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Conviene recordar el juicio de Diego Angulo cuando señala que aparte de la mayor o menor actualidad del arte del retrato de Vicente López, y del mayor o menor ornato de las vestiduras de sus retratados y, sobre todo, de la minuciosidad en su representación, precisa reconocer que sus rostros, desde el punto de vista iconográfico, si no delatan la mirada penetrante de un Goya para decirnos en toda su crudeza cómo ve el pintor el alma del retratado, sí ofrecen una visión muy equilibrada y veraz de su aspecto físico. Vicente López es uno de nuestros grandes retratistas del siglo pasado, que a sus méritos como pintor suma el de habernos dejado una valiosísima galería, creo que extremadamente fidedigna, de muchos de los principales personajes que se mueven en el escenario de la Corte durante la primera mitad del diecinueve. La producción retratística de Vicente López puede cifrarse, de acuerdo con nuestras investigaciones, en un número no inferior a los trescientos ejemplares de obras, aparte de las réplicas de taller y las copias contemporáneas. En lo que se refiere a su clasificación, respecto a la condición del personaje retratado, podemos establecer la siguiente división: personas reales, dignidades eclesiásticas y aristócratas, artistas y miembros de la nueva burguesía. Finalmente, y en lo que a períodos se refiere, pueden marcarse las siguientes etapas: primera época, que abarca desde 1789 hasta su partida hacia Madrid, desde Valencia, en 1814; la segunda etapa, desde 1814 a la muerte de Fernando VII, en 1833; el último período, de madurez, comprende desde entonces hasta 1850, año de su fallecimiento.

En la primera etapa los esquemas, tanto formales como estéticos, responden a unos criterios claramente dieciochescos, con manifiesta influencia de Mariano Salvador Maella, Gregorio Ferro y Francisco Bayeu. En opinión del marqués de Lozoya, durante este tiempo López es un pintor del último tercio del siglo XVIII, que viste a sus personajes varoniles con levita en vez de casaca y que los pinta con un colorido brillante, a veces un poco estridente, aprendido de sus maestros valencianos, al tiempo que pone en las carnes unos característicos matices nacarados. Entre sus primeros ejemplos tenemos el retrato de Carlos IV, obra de pensionado como alumno de la Academia valenciana, inspirado en otro de Maella. Mientras, en el de fray Tomás Gascó, del Museo del Prado (1789), las deficiencias de un dibujo débil son suplidas ya por notables hallazgos cromáticos. Y así, tras estos primeros intentos, como pueden considerarse los retratos del conde de Llarena y Pareja Obregón, llegamos, en 1794, al estupendo del grabador Manuel Monfort del museo de su ciudad natal, con réplica en la colección Casa Torres. Aquí, la minuciosa descripción de los lujosos dorados y peluca empolvada ponen de manifiesto su quehacer y su inconfundible pulso de artista. Lo mismo puede decirse de los de Palacios de Urdáiz -mejor, el del Ayuntamiento de Murcia-, el del capitán general don Ventura Caro, con frondoso paisaje de fondo -género éste pocas veces cultivado por López- y, sobre todo, el del arzobispo de Valencia, don Juan Francisco Ximénez del Río, donde destaca la delicadísima confección del raso morado de la muceta y los encajes de la sobrepelliz, de inusitado realismo.

Corresponden a este momento sus iniciales retratos de personajes reales. El primero es el conmemorativo de la visita de la familia de Carlos IV a la Universidad de Valencia. Como ha señalado Angulo, tras el mar de pequeñas rugosidades de sus telas, donde pervive la inquietud formal del Rococó, se advierte, sin embargo, una sólida composición general de ascendencia rafaelesca. Y aquí hay que hacer, inevitablemente, la comparación con el retrato de la misma familia pintado por Goya dos años antes. Así, veremos que, mientras al aragonés le interesa resaltar la multiplicidad de fisonomías desde unas actitudes con ecos clasicistas, desde el alarde cromático y una intención que se hace intemporal en sus propios fundamentos, López actúa desde el puro oficio de gran profesional de la pintura, a la búsqueda de hallazgos de gran plasticidad, que superan los convencionalismos barroquistas que le sirven de punto de partida. También se nota esto en los retratos del nuevo monarca, Fernando VII, hoy en los consistorios de Játiva y Valencia. No vamos a detenernos en una pormenorizada relación de los retratos ejecutados en cada período, pero no podemos dejar de hacer mención de algunas obras representativas de cada etapa. De esta forma, tendremos el de don Vicente Blasco, rector de la Universidad de Valencia -Museo Lázaro Galdiano y sus réplicas-, tal vez uno de los mejores ejemplares, destacando su mirada inteligente y serena, perfectamente captada y expresada por los pinceles del valenciano.

