La cabalgata de los festejos dieciochescos

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Barroco Español

Desarrollo


Muy escasos fueron los cambios festivos con el relevo dinástico. Los Borbones mantuvieron en gran medida el protocolo de las solemnidades, así como el repertorio de celebraciones religiosas. La alteración se produjo en los aspectos formales y al abrigo de las evoluciones estéticas. La arquitectura acabará siendo controlada por la Academia. No obstante, un cambio ideológico se opera muy pronto en el ámbito del festejo sacro al desaparecer ciertos recursos escénicos, propios de la instrumentación contrarreformista. Con el siglo XVIII la fiesta tiende de forma progresiva a distinguir lo puramente sagrado de lo cívico y profano. En este sentido, otro tipo de control limitará las danzas, los rasgos carnavalescos y populares de numerosas celebraciones religiosas, así como los alardes escenográficos de los autos sacramentales del Corpus Christi, género duramente atacado desde mediados de siglo y teatro abolido en 1765. Una evolución también se dio en el ideario propagandístico del festejo regio al utilizarse una retórica menos barroca y con un carácter didáctico propio de la Ilustración. Este espíritu intentará regular la fiesta y el mismo Jovellanos planteará convertir el espectáculo en diversiones públicas que instruyan al pueblo. Excepcional importancia tuvieron la música y la ópera en las fiestas cortesanas de la primera mitad del siglo, así como las diversiones organizadas en Aranjuez durante el reinado de Fernando VI. Pero de todos los festejos, fueron las entradas en las ciudades de los sucesivos monarcas los actos más llamativos del Siglo de las Luces.

Felipe V hizo su entrada en Madrid bajo los arcos y aparatos proyectados por los artistas que trabajaron para el último Habsburgo. Las ciudades que apoyaron la causa borbónica celebraron las proclamaciones de rigor. En el bando contrario y en la corte barcelonesa del archiduque Carlos un escenógrafo internacional, Ferdinando Galli Bibiena, trabajó en representaciones de óperas, labor fundamental en las posteriores tramoyas teatrales y en las perspectivas pictóricas europeas. Acabó trabajando en Viena cuando el pretendiente fue nombrado emperador de Austria. Sin embargo, el gran acto que inaugura la dinastía fue el realizado en la frontera con Portugal para establecer los dobles esponsales de los príncipes herederos de las dinastías lusa e hispana. En 1729 vuelve a construirse un pabellón de maderas sobre un río fronterizo, el Caya. Obra de ingenieros militares, el pequeño edificio fluvial presenta, como ha señalado Antonio Bonet, un proyecto novedoso por su sobriedad y clasicismo, muy alejado no sólo de los aparatos erigidos en las fiestas y pompas del último Habsburgo, sino también de la arquitectura permanente y provisional desarrollada durante el reinado del primer Borbón. Si Andalucía se destacó por sus deslumbrantes festividades religiosas, Sevilla en concreto sobresalió por sus festejos de carácter monárquico, organizando uno de los recibimientos reales más brillantes de la primera mitad del siglo XVIII: la entrada de Felipe V y su séquito.

Finalizados los desposorios de Caya, el viaje a Andalucía del monarca culminó con el establecimiento de la corte en la ciudad durante cinco años. En 1729 Felipe V entró en una Sevilla engalanada de colgaduras, tapices y pinturas, con grandes pirámides de cartón, efigies de héroes, columnas de Hércules en un artefacto que presentaba un león arrojando agua de sus fauces, y un grandioso arco de triunfo sobre el que se erigía un Coloso de Rodas, bajo el que pasaba un barco, recurso escenográfico que aparece en festejos posteriores, como los celebrados en Valencia en 1797 para festejar la beatificación del patriarca Ribera. Un motivo relacionado directamente con la corona, pero dentro del ámbito eclesiástico, como el nombramiento arzobispal del infante cardenal don Luis de Borbón en 1742, dio lugar a una mascarada en Sevilla organizada por los estudiantes. Si en los recibimientos y entradas reales el pueblo es ante todo un elemento espectador, con las máscaras la población se convierte en un público actor. El desfile contaba con un carro jocoso y tres serios que se reflejan en las estampas incluidas en la crónica editada, auténticos tableaux-vivants con modestos simmacros arquitectónicos y personajes enmascarados. Su paso por las calles estuvo precedido por un programa festivo desde 1741, año de la designación, que incluía la iluminación de la Giralda castillos de fuegos artificiales y revestimientos de tapices en las fachadas. Las fuentes del palacio arzobispal manaron vino durante tres días, un obsequio que '' vuelve a repetirse varios años después, con la exaltación al trono de Fernando VI, en el obelisco que colocaron los plateros en una fuente de la ciudad.

