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Datos principales


Desarrollo


El énfasis empleado en los contratos al remarcar la necesidad de su perfecta realización, permite comprobar la trascendental importancia que, según los clientes, tenía su presencia en la definición visual de la obra. Así se puede deducir de la lectura del contrato para realizar el retablo de san Agustín de los curtidores (1463), en el cual se recuerda repetidamente a Huguet su obligación de dorar y embutir los fondos, diademas, mitras e incluso de decorar con el mismo material la madera y esculturas de la fábrica del retablo; también se le amenaza con que si el resultado no complace a los promotores tendrá que rehacer a su costa todas aquellas partes que se le indiquen. Tanta insistencia no debe considerarse gratuita. La preferencia por los fondos dorados no sólo era producto del deseo de los promotores de lograr mayores efectos decorativos y un extraordinario brillo y suntuosidad en el conjunto del retablo. También cabe considerar que en su adopción influyó decisivamente la capacidad que se les otorgaba para atraer y subyugar a los espectadores -de una intensidad paralela, según la poesía caballeresca del cuatrocentista Jordi de Sant Jordi, al amor por la dama-, y que permitiría, mediante un proceso anagógico, pasar de la admiración al reconocimiento y adoración de la divinidad. En este sentido detrás de la aplicación de los fondos dorados hay que observar tanto su relación simbólica con la idea de lo divino como la voluntad de vincular a las figuras santas representadas con un espacio trascendente y sagrado substancialmente diferente del entorno físico del espectador.

En los antípodas del clima de conexión con la realidad producido mediante las recreaciones arquitectónicas y paisajísticas, el uso del oro consigue unos efectos irreales, y su luminosidad inmaterial deviene, siguiendo la tradición medieval, una metáfora de la revelación de la divinidad en el mundo terrenal que impregna de esta cualidad a todo lo que envuelve (Avila). Si después de todo lo reseñado parece evidente que existe una perfecta correspondencia entre las concepciones plásticas de las obras de Huguet y el gusto de su clientela, es necesario ahora definir cuáles fueron las categorías mentales de la burguesía catalana de la segunda mitad del siglo XV que determinaron una especial sensibilidad hacia las creaciones pictóricas. En muchas ocasiones a lo largo del período bajomedieval europeo, el conservadurismo estético de esta clase social y su predilección por modelos artísticos tradicionales, basados en la preeminencia de los fondos dorados y los elementos decorativos, hunden sus raíces en una experiencia visual marcada esencialmente por una cultura devocional. Precisamente en la Cataluña de mediados del siglo XV, momento, recordémoslo, en que Huguet empieza a ejecutar los grandes retablos para cofradías y parroquias, se constata una corriente de espiritualidad popular que acentúa el tono penitencial y de reforma moral promovido desde finales del siglo XIV por predicadores y visionarios como san Vicente Ferrer y Mateo Agrigento.

Estas actitudes religiosas, que encontraron un campo abonado para su desarrollo entre 1440 y 1492 con el agravamiento de la crisis social y económica que arruinó al Principado, llegaron a concretarse ideológicamente en Barcelona con el ascenso al poder municipal del partido de la Busca (1453-1460), formado por un conglomerado de grupos sociales pero con una participación mayoritaria de los mercaderes y los miembros de los gremios ciudadanos (Batlle). La convicción de que el movimiento buscaire estaba inspirado por la misma divinidad y que su misión sagrada, como afirma Ramón Guerau, uno de sus cabecillas, era la de implantar la justicia social en Barcelona frente a los abusos de la oligarquía, otorgaron a este partido un carácter místico que puede interpretarse como la sublimación política de los ideales religiosos de la época. Pese al fracaso de la Busca en el gobierno de la ciudad, lo cierto es que el clima de exasperación sentimental y mística de las capas sociales que lo formaban se mantuvo vivo, en gran parte alimentado por la crisis, durante la segunda mitad del siglo XV. Pruebas de ello son, por ejemplo, la santificación y culto popular hacia la figura del príncipe Carlos de Viana (fallecido en 1461) -impulsado por las predicaciones de Fray Cristófor de Gualbes y Cosme de Vic- o el aumento de los actos penitenciales con motivo de los periódicos brotes epidémicos. Sin lugar a dudas no es difícil suponer que la existencia de una mentalidad religiosa tan acentuada entre los miembros de la burguesía barcelonesa incidiría claramente en su gusto y percepción de las formas artísticas.

Desde esta perspectiva la involución que se observa en la obra de Huguet, con su rechazo a las conquistas espaciales y la exaltación de los fondos dorados y los elementos ornamentales, puede contemplarse como la cristalización plástica de una estética más atenta a remarcar visualmente principios de orden simbólico y trascendente que no aquellos frutos de una experiencia empírica. El pintor catalán se convirtió así en el intérprete de la cultura devocional barcelonesa de finales de la Edad Media, y su pintura reflejó esta relación tanto a nivel formal como iconográfico. De hecho, su actitud, que hemos calificado de involucionista, no debe sorprendernos cuando podemos constatar que en la misma Italia renacentista muchos pintores optan, puntualmente o de forma continua, por no seguir las innovadoras experiencias del Quattrocento y mantener, como por ejemplo Antoniazzo Romano en la Roma de finales del siglo XV, una cultura figurativa basada en los iconos medievales que respondía a los gustos de los colectivos burgueses. La diferencia, en todo caso, radicaría en que el pintor catalán no gozó de la posibilidad de desarrollar sus cualidades más innovadoras para otro tipo de clientela más progresista, aspecto que sí era posible en una Italia donde en muchos centros se constataba una doble cultura visual.

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