La personalidad de Gil de Silóe

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No hace mucho tiempo, y quizá sucede también en otros ámbitos, cuando en una iglesia castellana se descubría una talla gótica tardía de buena calidad, alguien que se suponía que poseía ciertos conocimientos sobre la materia la atribuía casi siempre a Gil de Silóe, aunque normalmente estuviera muy lejos de sus formas habituales. Detrás de ello no había otra cosa que el íntimo convencimiento de que nuestro hombre era el escultor por antonomasia a finales de la Edad Media en Castilla y su trabajo paradigma del bien hacer. Desde luego existían motivos sobrados para esa consideración. A nadie cabe duda que estamos ante alguien que posee un espléndido oficio y, además, la abigarrada complejidad de que hace gala deslumbra a cualquiera que se sitúe ante él sin especiales prejuicios estéticos. Añádase a esto la circunstancia de que es uno de los pocos escultores activos en la zona por esas fechas del que conservamos un amplio catálogo en buena parte documentado. En contraposición, hay que destacar que estamos lejos de conocer bien sus orígenes y formación y, aún, que los datos de que disponemos parecen en alguna ocasión contradictorios, colaborando a acrecentar las incógnitas más que a resolverlas. En otro orden de cosas, pese a la popularidad de que goza en determinados lugares específicamente nacionales y a un cierto reconocimiento internacional, no siempre se le valora justamente al parangonarlo con otros grandes imagineros de la última Edad Media.

Porque, realmente, es uno de los mayores artistas de su tiempo. Respecto a su nombre, uno se repite continuamente en los documentos: Maestre Gil. Sólo en algún momento muy concreto se añade la palabra Silóe, aplicado sobre todo a su hijo, el gran Diego, arquitecto y escultor del Renacimiento. Mientras en la onomástica de entonces abunda Gil, es mucho más extraño el apellido Silóe. Tanto, que se le buscaron orígenes muy dispares, que van desde una relación con el mundo de los conversos tan actual y tenso entonces, hasta otra más sencilla, pero tan imposible con Silos, la pequeña villa sede del famoso monasterio. Hasta ahora ninguna de las soluciones sugeridas se ha considerado suficientemente comprobable, de modo que seguimos quedándonos con un nombre que sabemos le pertenecía. En un documento procedente de Valladolid, el gran arquitecto y escultor Simón de Colonia, rival, pero aparentemente amigo suyo, cita como garante en una obra a un Gil de Amberes, que muchos han supuesto que es maestro Gil. De ser válida la identificación, se entendería muy bien la conexión de su arte con el de esa zona nórdica, patente en muchos detalles, al tiempo que encajaría con lo que sabemos de la segunda mitad del siglo XV, en la que Castilla se ve materialmente invadida por obras y artistas flamencos, que ejercerán un influjo avasallador, pero fecundo, durante largo tiempo. A cambio, se ha puesto de manifiesto que cuando se pasa de los signos generales de aproximación con esa gran corriente, a algún paralelo más preciso, como puede ser el de encontrar un antecedente, alguien que fuera su maestro o alguna obra suya hecha antes de venir a Castilla, los resultados son negativos.

Más aún, ni la calidad de los escultores flamencos es similar a la suya, ni la originalidad de los diseños de sus grandes realizaciones tiene parentesco con los de allí. Esto es especialmente evidente en sus retablos de la catedral de Burgos y de la cartuja de Míraflores. Por esto algún estudioso (Proske) acogió con satisfacción la aparición de un documento relativo a un retablo realizado para la iglesia de San Esteban de Burgos, donde se le llama Gil de Urlianes. En otras ocasiones posteriores se puede identificar este nombre con Orleáns, la ciudad francesa. También son numerosos los artistas franceses que se desplazan a trabajar a los reinos hispanos durante los siglos del gótico, aunque no tanto ahora, y a Castílla, como sucederá en el siglo siguiente. Aunque no se puede negar el dato, desde una perspectiva artística está lejos de aclarar nada. Por el contrario, complica las cosas hasta el punto de que si fuera cierto que ése era el lugar de nacimiento, su formación habría que buscarla en otro, porque lo que se hace en esa zona francesa es mucho más ajeno al genio siloesco, que lo flamenco o lo germánico incluso. En definitiva, estamos ante alguien venido de fuera con un bagaje de formación nórdica, donde acusa lo flamenco, aunque en parte tampoco le es ajeno lo germano. Desconocemos asimismo la fecha de llegada. Es muy probable que se hayan analizado mal los datos y obras conservadas en Burgos desde que Juan de Colonia llegó a la ciudad por decisión del obispo Alonso de Cartagena, y que haya que comenzar la renovación de la escultura en Castilla a partir de entonces y no mucho después.

