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Datos principales


Desarrollo


La utilización del hierro en la arquitectura no puede ser considerada una novedad propia del siglo XIX. Desde muy antiguo se habían servido de él, aunque siempre de manera episódica, como complemento, a base de piezas limitadas que difícilmente podían alcanzar medidas excesivamente grandes. Todo ello debido en buena parte a la falta de conocimiento que hasta mediados del siglo XVIII se tuvo de su elaboración. Con el desarrollo industrial se logran progresos acelerados para, en los primeros años del siglo XIX, encontrarnos con las primeras obras de envergadura. Inglaterra es la pionera en este tipo de construcciones, gracias al desarrollo mucho más avanzado de su industria, de modo que en 1801 aparece ya realizada la fábrica de hilados de algodón Philip & Lee en Manchester. En 1818 Nash emplea estructuras de este material para el pabellón real de Brighton... Pero la revolución industrial trajo otros muchos cambios de la índole más diversa; el desarrollo poblacional fue gigantesco, necesitándose como consecuencia nuevos servicios o mejora de los ya existentes. Todo ello dentro de una política de superación en el rendimiento que obligaba a nuevos sistemas de productividad. Junto al hierro figura como novedad el vidrio, que experimenta grandes progresos técnicos hasta el punto de que a comienzos del siglo XIX se logran fabricar piezas de dimensiones insospechadas hasta el momento. También es Inglaterra en este caso la adelantada, aunque el verdadero empuje no se logre hasta la derrota de Napoleón.

Se investigan las posibilidades de este material y entre otras se descubren los recursos de la combinación hierro-cristal (Pabellón de Cristal de la Exposición Universal en Londres de 1851). El acero también se incorpora por sus excelentes cualidades a la construcción, pero ahora los caminos divergen, de modo que es sobre todo en América donde se aplicará a la construcción, cosa que apenas ocurre en Europa. Por último, el hormigón, descubierto, según Javier Hernando, en 1849 por J. Monnier, no es aceptado en principio y sólo a comienzos de siglo XX lo vemos usado mayoritariamente en algunos lugares y por algunos técnicos (Augusto Perret). Aún así, estos dos últimos materiales resultan minoritarios si se comparan con el uso que se da al primero. Indudablemente el nuevo material resultaba atractivo por las ventajas que podía ofrecer: unos espacios interiores diáfanos, mayor garantía a ciertos siniestros bastante frecuentes con los materiales tradicionales, sobre todo la madera, posibilidades mucho mayores de agilizar la construcción al realizarse con piezas hechas en serie y de producción abundante y rápida, etcétera. España, como es sabido, tuvo una expansión industrial tardía y de corto alcance, y esto tiene consecuencias inmediatas en el desarrollo de la arquitectura del hierro al ser igualmente tardía la llegada de estas nuevas técnicas. Ello conlleva también el hecho de que cronológicamente se detecten dos períodos: un primero donde vivimos por lo general a expensas de la industria y técnicas extranjeras y el segundo, con el auténtico desarrollo de esta industria, que se concreta en la aparición de fábricas y profesionales nacionales.

Aquel habría que situarlo en el reinado de Isabel II (1833-1868). Navascués nos da como posible primera obra el puente de la Alameda de Osuna, erigido en torno a 1830. A partir de aquí, el hierro sería un magnífico aliado para solventar los problemas de infraestructura viaria que en ese momento comenzaban a desarrollarse de acuerdo con las necesidades modernas; más adelante, el ferrocarril, iniciado en 1848, adquiere un gran auge y sin duda el hierro gozaba de tres cualidades idóneas para sus puentes, estaciones, etcétera: rapidez de instalación, economía y resistencia. Bien es verdad que son varias las naciones que concurren a nuestro país, pero no es menos cierto que fueron las compañías francesas las que con mayor asiduidad lograron encargos; no en vano en España se miraba a París como punto de referencia en casi todas las cuestiones. Por este motivo grandes figuras como Eiffel tienen obras en nuestro país, aunque otras muchas firmas, con menos renombre, llegaron a obtener grandes intereses en España; recordemos como ejemplo la casa Jules Seguin, que ya en 1840 conforma una sociedad en España denominada Sociedad de Puentes Colgantes. De entre las obras de este período quizás sea el puente de Isabel II en Sevilla (1845-52), más conocido como puente de Triana, el más atractivo, ejecutado siguiendo el modelo del puente del Carroussel de París con el que el ingeniero Polonceau creó un nuevo sistema, adoptado a su vez por los ingenieros Steynacher y Bernadet para el modelo sevillano.

Sin embargo, su importancia no radica sólo en esto sino en que sus piezas fueron fabricadas en España, en la fundición sevillana de Narciso Bonaplata. Fue la familia Bonaplata pionera en el intento de integrar a España en el proceso industrial. Para ello José Bonaplata se instaló en Barcelona iniciando su labor en 1832; la fábrica elaboró piezas para la construcción de primera calidad pero causas ajenas a la empresa hicieron fracasar este primer proyecto (en 1835 se incendió la fábrica), trasladándose a Madrid donde en 1839 funcionaba ya una nueva fábrica para que, de ahí, uno de sus miembros (Narciso Bonaplata) partiera en 1840 a Sevilla, creando un nuevo centro de fundición en la ciudad. La segunda etapa la podríamos hacer coincidir con la caída de Isabel II (1868) y, aunque durante el sexenio revolucionario (1868-1874) no se ejecutaron apenas obras, sí fue, sin embargo, rico en proyectos e ideas. Desde los últimos años del período isabelino podemos constatar que ingenieros y arquitectos españoles comienzan a asimilar el nuevo sistema. Ya en 1856 un técnico que poseía las dos carreras, Eduardo Saavedra, publica su "Teoría de los puentes colgados", difundiéndose, gracias a sus traducciones, muchos de los sistemas y principios de la construcción del hierro. En la década de los sesenta, comprobamos que los ingenieros españoles están metidos de lleno en la elaboración de obras en hierro, como Eugenio Barrón que en 1860 estaba trabajando en el viaducto de Madrid.

