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Datos principales


Desarrollo


Si la escultura del siglo XIX adolece de una sistemática que haya podido aceptarse unánimemente debido a la falta de atención y de las investigaciones pormenorizadas que su importancia requiere, el periodo que ahora tratamos de resumir presenta una serie de dificultades y complejidades que agravan su problemática. La etapa histórica no responde a un período generacional, por lo que apenas puede señalarse una cronología; por otro lado y en lo que a los elementos estilísticos y técnicos de esa escultura se refiere, encontramos una dicotomía con respecto al devenir del arte europeo que viene a complicar aún más su estudio. Resumiendo, podría señalarse que es constante el avance dentro del eclecticismo imperante desde la mitad de la centuria, cuyo desarrollo viene animado por el ejemplo de las nuevas corrientes que estos artífices conocen a partir de sus pensiones en Roma y sobre todo, París. Sin embargo, el estatismo de la sociedad española les exigirá una renuncia parcial a sus anhelos juveniles, a nobles y renovadoras actitudes, en favor de un encargo o de una medalla en las ya caducas Exposiciones Nacionales de Bellas Artes, de carácter meramente oficialista pero que suponían el único camino para el reconocimiento general. Esta situación propiciará un arte balbuciente, tímido y en ocasiones frustrante. Comenzaremos con Ricardo Bellver y Ramón (Madrid, 1845-1924), miembro de una fecunda dinastía artística valenciana de la que supo mantener las esencias de la escultura levantina.

Tras acudir a San Fernando y trabajar en el taller paterno se traslada pensionado a Roma, realizando su Entierro de Santa Inés (1870) con destino a San Francisco el Grande. Un aliento romántico, fruto de esa raíz que denunciábamos sobre su personalidad, lo encontramos en el célebre Ángel caído (Parque del Retiro), con el que obtiene la primera medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1876, sin duda el único monumento levantado al Diablo. El concepto desarrollado por el artista en esta escultura viene a responder a las nuevas corrientes francesas que había conocido a través de sus estancias en París y Roma. Su continuado trabajo en la terminación de la fachada de la catedral de Sevilla perjudicó su línea, al marcarle con atisbos historicistas, lo que se advierte en gran parte de su producción, como el Juan Sebastián Elcano del Ministerio de Asuntos Exteriores o en el Donoso Cortés del cementerio de San Isidro. Mayor barroquismo advertimos en las imágenes de San Andrés y San Bartolomé de la iglesia de San Francisco el Grande. Figura representativa en la disyuntiva del lastre historicista y la búsqueda de nuevos cauces expresivos es Arturo Mélida y Alinari (Madrid, 1849-1902), arquitecto, pintor, escultor y erudito, dotado de una gran facilidad técnica y en posesión de una sólida cultura, que supo transmitir a sus discípulos desde la Escuela de Arquitectura de la que fue profesor. Autor de obras que alcanzaron gran celebridad, no sólo por su efectismo artístico, sino también por su trascendencia como encargos oficiales de primer orden, tenemos que reseñar su proyecto para el Monumento a Colón en Madrid (1881-85) con un espectacular pedestal pleno de personales interpretaciones goticistas.

Mayor interés ofrece en la catedral de Sevilla la llamada Tumba de Colón (1891), en bronce policromado, encargo hecho por el Gobierno para La Habana y que debía recoger los supuestos restos de este personaje. La independencia de Cuba en 1898 hizo que esta obra se mantuviera en España. Otras ambiciosas obras jamás llegaron a su realización definitiva, como los monumentos a Carlos III y al Dos de Mayo. Una proyección más acorde con los nuevos aires que animan la escultura francesa y alemana de la época, nos la ofrece el sevillano Antonio Susillo Fernández (1857-1896), muerto prematuramente. Sus inicios artísticos los encontramos en el taller de un modesto alfarero, lo que le ejercitará en el manejo del barro. Protegido por el príncipe ruso Giedroge, marcha a París, donde obtiene rápidamente un reconocido prestigio con sus obras de pequeño formato, algo por lo que siente esencial predilección y le dará sus mejores logros, tal y como puede advertirse en grupos como el Lazarillo de Tormes, Consulta a la hechicera o Primera contienda, al mismo tiempo que recibe honores en exposiciones nacionales e internacionales. En la línea de esa minuciosidad realista que caracteriza sus pequeñas obras, aunque ampliadas debido a su función, tenemos las esculturas de personajes ilustres para la fachada de San Telmo en Sevilla o el Monumento a Colón en Valladolid, lejano en la estética a su coetáneo de Mélida. El peso de la imaginería castellana aparece soterrado pero constante en la obra de Eduardo Barrón González (Moraleja del Vino, Zamora, 1858-Madrid, 1911).

Discípulo de Ricardo Bellver, fue pensionado a Roma, desde donde envió algunas obras para las Exposiciones Nacionales, en las que obtendría una segunda medalla en 1884, por su Viriato, y primera por Nerón y Séneca en 1904, hoy en la Diputación de Córdoba. Conservador de escultura del Museo del Prado, el catálogo de Barrón es amplio, abarcando desde la temática religiosa, como su altorrelieve de Santa Eulalia ante Daciano o el San José en trono con el Niño, que ejecuta en Roma para San Lorenzo, a los monumentos a Castelar en Cádiz, Colón en Salamanca y Hernán Cortés en Medellín, sin olvidar algunos retratos de gran realismo. Pero ninguno de estos artífices alcanzaría en su monumento una popularidad y prestigio como Agustín Querol Subirats (Tortosa, 1860-Madrid, 1909), cuya fecundidad y oportunidad de encargos oficiales hace que su extensísimo catálogo sólo sea apenas superado por la movilidad de Benlliure. De familia de panaderos, estudia en La Lonja de Barcelona y con los Vallmitjana, ampliando sus conocimientos en Roma con una pensión y el mecenazgo de Cánovas del Castillo, trayectoria que concluiría en un estilo personal en el que se entremezclan recursos barroquistas que disfraza de una extraña actualidad con aciertos realistas de fácil interpretación, que contribuirá a su prestigio general y aceptación popular. Las puertas del éxito se las abre en 1892 la adjudicación del concurso para ejecutar el frontón de la Biblioteca Nacional.

