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Renacimiento Español

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No obstante, cabría también la posibilidad de acentuar la importancia del pensamiento religioso del dominico fray Luis si pasamos, de su mera consideración como fuente iconográfica, a tenerlo como representante de un tono general de piedad y de un método imaginativo de meditación devocional. Es bien conocido el papel de los "Ejercicios espirituales" (1548) de Ignacio de Loyola -otro estudiante de la Universidad de Alcalá de Henares- como estimulador de un arte religioso en el que la composición del lugar y el tiempo de una historia sagrada, de manera objetiva y precisa, tenía importancia primordial como medio para fijar una meditación, y todo ello a pesar de que el jesuita recomendara, en su anotación, poner menos énfasis en los detalles que en lo íntimamente experimentado y lo vivencialmente sentido. No puede olvidarse la importancia que la historia del arte ha concedido a sus indicaciones; incluso un buen sector de la pintura del Barroco europeo se ha vinculado unilateral y simplistamente con el santo fundador de la Compañía, olvidando otros textos contemporáneos que proponían prácticas paralelas pero no idénticas. Ahora bien, el método ignaciano constituía para entonces una especie de tratamiento de choque, a realizar a lo largo de cuatro semanas y normalmente una sola vez en la vida; por contra, el más popular de todos los libros de sistemática de la oración mental, el de fray Luis de Granada, preveía su uso cotidiano y continuo, dividiéndose las meditaciones en un riguroso esquema semanal, dedicándose las matinales a la Pasión de Cristo y las nocturnas al propio conocimiento y a las postrimerías.

La exigencia de representar e imaginar, mantenida en la Guía, los pasajes o ideas sobre los que se meditaba, se explicitaba en "De la oración y consideración" (II, 13): "... esta meditación unas veces es de cosas que se pueden figurar con la imaginación, como son todos los pasos de la vida y pasión de Cristo, y otras cosas que pertenescen más al entendimiento que a la imaginación... esta manera de meditación se llama intelectual y la otra imaginaria... Cuando el misterio que queremos pensar es de la vida y Pasión de Cristo, o de alguna otra cosa que se puede figurar con la imaginación... debemos figurar cada cosa destas con la imaginación, de la manera que ella es, o de la manera que pasaría, y hacer cuenta que allí, en aquel mesmo lugar donde estamos, pasa todo aquello en presencia nuestra; para que con esta representación de las cosas sea más viva la consideración y sentimiento dellas". Una menor concreción ambiental, poca especulación intelectual y mayor énfasis en la meditación emocional de lo esencial de estas representaciones es lo que se recomendaba en el segundo aviso de la consideración (II, 16): "... que trabaje el hombre por excusar en este ejercicio la demasía especulación, del entendimiento y procure tratar este negocio más con afectos y sentimientos de la voluntad, que con discursos y especulaciones de entendimiento...". Por todas estas razones, la figuración tiende a centrarse en los episodios de la Pasión y las meditaciones matinales, como las recurrentes los miércoles (Cristo ante Anás, Cristo ante Caifás, Cristo ante Herodes y Cristo ante Pilatos y Flagelación) y los jueves (Ecce Homo y Cristo con la cruz a cuestas), que son una y otra vez las reiteradas y reiterativas iconografías de las tablas del divino Morales.

El tono de estos pasajes de fray Luis es ambiguo, doble: "Para que sientas algo, ánima mía, deste paso tan doloroso, pon primero ante tus ojos la imagen antigua deste señor, y la excelencia de sus virtudes; y luego vuelve a mirarlo de la manera que aquí está... Mira la grandeza de su hermosura, la mesura de sus ojos, la dulzura de sus palabras, su autoridad, su mansedumbre, su serenidad y aquel aspecto suyo de tanta veneración... Y después que lo hubieres mirado, y deleitándote de ver una tan acabada figura, vuelve los ojos a mirarte tal cuál aquí te ves, cubierto con aquella púrpura de escarnio, la caña por esceptro real en la mano, y aquella horrible diadema en la cabeza, y aquellos ojos mortales, y aquel rostro defuncto, y aquella figura toda borrada con la sangre, y afeada con las salivas que por todo el rostro están tendidas. Míralo todo dentro y fuera: el corazón atravesado con dolores, el cuerpo lleno de llagas, desamparado de sus discípulos, perseguido de los judíos, escarnecido de los soldados, y despreciado de los pontífices, desechado del Rey inicuo, acusado injustamente, y desamparado de todo favor humano". Fray Luis de Granada está exigiendo una imagen mental que podría perfectamente apoyarse en una imagen pictórica, que no represente el momento crucial aristotélico de un suceso, el instante más representativo del mismo, sino que permita la anticipación y evocación temporales. Morales no fija en un tiempo o en un lugar concretos la escena de sus tablas, nos da una pauta a partir de la que nuestra imaginación puede volar hacia delante y hacia atrás.