Y en esta línea se situaría la presencia del gran artista. E igual que sucedió con el arquitecto alemán, también él surge por vez primera relacionado con un obispo, que ahora es Luis de Acuña. Si viene de fuera, lo cierto es que desde que se establece en Burgos no parece abandonar la ciudad hasta su muerte, salvo pequeños viajes de trabajo. Casa aquí con una hija de Pedro de Alcalá y tiene dos hijos y otras tantas hijas. Uno de ellos es Diego Silóe. Es de suponerle activo en alguna de las canterías abiertas en la ciudad, tal vez en relación con la familia de los Colonia o, más concretamente, con Juan. En 1477, el obispo Luis de Acuña obtiene permiso para edificar su capilla en la catedral. En 1489, Gil terminaba un gran retablo para el colegio de San Gregorio de Valladolid, hecho, se decía, a imitación del que había llevado a cabo para Burgos. Todo hace pensar que se había comenzado hacia 1486 y que, por tanto, el inicio del otro no puede ser posterior a 1483. En 1486 era ya sobradamente conocido, seguramente por el servicio prestado a Luis de Acuña y algún otro, porque no sólo se le llama de Valladolid, sino que en mayo había dado un diseño para los sepulcros de Juan II y su esposa y el del infante Alfonso, su hijo. Estos pequeños datos probablemente nos indican una instalación en la ciudad en fechas próximas a 1480, tal vez antecediendo este año. Hacia 1483, o algo antes, su prestigio lleva al exigente obispo Luis de Acuña a encargarle una obra sin precedentes conocidos en la zona y, a partir de entonces, su fama queda establecida con una solidez tal, que hasta su muerte, probablemente, va a estar continuamente comprometido en trabajos muy ambiciosos y monumentales que se resuelven siempre a satisfacción de sus clientes.

También hay que recordar que éstos son, además de Isabel la Católica, en el espléndido conjunto de Miraflores, el citado obispo y gran señor, Luis de Acuña, así como Alonso de Burgos, obispo, fraile y gran promotor de empresas artísticas. Añadamos a ellos, los habitantes de la parroquia de San Esteban, situada, al contrario que ahora, en un barrio rico. La falta de documentación no impide que se le atribuyan dos obras, el sepulcro de Padilla y el retablo lateral derecho de la capilla del Condestable, lo que nos pone de nuevo ante clientes notables y relacionados con la propia Isabel o los Haro y Mendoza. No excluimos la aceptación de obras menos ambiciosas, como imágenes sueltas, que podría resolver con la ayuda de un taller que igualmente adivinamos importante y bien organizado. Este trabajo continuo para una clientela de la importancia señalada le debió permitir un cierto desahogo económico que se manifiesta a partir de dos documentos en los que, en 1496, se le encuentra alquilando una casa, y dos años más tarde, comprando otra por 110.000 maravedís, cantidad bastante elevada. Un par de referencias más confirman esto, cuando es citado como testigo una vez y en otra Simón de Colonia lo nombra como garante señalando su importancia. Tampoco conocemos hasta cuándo trabajó o cuándo murió. En 1500 consta que estaba vivo aún. Terminado en 1499 el retablo mayor de la cartuja de Miraflores, debe emprender no mucho después el sepulcro de Padilla, para Fresdelval, y el pequeño retablo de la capilla del Condestable en la catedral, que, todo lo indica, no debió terminar.

