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Datos principales


Desarrollo


El interés por las costumbres y tipos populares es una constante histórica en nuestras literatura y pintura. La llegada del romanticismo vivificó esta corriente, aportando a la tradición hispana la visión que los extranjeros tenían de nuestro pueblo, debido al esnobismo de una burguesía nacional europeizante y liberal que, también por influencia extranjera y bajo la moda romántica, vuelve los ojos al pueblo y los monumentos del pasado. Esto, general en toda España, se dará preferentemente en lo andaluz, por ser esta tierra meta soñada de los extranjeros, y donde se tuvo que dejar sentir más fuertemente el influjo de la visión que tenían del español y sus peculiares costumbres. Así, de las dos escuelas costumbristas fundamentales, la sevillana incide en un pintoresquismo amable y folclórico, alejado de cualquier intento de crítica social; por su parte, la madrileña es más acre y dura, llegando en ocasiones a mostrar no sólo lo vulgar, sino incluso recreándose en visiones desgarradas de un mundo tópico barriobajero, en el que el ánimo de crítica es evidente. Parece ser que quienes preludian el costumbrismo romántico andaluz (y posiblemente a toda nuestra pintura romántica), son dos pintores de la escuela de Cádiz, Juan Rodríguez y Jiménez, el Panadero (1765-1830), que pintó cuadritos de tema costumbrista y pintoresco que inician tan característico género romántico (De palique, Museo Romántico, Madrid), y Joaquín Manuel Fernández Cruzado (1781-1856), que cultivó el género pintoresco popular con gran desenfado de técnica (La misa, Museo de Bilbao).

Este costumbrismo pintoresco y folclorista tuvo feliz continuación y espléndido desarrollo en la escuela de Sevilla, donde parece que jugó papel importante la influencia extranjera, debido a la afluencia de artistas y viajeros a la ciudad, y por el interés de la clientela foránea por las tópicas escenitas costumbristas españolas, como parece corroborarlo la clientela artística extranjera que tuvieron los pequeños y amables cuadros costumbristas del que fuese uno de sus iniciadores, José Domínguez Bécquer (1805-1841), creador y formulador, en gran medida, de esta temática, siendo maestro de numerosos discípulos, y padre del poeta Gustavo Adolfo y del pintor Valeriano, autor de tipos y escenas populares (La Cruz de Mayo, colección particular). También jugó importante papel en la creación y formulación del costumbrismo sevillano Antonio Cabral Bejarano (1788-1861), quien insiste, más que en las escenas, en las figuras aisladas, con cierta teatralidad, fondos paisajísticos de sabor local y vaporosa atmósfera murillesca (Un majo y Una maja, colección Bosch, Barcelona). Otro decano del costumbrismo fue José Roldán (1808-1871), uno de los más influidos por el arte murillesco, tanto en la temática de niños y pilluelos, como en la técnica y el colorido (La Caridad, Palacio de Aranjuez). Una de las cumbres del costumbrismo hispalense fue Joaquín Domínguez Bécquer (1817-1879), discípulo y colaborador de su primo José, compendiando en su arte las directrices iniciales que conformaron el género en Sevilla, uniendo un excelente dibujo, buen colorido, dominio de la luz y captación atmosférica (Vista de Sevilla desde la Cruz del Campo, Museo de San Telmo, San Sebastián).