En el último cuarto de siglo confluyen una serie de situaciones óptimas para producir un aumento ostensible de las obras de hierro. La Restauración, por su cariz ideológico, se prestaba a esta potenciación; así comprobamos un notable aumento en el ritmo de construcciones, la calidad de los artículos producidos era magnífica y los viejos tabúes de los arquitectos para con las nuevas técnicas fueron cediendo al incorporarse una gran mayoría a la nueva disciplina. Aun así, las posibilidades que ofrecía el hierro no fueron explotadas plenamente. La causa y el gran inconveniente reside en que a la novedad del sistema no se correspondía una novedad en el lenguaje. Se mantienen los viejos esquemas y cuando empezaron a elaborarse piezas para la construcción se disfrazaban recurriendo a los viejos órdenes como en los antiguos elementos sustentantes. Si en el interior del edificio el uso de este material terminó por aceptarse, en el exterior el control fue completo; ni la arquitectura oficial ni tampoco la doméstica permitió la alteración del concepto tradicional del edificio, y mientras se partiera de estas bases el hierro, con su nuevo lenguaje, nunca sería asimilado. Tan sólo cuando se produjo la elaboración de obras donde el concepto estético se vio superado por la necesidad funcional, el nuevo material pudo expresarse con mayor sinceridad; se trata de los puentes, viaductos, etcétera o lugares de uso común que, por la necesidad de un espacio más despejado, por razones de visibilidad o por su propia funcionalidad, pidieran la supresión en lo posible de puntos de apoyo que acotaran el espacio.

Así surgieron las estaciones o se transformaron los mercados, salas de espectáculo, etcétera. Ante el avance de la arquitectura del hierro se alzaron las voces de algunos arquitectos que, alarmados, se cuestionaron si el arte no estaría cediendo el paso a la técnica, puesto que en cierto tipo de obras los principios estéticos quedaban subordinados al pragmatismo de unas necesidades. El arquitecto Juan de Dios de la Rada y Delgado se preguntaba en su discurso de recepción en la Academia de San Fernando (14 de mayo de 1882) "cuál es y debe ser el carácter propio y distintivo de la arquitectura de nuestro siglo". Rada concluía con un mensaje del todo pesimista al preguntarse si el arte no sucumbiría ante la industria (porque sería tanto como decir que la materia había triunfado sobre el espíritu), y aunque concluía con la esperanza de una renovación futura pensaba que el arte era el constante recomenzar del mito del Sísifo. Todo esto corroborado por la ambigüedad con que se definieron ante este problema los primeros congresos de arquitectura (1881 y 1888). Este planteamiento fue una de las razones que llevó a enconar las posiciones de los más claros defensores de ambas posturas, los ingenieros y los arquitectos, por lo que ambas profesiones intentan ampliar al máximo sus atribuciones, aunque fuera a costa de los otros. Era pues un asunto complejo, dos formas de ver la construcción y, por otra parte, el freno a una tradición de cuatro siglos en los cuales el arquitecto había detentado el poder de la determinación y la iniciativa.

Había que reestructurar la pirámide profesional y esto se fue llevando a cabo a través de una copiosa legislación que arrancó casi en su totalidad de la década de los años cuarenta. Sin embargo, hubo voces, también por parte de los arquitectos, que desde muy pronto tomaron partido por la renovación. Francisco Jareño, en su discurso leído también en la Academia de San Fernando el 6 de octubre de 1867 (De la Arquitectura policromata), presenta una semblanza casi profética de cómo serán las edificaciones en un futuro no muy lejano cuando el hierro pase a ser el material preferido; esto lo dice por el convencimiento que tiene del triunfo de la arquitectura del hierro (¿quién podrá dudar que, generalizándose este elemento de construcción, experimenten un cambio radical, acaso más competo que otro alguno de los que hasta ahora registra la historia, las formas arquitectónicas?). Cuando al siglo le falte poco para terminar, ya nadie duda de su utilidad. Se han demostrado sus ventajas y se reconoce el papel que está destinado a ejercer en el futuro porque junto al hierro se han producido otras novedades, sobre todo una nueva concepción espacial. Uno de los edificios pioneros en este sentido fue el Palacio de Cristal, levantado para la Exposición Universal de Londres de 1851, que se convierte en prototipo para ésta o similares fórmulas de muestras. El binomio interior-exterior deja de ser antagónico para convertirse en una proyección continua. En Madrid, el Palacio de Cristal, Pabellón para la Exposición de Filipinas de 1887, reitera este concepto con sólo una diferencia de tipo cuantitativo. Abundantes son las nuevas tipologías, unas conocidas desde antes pero transformadas por el nuevo material, como los mercados y los puentes. Otras renuevan la arquitectura con formas inexistentes hasta ese momento: estaciones de ferrocarril, pasajes cubiertos, pabellones de exposiciones...

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