O la imagen de la baronesa de Tamarit, ataviada con una cofia de delicado encaje y fichú de vaporosa muselina; la enérgica actitud del escultor Pedro Antonio Hermoso o la precisión cromática del chal con orla estampada de flores de la marquesa de Campo Salinas, sin olvidar la realeza que sabe infundir en doña María Antonia de Borbón, primera esposa de Fernando VII, princesa no muy agraciada. En la segunda etapa del pintor-retratista, ya como artífice de la Real Cámara y residente en la Corte, los retratados ya no pertenecen a la aristocracia y burguesía provincianas de su ciudad natal, sino a personajes reales, grandes títulos y dignatarios cortesanos. Será en su tercer y último período cuando, una vez alcanzada la máxima celebridad, vuelva a esos encargos cuya demanda recibirá de los más apartados rincones, utilizando los candidatos toda clase de recomendaciones para tener el honor de ser retratados con prioridad por el Primer Pintor de la Corona. Ahora, de 1814 a 1833, realiza numerosas versiones de Fernando VII, de sus tres esposas y de diferentes personajes reales. También de héroes de la guerra de la Independencia, eclesiásticos y, sobre todo, dos obras claves en su proceso creativo, los retratos de Francisco de Goya -Prado- y de la señora de Carsi -Lázaro Galdiano-. A partir de la muerte de Fernando VII, cada personaje provinciano, militar, título, banquero, etcétera, cifra sus aspiraciones suntuarias en ser llevado al lienzo por el artista, legando así a la familia y a la posteridad de ámbito local su efigie plasmada por el Primer Pintor de Cámara de Su Majestad.

Vicente López no puede satisfacer solo tanta petición y, abrumado por las constantes recomendaciones que le llegan por los más diversos caminos para que realice el tan ansiado retrato, tiene que recurrir a colaboradores que le preparan las telas y centra la figura, dejándole el rostro, las manos y algunas pinceladas maestras en los trajes y joyas, a base de brillos y luces aisladas. Y esto ocurrirá en numerosas ocasiones. Y aparece ese aliento prerromántico en sus lienzos. La historia de la pintura está repleta de ejemplos donde la vejez da al artista una capacidad creadora muy superior a la que puede mantener en otras actividades. Goya, Picasso, Miró, Chagall, son nombres que avalan esta afirmación. Lo mismo ocurre con Vicente López, quien en la última etapa de su vida continúa la línea de esplendorosa madurez a pesar de sus muchos años. En 1846 pinta a la condesa viuda de Calderón, mujer que inspiró una novela al escritor mexicano Ignacio Manuel Altamirano; en 1847, entre otros, realiza los del matrimonio Braco. López se va acercando a los ochenta años y ni sus facultades pictóricas decrecen -sino por el contrario parece enriquecerse con nuevos hallazgos- ni el cansancio lo vence. Por ello nos puede ofrecer todavía al final de su vida, como testimonio de su quehacer artístico, obras de tanta calidad como los retratos de José Piquer, de José Gutiérrez de los Ríos y, sobre todo, el de Ramón María de Narváez, duque de Valencia. En resumen, puede afirmarse que Vicente López habría de quedar con su espléndida galería de personajes como el pintor preferido por tres generaciones, en las que se mostraba el primer gran cambio experimentado por la sociedad española en la etapa contemporánea.

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