Auténtica y sugestiva imagen de esta última fiesta la ofrecen los ocho lienzos pintados por Domingo Martínez hacia 1748-50 para dejar constancia del momento culminante de la proclamación del monarca. Acompañados de numerosas comparsas, los ocho carros, patrocinados por la Real Fábrica de Tabacos, desfilaron por las calles de la ciudad siguiendo una ordenación simbólica y protocolaria: abría la marcha un séquito con el director y los funcionarios de la fábrica. El artista proyectó en sus óleos el vistoso colorido, la barroquizante decoración y la envergadura de estas carrozas tiradas por caballos, realizadas en madera y recubiertas de estucos y pinturas con vivos colores. El primer carro fue el dedicado al Pregón de la Máscara y salió a la calle en noviembre para anunciar la mascarada que tendría lugar al año siguiente. En junio de 1747 desfilaron las siete carrozas, abriendo el paso el carro de la Común Alegría. Los siguientes aludían a los Cuatro Elementos, Eolo para el del Aire, Neptuno en la Carroza de Agua y Ceres en la dedicada a la Tierra. A continuación marchaba el Carro de Apolo y terminaba con la Carroza de los Reyes portando los retratos de los nuevos soberanos sobre trono y bajo dosel carmesí, cuya entrega finalizaba el acto. En cada una se encontraba más de una docena de personajes y un montaje con artefactos móviles figurando la simbología de cada una: una arquitectura rústica, una montaña y un castillo, una fuente y una composición de nubes constituían la carga de las carrozas dedicadas a los cuatro elementos.

En el carro de Apolo se levantó un risco que aludía al Parnaso y sustentaba la representación de Pegaso. Todos los cuadros muestran además cómo tapices y colgaduras abrigaron los edificios de las calles y plazas del trayecto hasta la catedral. Pese a lo intrincado de muchas alegorías los mensajes simbólicos resultaban comprensibles para la población. Proclamas, recitaciones, versos y canciones aclaraban al público el sentido de la exaltación monárquica. Nada mejor que Júpiter, Ceres o Venus para resaltar el papel benefactor de los monarcas. Este repertorio mitológico vuelve a repetirse durante la proclamación de Carlos III en Sevilla. Sin embargo, fue la llegada del soberano a la Península lo que motivó uno de los festejos alegóricos más interesantes del siglo. Después de una travesía por mar desde Nápoles, la ciudad de Barcelona recibió a la nueva familia real en octubre de 1759 con un cambio radical de su fisonomía. La "Relación" editada describe minuciosamente esta mutación que afectó fundamentalmente a la zona del puerto, insistiendo que la Barceloneta, de una disgregada combinación de barracas, transformó en nueva ciudad. Para el desembarco se realizó un montaje efímero compuesto por un puente, una escalera y un arco triunfal. La preferencia por la mitología marina y las alegorías astrológicas responde de forma clara a los anhelos políticos y económicos de la ciudad y a las esperanzas puestas en el nuevo rey, del que se esperaba recobrar el antiguo dominio de los mares.

