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Renacimiento Español

Desarrollo


El Renacimiento en su sentido más restringido es un resurgir espiritual, artístico y literario, que opone el individualismo del hombre al colectivismo de la sociedad, que presenta sus primeras y más fructíferas manifestaciones en la Toscana italiana, la antigua Etruria, desde mediados del siglo XIV y durante todo el XV, desarrollándose en Europa en el siglo XVI, al tiempo del Cinquecento italiano. Propugna en concreto el renacer de las bellas formas del mundo clásico en las artes figurativas y las letras y en su desarrollo influyen factores tan ajenos a las Bellas Artes como son las nuevas formas de una economía precapitalista favorecida por el comercio cada vez más pujante con las nuevas vías de expansión ultramarina, la inestabilidad social por el enfrentamiento de la ciudad y el campo, las inquietudes religiosas por el despertar de un concepto laico de la vida que cuestiona las autoridades admitidas y el propio panorama político europeo bajo el arbitraje de los Austrias españoles desde los primeros años del siglo XVI. El Humanismo encarna al hombre ideal del Renacimiento, no tanto como practicante de las Bellas Letras como por su actitud moral en el sentido más profundo de un ideal de comportamiento a la medida del hombre. España a comienzos del siglo XVI es la nación europea mejor preparada para recibir estos nuevos conceptos de vida y de arte por sus condiciones espirituales, políticas y económicas, aunque desde el punto de vista de las formas plásticas, su adaptación a las implantadas por Italia fue más lenta por necesidad de aprender las nuevas técnicas y cambiar el gusto de la sociedad, consiguiendo lo primero a través de artistas españoles o extranjeros que las conocen, implantándose los nuevos ideales desde arriba.

La escultura refleja quizás mejor que otros campos artísticos este afán de vuelta al mundo clásico grecorromano que exalta en sus desnudos la individualidad del hombre creando un nuevo estilo cuya vitalidad sobrepasa la mera copia. Pronto se empieza a valorar la anatomía, el movimiento de las figuras, las composiciones con sentido de la perspectiva y del equilibrio, el juego naturalista de los pliegues, las actitudes clásicas de las figuras; pero la fuerte tradición gótica mantiene la expresividad como vehículo del profundo sentido espiritualista que informa nuestras mejores esculturas renacentistas. Esta fuerte y sana tradición favorece la continuidad de la escultura religiosa en madera policromada que acepta lo que de belleza formal le ofrece el arte renacentista italiano con un sentido del equilibrio que evita su predominio sobre el contenido inmaterial que anima las formas. Hay que admitir, no obstante, que el cambio total de una época artística con sus modos de hacer, iconografía, materiales empleados y módulos de belleza, elementos fraguados en largos siglos del laborar artístico no es fácil, pues exige un aprendizaje tanto de los artistas como de los clientes. Si Italia lo consiguió antes y mejor fue porque en toda su producción cultural del medioevo yacía muy vivo el trasfondo clásico de sus ancestros, mucho más perdido en el resto de la Europa germanizada, y su especial configuración política favoreció la formación de varios núcleos progresivos que podían concentrar las nuevas y poderosas vivencias, su nuevo modo de practicar y entender las bellas artes.

Por ello la escultura renacentista del siglo XVI se desarrolla en España en distintas épocas y a niveles diferentes según las regiones o los artistas que ejercen el oficio. En los primeros años de la centuria llegan a nuestras tierras obras italianas y se produce la marcha de algunos de nuestros escultores a Italia, donde aprenden de primera mano las nuevas normas en los centros más progresistas del arte italiano, fuese Florencia o Roma, e incluso en Nápoles. A su vuelta los mejores de ellos como Berruguete, Diego de Siloe y Ordóñez revolucionarán la escultura española a través de la castellana avanzando incluso la nueva derivación manierista, intelectualoide y abstracta del Cinquecento italiano, casi al tiempo que se produce en Italia. Por las mismas fechas se asientan en España artistas extranjeros, unos italianos, los menos, como Jacopo Florentino el Indaco, Doménico Fancelli -en breve estancia- o el Torriggiano. Otros, procedentes de tierras bajo el dominio o la influencia española, fueran flamencos o franceses como Felipe Bigarny, a los que se les acoge como representantes de la nueva moda, menos correcta en los segundos. En este ambiente dinámico y creador, a veces imperfecto en lo formal, destacan otras personalidades como Valmaseda o Vasco de la Zarza, que como Forment en Aragón aprenden lo italiano por vías no bien determinadas.

Todos ellos captan las novedades y las trasplantan a las formas, creándose escuelas entre las que destaca como más progresiva, entre las castellanas, la de Burgos. Estas, las castellanas, absorben prácticamente la actividad escultórica española por el carácter itinerante de los artistas, condicionado a su vez por los encargos dispersos en su geografía de la realeza, la nobleza o el clero. Siguen unos años de asimilación más serena y productiva en los que a las creaciones tardías de un Bigarny, que supera con éxito por su profesionalidad el confrontamiento con Berruguete en Toledo, y las ya esporádicas de Siloe, asentado en Granada y más dedicado a la arquitectura, se añaden las realizaciones de Juni, dinámicas, originales y de poderosa vitalidad que capta la savia tradicional en sus grandes composiciones, la obra de los Corral de Villalpando, derroche de inventiva en Medina de Rioseco y la mucho más italianizada y correctísima de Becerra, que con su retablo de Astorga y el problemático de Briviesca introducen el manierismo romano miguelangelesco. Valladolid sustituye a Burgos como centro principal de la plástica castellana y el foco toledano surgido al calor de la obra del coro de su catedral atrae a una pléyade de profesionales de primera fila como el propio hijo de Felipe Bigarny, Gregorio Pardo o Bigarny, el enigmático Jamete o el abulense Vázquez el Viejo, que luego marcha a Sevilla donde propiciará, con otros escultores atraídos por el esplendor de nuestro Puerto de Indias, el desarrollo de la escultura sevillana del último tercio del siglo XVI. Otros centros castellanos, como el palentino o el abulense, o los de Sigüenza o Cuenca, desarrollan una interesante labor escultórica.

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