Esto nos llevaría hasta 1505 como tope de su desconocida muerte. Durante muchos años había sido el escultor más apreciado, pero entonces otro comenzaba a causar cierto asombro en ámbitos catedralicios: Felipe Bigarny. Con él llega un destacado representante de un arte híbrido, muy afecto aún a lo tardo gótico, pero sensible ya a las corrientes italianas de un renacimiento que no entiende bien. En todo caso, Gil de Silóe había cubierto una etapa destacada del arte hispano de ascendencia nórdica al margen de los modelos italianos. Porque, realmente, Gil de Silóe es uno de los grandes imagineros europeos que prolongaron una forma de hacer escultura más allá del 1500, en los reinos hispanos, en Francia o en el Imperio. Dotado de un oficio técnico extraordinario, trabajando indistintamente el alabastro y la madera, aunque se encuentra más a gusto con el primero, capaz de terminar lo secundario con la misma atención y finura que lo principal, diseñador audaz y original de tumbas y retablos, obsesionado por cubrirlo todo con el complemento ornamental, pese al riesgo de enmascarar las líneas maestras de una estructura subyacente que también ha cuidado, posee sin duda un taller que le ayuda, pero que ha asimilado perfectamente si no su poética, al menos lo mejor de sus fórmulas de taller. Si hubiera que elegir, al margen de su sólida formación de artesano, algunos aspectos que le caracterizan de modo especial, probablemente nos decantaríamos por dos.

El primero consiste en una capacidad creativa sin paralelo en toda la Península entonces, más propia de un artista que de un artesano. Conservamos tres retablos suyos y cada uno obedece a un proyecto claramente diferente. Esto es tanto más importante cuanto que antes de él no existía aparentemente en Castilla un tipo de retablo monumental, como en la Corona de Aragón, que lo anuncie. Tampoco puede decirse que sea entonces el creador del retablo castellano. Sus diseños son tan originales y complejos que no dan pautas a los que son contemporáneos o inmediatamente posteriores. Tal vez, si supiéramos cómo eran las desaparecidas fábricas de la iglesia de San Esteban de Burgos o de la capilla del colegio de San Gregorio de Valladolid, tuviéramos que modificar esta impresión. Es posible que hubiera una intención explícita de impresionar a la hora de concebir el sepulcro de los padres de Isabel la Católica, por parte de ella, pero el resultado innegable es que no sabemos de otro anterior que hubiera servido de modelo. El otro punto destacable reside en la capacidad de transformar el alabastro de modo que se adapte a las calidades táctiles de lo que representa. Se hace rugoso si la tela lo exige, pulido en los rostros, de una notable solidez en las telas gruesas en las que se mezcla el oro o suave y blanco cuando es un guante que enfunda una mano. El material mismo lo permite, pero el grado de perfección alcanzado está mucho más allá de lo que obtienen otros.

En alguna ocasión se ha criticado su escasa expresividad, tanto en el movimiento de los cuerpos como en la gesticulación emocional de los rostros. En realidad, convendría limitarse a señalar esto como una voluntad de forma que confiere una solemnidad a cada detalle de sus obras, sin convertirlo en una deficiencia. Si hubiera que ver las cosas desde esta perspectiva Piero della Francesca podría ser acusado de lo mismo. Pero aún así en ocasiones en que la exigencia ideológica era muy marcada, consigue un grado alto de expresividad. Como ejemplo de impasibilidad tendríamos el abrazo de Joaquín y Ana ante la Puerta Dorada, del retablo realizado para Luis de Acuña en la catedral de Burgos, cuando la emoción la propicia el gozo de los protagonistas y de esta manera la traducen multitud de artistas. Pero tan apropiada es la visión de Gil de Silóe, si consideramos que así trasciende la anécdota y se instala en la idea que subyace en la intención de gloria mariana que entonces implica. Como muestra contraria disponemos del extraordinario Crucificado que preside el retablo mayor de la cartuja de Miraflores, de cuerpo gigante, tenso y expresivo en su descuido anatómico, y cabeza de tremendo dramatismo, mimada al mismo tiempo en sus menores detalles.

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