La Plaza Mayor en la historia del urbanismo

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Datos principales


Rango

Barroco Español

Desarrollo


El deseo de dotar a la ciudad de una plaza regular, de las características mencionadas, es muy antiguo y su elemental geometría supone el deseo de racionalizar el espacio con beneficio de sus funciones y mejora de sus condiciones estéticas. Ello hace que la Plaza Mayor española pueda registrarse, de modo genérico, entre aquellas soluciones de análogo alcance formal que incluirían el ágora griega (Mileto, Priene) y el foro romano (Pompeya, Timgad), en el mundo clásico; las plazas regulares y porticadas de las bastidas durante la Edad Media, desde los conocidos ejemplos franceses (Montpazier, Mirepoix) hasta la interesante serie de la antigua Checoslovaquia (Ceské Budejovice, Budweis); las nuevas plazas sugeridas por los tratadistas italianos del Renacimiento, a partir de los escritos de Alberti y de los dibujos de Filarete para Sforzinda, sin excluir las aportaciones de teóricos alemanes (Durero) y franceses (Chambery), para quienes una suerte de plaza mayor y representativa formaba parte ineludible de la ciudad ideal; la rica experiencia del urbanismo colonial español en América, desde la sencilla planimetría de Mendoza (Argentina) en el siglo XVI hasta lo que llegó a ser el Zócalo de México en el siglo XVIII cuyas plazas, al tiempo que deben entenderse como vinculadas al modelo peninsular, tienen una personalidad indiscutible que las hacen distintas de las españolas; las magníficas plazas reales francesas del siglo XVII, pero también otras realizaciones más modestas y de gran interés en la línea de lo que Metezeau hizo en Charleville (Francia); y las singulares plazas inglesas a partir de la londinense del Covent Garden, o bien la Grand Place de Bruselas y la del Rossio en Lisboa, entre otras muchas.

Todas ellas harían interminable la nómina completa de plazas con las que, en su condición de mayores por extensión, carácter o uso, pueden dar lugar a un estudio comparado en relación con las Plazas Mayores españolas. Con todo, éstas últimas poseen una personalidad muy acusada que las hace diferentes de cuantas referencias acabamos de citar y las convierte en una de las formas urbanas más características de las ciudades españolas. Con lo aquí apuntado no queremos sino señalar la existencia de una plaza definida urbana, arquitectónica y representativamente como mayor, como una realidad constante que acompaña a la historia de la ciudad de tradición europea, sin equivalente en otras áreas culturales. Ni siquiera el mundo islámico occidental que se desarrolló en torno al Mediterráneo y que, en alguna medida, se superpuso al potente estrato cultural y urbano de Roma en el norte de África, reconvirtió el antiguo foro en un futuro espacio público, careciendo así sus ciudades de plazas análogas, por mucho que en la interpretación global de la estructura urbana de la ciudad islámica se pretenda establecer equivalencias con el shan de la mezquita aljama. No cabe hacer aquí ese contraste entre la Plaza Mayor y el resto de los casos citados, cuyas vinculaciones ya han sido objeto, y seguirán siéndolo, de cuidadosos análisis. Con todo, debemos ser muy cautos a la hora de establecer ciertos nexos por encima de circunstancias histórico-culturales diversas, como ya apuntó Roland Martin en el momento de referirse al ágora griega y al foro romano como posibles antecedentes de la Plaza Mayor española.

No cabe duda que el concepto mismo de plaza tiene en estas soluciones del mundo clásico su punto de partida pues aquéllas ya fueron, de algún modo, plazas mayores, no sólo por su magnitud y ordenación sino por su protagonismo y significado en el quehacer colectivo de la ciudad. Pero hacer derivar la Plaza Mayor española de estos antecedentes resulta difícil de sostener y, menos aún, de demostrar. Me temo que quienes trazaron nuestras más importantes Plazas Mayores no conocían siquiera la existencia de aquellas fórmulas urbanas, por lo menos hasta la segunda mitad del siglo XVIII. Ningún dato menciona estos lejanos e hipotéticos modelos, con los que, además, sólo aparentemente guardan en el plano un cierto parentesco, si bien algunas de sus funciones son similares. Vincular, por lo tanto, la Plaza Mayor al ágora es poco menos que imposible, a nuestro juicio, más allá de la coincidencia de usos. Sabemos que este modelo griego pudo pesar en el foro romano hasta un punto difícil de determinar, pero aún así tampoco el foro, desde su consideración urbana y arquitectónica, pudo servir de modelo a la Plaza Mayor. Ni el modesto foro republicano y menos aún el imponente foro imperial pudieron inspirar a nuestros maestros y munícipes a desarrollar la Plaza Mayor. Cuando Francisco de Salamanca traza en 1561-1562 la Plaza Mayor de Valladolid, la que hoy consideramos como primera entre las de su género, no pensó ni pudo pensar en foro alguno, pues su modelo ni siquiera se lo brindaban los libros ilustrados de Sagredo, Cesariano o Serlio, y parece difícil que lo dedujera leyendo a Vitruvio y Alberti, más allá de las indicaciones que el autor latino hace sobre la proporción y otras generalidades del foro romano.

A mi juicio, Francisco de Salamanca trabajó sobre lo que había sido la plaza y mercado mayor de Valladolid hasta el incendio de 1561, si bien la sometió a un razonable ajuste geométrico como hombre que era de su tiempo, esto es, del Renacimiento, momento en el que los elementales principios de equilibrio, regularidad y simetría rigen cualquier composición arquitectónica o actuación urbana. La imagen del ágora y del foro quedan, por tanto, tan lejos, en el tiempo, en el espacio y en la mentalidad de esta importante ciudad de Valladolid, que no creo en la repentina continuidad de una tradición absolutamente perdida. Añadiremos, por último, que la Plaza Mayor es un ámbito, sí, mercantil, de representación y festivo, pero es también y fundamentalmente un lugar para vivir, de tal suerte que sus fachadas corresponden a una arquitectura doméstica que no formaba parte de la configuración del ágora ni del foro. Entre el foro y la Plaza Mayor, entre el foro romano de Belo Claudia (Cádiz) y la citada plaza renacentista de Valladolid, media una larga etapa en la que la ciudad conoce un declive absoluto, que comenzará a remontar en torno al año 1000, para iniciar un nuevo despegue a partir del siglo XIII. Razones históricas, económicas y demográficas explicarían este renacimiento urbano en la baja Edad Media que no es sino reflejo de una coyuntura favorable que toda Europa conoce. La guerra y el comercio fueron entonces dos resortes que impulsaron la renovación de la ciudad en la que una plaza regular o mayor desempeña un papel principal. Aquella primera, proporcionando una determinada forma de asentamiento, y el segundo, favoreciendo una actividad mercantil que está en la base de esta recuperación urbana.

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