El retablo del Arbol de Jesé en la catedral de Burgos

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Datos principales


Desarrollo


El obispo Alonso de Cartagena, hijo de converso, humanista medieval, se cuidó de crear una capilla propia de enterramiento y, finalmente, parece haber encargado para ella un sepulcro monumental que ha llegado hasta nosotros. Sin precedentes conocidos en el ámbito burgalés y con semejanzas en obras de Gil de Silóe, ha sido estudiado con dudas sobre si lo que hoy poseemos es la obra que existía a la muerte del prelado o se trata de otro encargado por sus parientes posteriormente. El tratamiento de las telas en las ricas ropas sacerdotales, o ciertas figurillas sobre los frentes del sarcófago, traen a la memoria el quehacer de Silóe. Por ello, se han barajado diversas posibilidades que no excluyen una participación suya, que sería la primera en la ciudad. Las semejanzas, no obstante, no han de hacer olvidar las diferencias, sobre todo de calidad en las ropas obispales. Seguramente estamos ante una obra realizada por un desconocido maestro que tuvo como ayudante distinguido a Gil. Pero, con todo, la primera obra de la que no deben existir dudas es el retablo de la capilla funeraria levantada por orden del obispo Luis de Acuña a partir de 1477, resueltos sus problemas con los Reyes Católicos y en momentos de cierto entendimiento con el cabildo. Por lo dicho anteriormente, debió recibir el encargo no después de 1483 y casi con seguridad algún tiempo antes. No conociendo del obispo una actividad viajera similar a la de Alonso de Cartagena o Diego de Anaya, de Salamanca, y menos aún en los años que siguieron a la toma del poder por parte de Isabel la Católica, en que estuvo casi recluido en su residencia de las afueras de Burgos, sólo es creíble que entonces conociera a Gil en esta ciudad, á, través de algo realizado anteriormente, como el citado sepulcro ayudando a otro maestro.

Se le pidió un gran retablo, aunque de inferiores dimensiones a las que presenta hoy. Si bien fábricas de estas características existían en otros lugares y también debían alcanzar dimensiones considerables algunas burgalesas de pintura, no parece haber precedentes en la talla de madera. Al lado de Gil estaba Diego de la Cruz, un pintor que era vecino de Burgos, al menos desde 1482. Va a ser su colaborador tantas veces como el contrato se refiera a una obra en madera policromada. Fue quizá el pintor más activo en la ciudad castellana por entonces o, al menos, uno de los más activos, demostrando su presencia la importancia que tenía el complemento del color en esta clase de obras. En nuestro caso, por desgracia, una desafortunada restauración bien intencionada del siglo XIX ha enmascarado una buena parte del original con una gama cromática totalmente inapropiada. En 1492 se nos dice que el obispo tuvo la intención de ampliar por los lados el conjunto, estando dispuesto a destinar una cantidad muy apreciable para que ello se llevara a buen fin. No sabemos en qué consistió, pero debió ser el mismo equipo el que lo llevó a cabo. Comprometido entonces en dos obras maestras, los sepulcros de Juan II y el infante Alfonso, debió dar Gil los modelos y dejar la mayor parte del trabajo en manos del taller. Se puede suponer que son los haces de figuras apretadas en torno a los pilares extremos, así como la Crucifixión de la zona superior el resultado de tal ampliación.

No modificó, de ser así, lo esencial de las líneas iniciales. Se había concebido dividido en tres grandes calles, de las que la central estaba ocupada por los elementos esenciales en cuanto a la temática. En la zona baja está la gigantesca y soberbia figura de Jesé echado, de cuyo vientre surge lo que se conoce como su árbol, siguiendo una frase de Isaías. Es la genealogía de Jesús y María, un tema utilizado desde el siglo XII, para ensalzar, según los casos, a cualquiera de ellos preferentemente a ella. En la segunda mitad del XV vuelve a recobrarse en contextos muy diferentes, que van desde el interior de la Puerta de los Leones en la catedral de Toledo, algo anterior, al sepulcro del canónigo Juan de Grado en la catedral de Zamora, algo más tardío. Gil ha dispuesto el árbol de modo que se bifurque en dos amplias ramas que envuelven un a modo de tabernáculo. Las ramas secundarias se abren en flores de las que brotan los reyes de la genealogía real de Jesús. El tabernáculo lo ocupa el abrazo de Joaquín y Ana ante la Puerta Dorada de Jerusalén, aquí inexistente. Las ramas vuelven a cerrarse arriba de modo que todo concluya sobre una plataforma cuyo centro ocupa una excelente Virgen con el Niño, flanqueada por la iglesia y la sinagoga, personalizadas en figuras femeninas, de acuerdo con una tradición de nuevo recuperada que nos lleva a varios siglos antes. Es la línea temática vertebral, en la que se pone énfasis en la Virgen, tanto a través de su genealogía real como al pronunciarse probablemente sobre su inmaculada concepción manifestada después del encuentro entre sus padres.

