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Rango

Barroco Español

Desarrollo


El más destacado de los discípulos de Montañés fue Juan de Mesa y Velasco, nacido en Córdoba en 1583 y muerto en Sevilla en 1627, al que hemos de considerar como el prototipo del imaginero; subsisten todavía dudas acerca de su primera formación artística, habiéndose generalizado la idea de que antes de llegar al taller de Montañés debió haber estado en el de otro maestro, que acaso fuera Andrés de Ocampo, ligado a Córdoba por lazos profesionales y familiares, donde también habría coincidido con el granadino Alonso de Mena. Casó en 1613 con María de Flores, viviendo la mayor parte de su vida en la collación de San Martín; a su muerte, su taller fue arrendado a Luis Ortiz de Vargas y Gaspar Ginés, quienes también se quedarán con parte de los dibujos del maestro, pasando los útiles de trabajo a su cuñado y colaborador Antonio de Santa Cruz. Son escasas las referencias conservadas en torno a la producción retablística del artista cordobés, pero la crítica coincide en considerar suyo el retablo mayor del convento sevillano de Santa Isabel, contratado en 1624; la claridad del esquema arquitectónico, de clara estirpe montañesina, se ve alterada por la presencia de una serie de elementos que ponen de manifiesto la aparición de una nueva sensibilidad artística que se refleja claramente en la mayor volumetría del conjunto. La importancia concedida a los ejes verticales, el caprichoso frontón, las tornapuntas decorando los trozos de entablamento no son sino muestras palpables del cambio estético que se va produciendo paulatinamente en la retablística sevillana del momento.

No ocurre lo mismo en el terreno de la escultura, campo en el que Juan de Mesa desarrolla una intensa actividad y en el que nos ha dejado obras señeras. La estética que anima la producción escultórica de Juan de Mesa es decididamente barroca, de formas llenas que se envuelven con ropajes de plegados profundos que marcan intensos contrastes de luz; sus desnudos revelan a un perfecto conocedor de la anatomía humana, llegando al extremo de saber expresar con toda la precisión los signos que la muerte deja en el cuerpo del hombre; los rostros de sus figuras, aureolados por cabelleras de rizos abundantes y profundos, revelan una intensa vida interior que conecta directamente con la sensibilidad de quien los contempla, en perfecta sintonía con la doctrina que por entonces defendía la Iglesia en relación con el papel persuasivo de la imagen. Son numerosas las esculturas que salieron de sus manos, la mayoría de iconografía pasionista destinada a procesionar por las calles. El lugar de honor lo ocupa con todo merecimiento la representación del Crucificado en la que, partiendo de los modelos creados por Montañés, expresará toda la fuerza dramática del proceso y muerte de Jesús. Se conocen al menos diez crucificados salidos de sus manos en los que el imaginero ha reflejado distintos momentos de la Crucifixión, de ahí que lo muestre, en unos casos, vivo y en otros ya muerto, pero todos ellos ponen de manifiesto su exacto dominio del tema anatómico; generalmente van inscritos en un triángulo, prefiriendo el uso de tres clavos, lo que imprime movimiento al cuerpo, en el que se acusan los músculos, tendones y venas, según corresponde a la tensión que supone la sujeción a un madero.

La belleza y perfección del desnudo apenas si queda velada por el paño de pureza, sujeto por una soga y formado por telas de abundantes pliegues recogidos en moñas laterales. La corona de espinas es gruesa, con enormes púas que horadan orejas y frente, cuya huella se hace visible incluso en aquellas imágenes que no la llevan. El Cristo del Amor de la parroquia del Salvador (1618-20), el de la Buena Muerte de la capilla de la Universidad (1620) y el de la Basílica de San Isidro de Madrid (1621) son magníficos ejemplos de representación de Cristo muerto, en tanto que los de la Conversión del Buen Ladrón (1619) de la cofradía sevillana de Montserrat, y de la Agonía (1622) de la parroquia de San Pedro de Vergara (Guipúzcoa), lo muestran aún vivo. Una variante iconográfica del tema la encontramos en las imágenes de Yacentes, de las que el artista realizó dos, el del Santo Entierro sevillano y el que forma grupo con la Virgen de las Angustias de Córdoba, que nos sirve además para entender la manera que el maestro tiene de expresar el dolor de la Madre, hondo y callado; a él se debe también la bella imagen de la Virgen de la Victoria, de la popular cofradía de las Cigarreras. Dentro del ciclo pasionista realizó también Juan de Mesa otra creación magistral: el Nazareno, en el que nos ofrece una versión de mayor hondura dramática que la de Montañés, por cuanto ha intensificado las huellas del sufrimiento, patentes en el rostro y en la curvatura de la espalda, según lo vemos en el impresionante Jesús del Gran Poder de Sevilla y en el Nazareno de La Rambla (Córdoba). Aparte de las comentadas, esculpió el maestro otras imágenes, singularmente de la Virgen, con y sin el Niño, y de santos; de las primeras merecen destacarse La Inmaculada Carmelitana del convento de las Teresas de Sevilla, la Virgen del Hospital de Antezana de Alcalá de Henares, ambas fechadas en torno a 1610, y la Virgen de las Cuevas del Museo de Bellas Artes de Sevilla, fechada hacia 1623, en la que se muestra más cercano a los esquemas montañesinos. Entre los temas hagiográficos recuérdense el San José con el Niño de Fuentes de Andalucía, San Juan Bautista y San Ramón Nonnato del Museo de Sevilla, los santos jesuitas del Puerto de Santa María, etc.

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