A partir de ese momento las distinciones y premios se suceden, no sólo en España sino en el extranjero, llegando a contar con un palmarés único entre los artistas hispanos del período. Los encargos de monumentos públicos no se hacen esperar y las principales capitales españolas e hispanoamericanas ven animarse sus plazas con una profusión inusitada, con las esculturas de este artífice, en las que se ensalza a próceres, escritores, artistas o libertadores. Sólo como una muestra, citaremos los de Quevedo en Madrid, Los Sitios en Zaragoza, Garibaldi en Montevideo, Colonia Española en Buenos Aires, Linares Rivas en La Coruña, etc. Su descuidado "fa presto", como señaló Lozoya y su blandura y oleosa factura, como vio Gaya Nuño, fueron las claves de un arte que no necesitaba de reflexión para ser entendido e interpretado. La escultura va a tener en este período una clara respuesta en los focos regionales en los que la tradición artística había mantenido a lo largo de la centuria una tónica de especial relieve. Así, en Cataluña encontramos, dentro del eclecticismo general, las notas distintivas que nos revelan el camino hacia una mediterraneidad que habrá de encontrar en las primeras décadas de la centuria siguiente sus más notables logros. Destacaremos en primer lugar a José Alcoverro y Amorós (Tivenys, 1825-Madrid, 1910). Discípulo de Piquer, su obra tiende a desarrollarse a partir de su admiración por la imaginería española y la actualización de esas mismas fórmulas a las exigencias de su tiempo, cultivando el retrato, la temática religiosa y alegórica y la conmemorativa, pudiendo señalarse sus colaboraciones a la escenografía pétrea del Monumento a Alfonso XII en el Parque del Retiro o sus imaginativas concepciones de Alfonso X y San Isidoro -Biblioteca Nacional-, o las figuras de Alonso Berruguete -Museo Arqueológico Nacional-, Padre Francisco Piquer -ante la sede central del Monte de Piedad-, etc.

En esta última, la precisión de modelado en los paños y la descripción de los rasgos del rostro denuncian una vocación realista digna de resaltar. Mayor interés ofrece Jerónimo Suñol y Pujol (Barcelona, 1839-1902). A diferencia de Alcoverro, su formación es absolutamente catalana, acudiendo a la Escuela de La Lonja y al taller de los Vallmitjana, donde recoge el legado de una técnica y una estética de acuerdo a las constantes de una esencia catalanista de la que siempre quedarán ecos en su producción. Tras una larga estancia romana, gracias a una pensión del Estado, en 1875 se encuentra de regreso. Pero ya entonces cuenta este artífice con un reconocido prestigio a través de las obras enviadas desde la Ciudad Eterna, algunas de las cuales presenta a las Nacionales de Bellas Artes, obteniendo los más preciados galardones: segunda medalla con su Dante -Museo de Arte Moderno de Barcelona-, que dividió a la crítica al no concedérsele la primera, lo que no conseguiría hasta 1867 por Himeneo. Ejemplo de neonacionalismo es el sepulcro del general Leopoldo O'Donnell (iglesia de Santa Bárbara, Madrid), con acusados elementos neoplaterescos y efectista concepción. Tras un período en el que abrió taller en Barcelona, y donde el éxito no le acompañó, se trasladó a Madrid, donde había conseguido sus más rotundos éxitos, alternando los encargos retratísticos con los funerarios y monumentales, al mismo tiempo que ejecutó numerosos trabajos de carácter decorativo para los nuevos palacios del barrio de Salamanca, de cuyo fundador realizaría la estatua que preside este ensanche.

De esta obra madrileña conviene recordar la estatua de Colón para el monumento de Mélida y el sepulcro del general Álvarez de Castro (iglesia de San Félix, Gerona) que siguiendo un proyecto de Sureda, envió en 1880. Una acusada contrariedad supuso para Suñol su derrota ante Querol en el concurso para el frontón de la Biblioteca Nacional. Otros artistas catalanes a señalar en este apartado son Manuel Fuxá y Leal (Barcelona, 1850-1927), estimable retratista y autor de un San Francisco (1892) de buen empaque (Museo de Arte Moderno, Barcelona); José Reynes Gurgui (Barcelona, 1850-1926), discípulo de los Vallmitjana y de Carpeaux en París y autor del bellísimo Violinista (1890) (Museo Balaguer, Villanueva y Geltrú), con el que obtuvo primera medalla y, finalmente, Medardo Sanmartí y Aguiló (Barcelona, ?-1892), de más moderna concepción de la obra escultórica y autor de la realista escultura del marqués de Pontejos (1892) en la madrileña plaza de las Descalzas. En Valencia encontramos a José Aixa Iñigo (1844-1920), autor de bellos conjuntos de temática alegórica y bíblica, como Agar e Ismael en el desierto (1871) y al correcto retratista Lino Esparza (Valencia, 1842-?). Finalmente en Aragón mencionaremos a Carlos Palao Ortubia (1857-1934) autor de una extensa obra y a Dionisio Lasuen (18541916), dedicado principalmente a la escultura decorativa y funeraria.

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