas como muestras de diseño automático. Dieciséis de estos dibujos serían utilizados más tarde para ilustrar la "Chef d 'oeuvre inconnu de Balzac", editada por Vollard en 1931. Picasso no compartió el interés programático del Surrealismo por el subconsciente y el mundo onírico, pero su contacto con los círculos surrealistas propició en él un interés renovado por el arte primitivo que tan fecundas consecuencias había tenido para el cubismo. En este sentido cabe reseñar los abundantes estudios que sobre ritos, mitología y arte de los pueblos primitivos aparecen, a finales de los años veinte y comienzo de los treinta, en las revistas cercanas al Surrealismo, como "Documents", "Minotaure" o la misma "Cahiers d 'Art". Estimulado por el arte primitivo, Picasso recupera de nuevo su potencial iconoclasta, orientando su quehacer de aquellos años a la captación de los ámbitos más recónditos del alma humana. Las referencias al arte negro, al neolítico (a través del ejemplo mironiano), a los jeroglíficos de la isla de Pascua (que encuentran su punto culminante en los acróbatas y nadadores de miembros monstruosamente hinchados de 1929-1930) ya las máscaras esquimales entran en juego para alumbrar, a partir de 1925, una imaginería sin precedentes que bascula obsesivamente en torno al sexo.

El elemento erótico, ajeno al cubismo, domina ahora la producción picassiana, de una brutalidad y crudeza inusitadas. Esa iconografía sexual, en la que con tanto entusiasmo se vuelca Picasso, se ve sorprendentemente interrumpida por algunas incursiones en la temática religiosa. Muestras de dicha temática son la Crucifixión de 1930, una de las piezas más complejas de este período, en la que las deformidades de las figuras y el estridente color acentúan su carácter de rito expiatorio, así como las ocho versiones a plumilla y tinta china de la Crucifixión de Mathias Grünewald, resueltas en sorprendentes conformaciones óseas. En honor a la verdad son pocas las obras realizadas por Picasso entre mediados de los años veinte y el Guernica -1937- que no comporten esos fermentos destructivos, a la par que terriblemente vitales, que caracterizan al Surrealismo. Exponente de este tipo de obras son, además de los ejemplos anteriormente citados, las bañistas pintadas en Cannes en 1927, los dibujos de estructuras antropomórficas, realizadas en Dinnard un año más tarde, así como la Anatomía, de 1933, compuesta por dieciocho dibujos, fantástico desfile de seres creados mediante el ensamblaje de objetos diversos. Picasso representó para los surrealistas, en los momentos iniciales de su rebelión, la confirmación de todas sus expectativas. Por su parte, el Surrealismo contribuyó, de modo decisivo, a que el pintor, que a comienzos de los años veinte daba muestras de un evidente desconcierto, se hiciera dueño de nuevo de los resortes de su creatividad, al sustituir las sugestiones clasicistas a la moda por las exigencias de su propia interioridad.

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