Es un asunto que preocupa entonces y divide a la propia Iglesia, que discute el asunto incluso con violencia. En todo esto las imágenes están concebidas prácticamente como esculturas exentas que se fijan siempre sobre un fondo neutro. De este modo no se exige una maquinaria de carpintería compleja, sino que únicamente se busca asegurar las piezas sobre el muro. Otro tanto sucede con los doseles superiores o cualquier elemento arquitectónico de enmarcamiento. Estamos ante un tipo de estructura de extrema sencillez, ajena a la de los retablos pintados o a la que concebirá el mismo artista más tarde en Miraflores. En los laterales hay seis relieves. Los cuatro superiores completan más o menos anecdóticamente la idea que cristaliza en el Abrazo. Se trata de la historia de Joaquín y Ana: Expulsión del templo, Revelación del ángel a Joaquín (aquí vendría el Abrazo), Nacimiento de la Virgen y su Presentación en el Templo. Los otros dos son distintos de concepto. A la derecha, un santo cazador se arrodilla ante un ciervo en cuya cornamenta se ve un Crucifijo. Es san Eustaquio o san Humberto. En el lado contrario está el obispo arrodillado, vestido con todos los distintivos de tal dignidad. Uno de sus ayudantes le presenta un libro. Podría tratarse de Fernando Díaz de Fuentepelayo, que se hace enterrar en la entrada de la capilla y fue su hombre de confianza hasta que murió. Se repiten los rasgos del retrato funerario en líneas generales.

Tras el prelado, en pie, el mismo santo cazador nimbado coloca su mano sobre él, en signo de protección. Lleva dos pequeños perros atados con una correa. Es curioso que el retrato del donante esté colocado de modo que no se dirige a la Virgen, sino bien a Jesé o al Abrazo, tal vez señal de un compromiso más firme con un asunto tan delicado. En cuanto al santo, es probable que se trate de san Humberto. La historia que aquí se narra está calcada de la de san Eustaquio, pero es en el siglo XV cuando se incorpora a la leyenda del otro santo, cuya popularidad aumenta, como patrono de los cazadores, protector de los perros de caza y santo caballero. Habría que añadir aquí la hipótesis de una aproximación mayor entre él y el obispo (Gómez Bárcena). El encuentro con el ciervo el Viernes Santo le lleva a abrazar el estado religioso, muriendo su esposa poco después. Más adelante será elegido obispo y morirá como tal. Luis de Acuña estuvo casado y tuvo hijos de su matrimonio. A la muerte de su mujer entró en la Iglesia y alcanzó el episcopado. El tratamiento del relieve es muy distinto y menos afortunado que el de las grandes figuras casi exentas. Formado en los ámbitos del norte de Europa, no incorpora nada de lo que entonces constituía el relieve pictórico italiano desarrollado por Ghiberti y, sobre todo, Donatello. La perspectiva se va hacia arriba y hay ciertos desajustes propios del lenguaje utilizado allí. No obstante es interesante la Presentación de la Virgen en el Templo y no están exentos de interés los restantes escenarios.

El bancal o predella reserva alguna sorpresa. Pertenecen a la escuela de Gil evangelistas y apóstoles, mientras es muy distinto el grupo del Cristo resucitado, como si se hubiera dejado en manos de algún colaborador que no había asimilado las fórmulas de taller como los otros. Numerosos grupos de santos se arraciman en diversas zonas de los pilares divisorios. La Crucifixión de la cima presenta un Cristo difícil de definir, que, bien ha sido retocado en tiempos posteriores, bien no pertenece a la época de Gil. Estamos ante una obra monumental de gran efecto, que hubo de causar gran impresión en la medida en que no existía algo que la anunciara. En la mayor parte de las esculturas es patente la presencia de un único autor, que mantiene un nivel de calidad uniforme. Pero en los grupos de pequeños santos y todo el bancal disminuye la calidad e incluso se diría que trabajan otros tallistas. En el pasado se supuso que las diferencias observadas en las obras en madera se debían a la colaboración de Diego de la Cruz (Wethey), pero hoy se conoce la personalidad artística de este pintor y hay que buscar otras soluciones. Desde luego, si se trata de la obra que elevó su fama en Burgos y su entorno al punto que le llevará a recibir encargos de los promotores más elevados, hubo de realizarse en un momento en que el taller no tenía la organización que alcanzará más tarde, por tanto es él el principal autor de todo. Muy distinto es que tratemos de ver si se realizó la ampliación anunciada en 1492 y qué alcance tuvo.

Por entonces estaba terminando los grandes sepulcros y con seguridad tenía a su disposición un taller bien organizado. Es muy fácil creer que intervino solamente en el diseño general de la transformación, en el de los personajes necesarios y poco más. Esto explicaría la rareza del Cristo muerto, etcétera. Luis de Acuña tuvo maneras de gran señor debido a diversos motivos, que incluyen el deseo de mostrar su generosidad después de una etapa de relaciones políticas y religiosas difíciles. La situación de sus armas sobre las soberbias puertas de madera de cierre de la portada de paso del transepto al claustro indica que a él se deben como donación. Cada batiente se divide en dos pisos, ocupando el inferior un santo (Pedro y Pablo) monumental, pero bastante desgastado. En el superior están la Entrada a Jerusalén y el Quebrantamiento de los Infiernos. El primero especialmente está bien resuelto compositivamente; incluso se diría que mejor que algunos relieves documentados de Silóe, pero se asemeja bastante estilísticamente a sus obras. Podría haber sido realizado por un gran discípulo del escultor o por el taller de éste antes de 1496, año de muerte del obispo.

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