Los comparsas del drama nos señalan, desde la propia imagen, el centro de nuestra atención. Los donantes que acompañan a los personajes sagrados ni nos miran a nosotros, sus espectadores, ni contemplan directamente la historia; más bien meditan, sin mirar a otro sitio que no sea su propio interior, sobre lo ya visto. La Virgen o el propio Cristo, incluso, no se relacionan visualmente con nosotros sino que a su vez meditan; quizá por ello, uno de los mejores cuadros de Luis de Morales sea su Varón de Dolores de Minneapolis (The Minneapolis Institute of Arts; antes de la colección Drago de Nueva York), que recuerda al Alberto Durero de los "addenda" a su Gran Pasión -quizá la más divulgada serie de sus estampas religiosas del maestro alemán- pero cuyo movido patetismo original ha sido sustituido por una serena placidez, que emana de la meditación sobre los símbolos de su propia Pasión. El Cristo a la espera de la Pasión se convierte en un Cristo meditando sobre ella, anticipándola a través de unos símbolos que solamente lo serán cuando hayan transcurrido estos pasos. Viaje de ida y vuelta, suspensión del espacio y del tiempo momentáneo, hermosura y fealdad simultáneas, atracción y repulsión. Y fray Luis de Granada prosigue: "Y no pienses esto como cosa ya pasada, sino como presente; no como dolor ajeno, sino como tuyo propio. Y para tí mismo ponte en lugar del que padesce, y mira lo que sentirás si en parte tan sensible como es la cabeza, te hincasen muchas y muy agudas espinas que penetrasen hasta los huesos.

¿y qué digo espinas? una sola punzada de un alfiler que fuese, apenas la podrías sufrir. Pues ¿qué sentiría aquella delicadísima cabeza con este linaje de tormento?... Mis pecados son, Señor, las espinas que te punzan; mis locuras la púrpura que te escarnece; mis hipocresías y fingimientos las ceremonias con que te desprecian, mis atavíos y vanidades la corona con que te coronan, yo soy tu verdugo, yo soy la causa de tu dolor...". El viaje de ida y vuelta reaparece, pero ahora mirándolo dentro y no fuera. Las sensaciones de la imagen pasan al espectador y éste se convierte en el sayón, con sus pecados que son los símbolos de la pasión; pero el viaje sigue y la imagen permite pasar del remordimiento y la contrición a la salvación, siguiendo el curso del pasaje de fray Luis: "Porque tomaste mi muerte, me diste tu vida. Porque tomaste mi carne, me diste tu espíritu. Porque tomaste sobre tí mis pecados, me diste tu gracia. Así que, Redemptor mío, todas las penas tuyas son tesoros y riquezas mías. Tu púrpura me viste, tu corona me honra, tus cardenales me hermosean, tus dolores me regalan, tus amarguras me sustentan, tus llagas me sanan, tu sangre me enriquece, y tu amor me embriaga...". Esta ambigüedad -dualidad de intenciones y formulaciones- está también en Morales, presente ya en su eclecticismo formal: convencionalismos nórdicos, quizá a través del ejemplo de los pintores septentrionales afincados en Sevilla, sensibilidades italianas, y asperezas lusitanas; sensiblerías y esquematismos flamencos, naturalismo e imaginería hispalenses; belleza formal, esfumaturas de lejano origen leonardesco y un tono piagnone -llorón- a lo Fra Sebastiano del Piombo, cuyas obras, originales o copias, habían penetrado en las capillas privadas y los oratorios aristocráticos españoles, de la Valencia del embajador Vich a la del Patriarca Ribera, de la Ubeda del secretario imperial Francisco de los Cobos y la Sevilla de los duques de Alcalá al Avila del obispo don Alvaro de Mendoza o a la Cuenca del Palacio Inquisitorial.

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