Varios arcos en puntos clave aludían a la historia mítica de la ciudad y su fundador, Hércules. Pero entre los montajes destacó la perspectiva realizada frente a la Lonja del Mar, una enorme pantalla que representaba un sistema solar para simbolizar al rey como centro del universo. La misma temática guió la mascarada de cinco carros costeados por los colegios y gremios de Barcelona durante tres noches consecutivas. La importancia gremial era decisiva en la organización del festejo, como ocurrió décadas antes con la entrada en Madrid de Fernando VI. En Barcelona cada carro era un pequeño teatro, representando El Monte Etna, La Fragua de Vulcano, El Bosque de Diana o La Nave de Argos y, en algunos, llevaban artilugios mecánicos. El brillante espectáculo quedó narrado en un precioso álbum de estampas, publicado en 1764. Los grabados reflejan la estética rococó que presidió esta máscara real y en la que participaron más de dos mil personas con antorchas, músicos y fuegos artificiales. Los festejos volvieron a repetirse con la llegada del rey a Madrid a comienzos de diciembre de 1759. Las arquitecturas construidas fueron proyectadas por los artífices más importantes que en esos momentos trabajaban en Madrid, como el arquitecto Ventura Rodríguez y el escultor Felipe de Castro; académicos como Rodríguez de Campomanes y García de la Huerta se ocuparon de las inscripciones de los ornatos. Bien representativos, pues, de la cultura artística del reinado de Fernando VI intentaron, no obstante, una adecuación hacia una estética más renovada, sobre los monumentos que nos restan de la antigüedad, como cuenta la "Relación de los Arcos, Inscripciones y Ornatos de la Carrera, por donde ha de passar el Rey Nuestro Señor D.

Carlos Tercero en su entrada pública el día 13 de Julio de 1760", crónica editada en Madrid el mismo año. El libro carece de láminas grabadas, pero contamos con un inapreciable complemento en la serie de cinco lienzos atribuidos a Lorenzo de Quirós que plasman distintos ornatos de la celebración. Interesantísimo testimonio es este conjunto de cuadros que recoge aspectos del cortejo y el vistoso engalane de las calles de Madrid con tapices, colgaduras o, incluso, simplemente colchas. Lo más destacable es el color irreal de los ornatos, característica de siempre en las arquitecturas efímeras. Un colorido, de dorados, azules pasteles y lapislázuli, así como grisallas, que se diferenciaba de la arquitectura permanente. Imitando jaspe en las columnas, bronce en basas y capiteles, y mármol en pedestales y cornisas, se construyó un templo rotondo sobre la fuente que existía en la Puerta del Sol, conocida como la Mariblanca. A la entrada de la calle Carretas se erigió un arco de triunfo sobre columnas de jaspe azul y adornos dorados, así como una placa con bajorrelieves en los frontis y trofeos como remate. Otro arco en la calle Mayor aludía a la piedad y liberalidad del monarca. En uno de los tramos de la misma calle, los plateros costearon una doble galería de orden compuesto cuyas inscripciones agradecían la suspensión dictada por el rey de deudas tributarias. El cronista sostiene que se evitaron ostentosos aparatos, típicos de la fiesta, en aras del buen gusto romano.

Efectivamente, comparadas estas obras con las carrozas de estilo rococó o los efímeros de la primera mitad de la centuria, se aprecia un cambio estilístico que ha despejado la arquitectura de la decoración abigarrada y del complejo disfraz de emblemas y símbolos de los reinados precedentes. No obstante, los ornatos levantados para la entrada de Carlos III son todavía barrocos en su concepción. Sin embargo, será a lo largo de las últimas décadas del siglo cuando la arquitectura efímera se identifique de forma progresiva con el gusto neoclásico. Otro de los lienzos atribuidos a Lorenzo de Quirós representa la proclamación pública del monarca en la Plaza Mayor, acto celebrado un año antes de la entrada y ceremonia que, al igual que las entradas reales, se mantuvo con unos mismos esquemas desde el siglo anterior. Al menos, durante el siglo XVIII se realizaron siguiendo unas pautas inalterables, que exigían no sólo el adorno de las calles para la comitiva, sino el aderezo de una plaza en donde se levantaba un estrado para el acto de la Jura, la tremolación del Pendón y los vivas al rey. Sí en Madrid la subida al trono de Carlos IV se planteó ya con un arte efímero de tendencia neoclásica, en provincias todavía fue la última fase del espíritu barroco. Con el siglo XIX los diseños, para conmemorar tanto eventos reales como sucesos revolucionarios, pertenecen a un nuevo capítulo artístico donde el mensaje de lo efímero adquiere otras dimensiones. En gran parte resulta anacrónico al no poder liberarse de muchos modelos tradicionales, pero ello fue el reflejo también del mantenimiento ideológico del Antiguo Régimen.

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