Otra de las cumbres, quizá la más brillante, es Manuel Rodríguez de Guzmán (1818-1867), discípulo de José Domínguez Bécquer, quien busca una mayor franqueza y fuerza en la realización de los tipos, complicando paulatinamente las escenas en representaciones multitudinarias, con valiente técnica, de suelta factura (La feria de Santiponce, Museo del Prado). Manuel Cabral Bejarano (1827-1891), discípulo de su padre, Antonio, comienza dentro de la estética tradicional sevillana, con buen dibujo y frialdad de colorido (La procesión del Corpus en Sevilla, Museo del Prado), derivando, ya en la segunda mitad del siglo, hacia el realismo (La copla, Museo Romántico, Madrid) y el tableautin (La muerte de Carmen, colección particular, Sevilla), falso disfraz de supervivencia que adopta el costumbrismo, perdidas ya sus raíces vitales. Practicaron también el costumbrismo por esta época Francisco Cabral Bejarano (1824-1890), hermano de Manuel; el ya citado paisajista Andrés Cortés; Rafael García Hispaleto (1833-1854); Francisco Ramos; Joaquín Díez; el pintor de historia José María Rodríguez de Losada (1826-1896) y el retratista José María Romero. El cosmopolitismo de la escuela madrileña hace que no posea la unidad estilística y temática de la sevillana, admitiendo mayor variedad. Sólo el sentido crítico y desgarrado, y diferentes dosis de influencia goyesca, en el arte de Alenza, Lucas y Lameyer, pueden configurar un grupo de cierta unidad, aunque difieren tanto en el espíritu como en la técnica.

Más apartado se encuentra José Elbo, y casi en diferente plano Valeriano Bécquer, ambos andaluces afincados en Madrid. La pintura de Valeriano Bécquer (1834-1870) se halla, en su etapa sevillana, ligada a la tradición pictórica de su ciudad (La familia, Museo de Cádiz), y luego, en Madrid, se remonta, desde sus raíces sevillanas, hacia una pintura de más amplias inquietudes, en la que los ecos velazqueños, e incluso goyescos, pueden ser detectables. Finalmente su arte se polariza en la expresión de una realidad dignificada, apoyada en el valor de un magnífico dibujo y un rico, limpio y luminoso colorido (Baile de campesinos sorianos y El leñador, Museo del Prado). Nacido en Ubeda, José Elbo (1804-1844) se formó en Madrid con José Aparicio, siendo pintor castizo y con ribetes de maldito, consagrado al tema popular hasta de forma vital; y, aunque se le haya pretendido un heredero de Goya, su arte tomó mucho del costumbrismo centroeuropeo (Vaqueros con su ganado, Museo Romántico, Madrid). La tendencia populista de Elbo se acentúa hasta llegar al desgarro populachero, impregnado de crítica social, en Leonardo Alenza y Nieto (1807-1845), al igual que la condición de pintor maldito, brillando su ingenio en cuadritos donde plasmó la vida popular de Madrid, en escenas ágiles y vivas, de pincelada suelta y riqueza de color, a veces tratadas con cierta ironía y humor (El sacamuelas, Museo del Prado), donde son detectables tanto influjos de Goya como de los pintores flamencos, alejadas del romanticismo oficial, al que satirizó (los dos cuadritos de Suicidios románticos, Museo Romántico, Madrid).

Fue también excelente retratista, buscando sus modelos en la gente sencilla (Autorretrato, Museo del Prado) y magistral dibujante. Pero quien fue gran imitador e intérprete del arte de Goya es Eugenio Lucas Velázquez (1817-1870), hombre contradictorio, cuyo arte va de la chapucería hasta la obra magistral, en una producción prolífica y polifacética, que se centra, en general, en el costumbrismo más variopinto, desde las escenas taurinas a los temas orientalistas o de brujería (Escena de brujería, Museo Lázaro Galdiano), todo ello con una técnica manchista de una fogosidad brutal y riqueza de colorido. Continuador del arte de Lucas fue su hijo Eugenio Lucas Villaamil, y sus discípulos Paulino de la Linde y José Martínez Victoria, estando también en su órbita Pérez Rubio y Angel Lizcano. Goyesco de finas calidades fue Francisco Lameyer (1825-1877), aunque compartiendo esta veta con los influjos del romanticismo francés de Delacroix (Asalto moro a una judería, Museo del Prado) y las sugestiones de Alenza, siendo también exquisito dibujante de temas populares y estupendo grabador con ecos de Goya y de Rembrandt.

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