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Durante la transición española a la democracia en varias ocasiones se planteó la posibilidad de una intervención militar en sentido involutivo. En realidad, la tendencia en este sentido de los altos mandos militares fue muy consistente y mucho más peligrosa de lo que durante la época se admitió. Se daban todas las condiciones en el Ejército para que existiera la posibilidad de un golpe de Estado. Durante el régimen anterior había tenido un relevante papel político y existían también algunos factores que conducían a una frustración y podían propiciar su intervención en la política: a la muerte de Franco, el porcentaje del PNB dedicado a la Defensa era muy pequeño en comparación con otros países europeos, pero el número de profesionales de la milicia era demasiado alto. A ello se sumaba una legislación en muchos aspectos anticuada. Gutiérrez Mellado, vicepresidente para Asuntos de la Defensa, fue una figura clave en la transición. Sus intervenciones siempre insistieron en la necesidad de alejar la política de los cuarteles, que debían concentrarse en la preparación técnica. Durante su mandato comenzó una importante labor de modernización de las fuerzas armadas. En 1980 se modificó parcialmente el Código de Justicia militar y en ese mismo año una ley orgánica establecía los criterios básicos de la organización militar. Mientras tanto se pretendía el rejuvenecimiento de los mandos, se adoptaban las medidas presupuestarias para solucionar las más apremiantes deficiencias de la administración militar y se elaboraba un Plan Estratégico Conjunto.

De lo que cabe dudar es de si fue acompañada por una política adecuada de nombramientos. Las trayectorias de los que luego resultaron conspiradores y fueron juzgados y condenados como tales no parece equívoca. El teniente coronel Tejero, el general Torres Rojas y el teniente general Jaime Milans del Bosch eran conocidos por su postura antidemocrática y, en algún caso, por su indisciplina. En general, la política seguida consistió en relegar a puestos de menor importancia a quienes parecieran más peligrosos y, de hecho, cuando llegó el momento decisivo, las autoridades militares clave permanecieron fieles a la Constitución. Un caso especial es el del general Alfonso Armada que, por haber estado muy cerca del Rey, parecía fiel a él aunque no ocultara su actitud conservadora y hubiera abominado de la legalización del PCE. Sin duda, la crisis provocada por la dimisión de Suárez favoreció el clima conspirador. Fue el ambiente de finales del año 1980 el que principalmente sirvió para incubar la conspiración: algunas personalidades aisladas de la izquierda y la derecha aludían a la posibilidad de formar un Gobierno de carácter excepcional que tendría a la cabeza un militar y de ello se hacían eco líderes parlamentarios. Sugerencias de este tipo se oyeron en reuniones en las que estaban incluso militantes socialistas, en este caso delante del propio Armada. En líneas generales toda la clase política, desde el Gobierno a la oposición, se comportó de una manera bastante irresponsable, como acabaría por demostrarse el 23 de febrero: si Suárez parecía llevar al país a un callejón sin salida, González no dudaba en afirmar que en los últimos tiempos la transición a la democracia se había detenido.

Mientras tenía lugar la segunda votación para la investidura del sucesor de Suárez, en la tarde del 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Tejero, con los guardias civiles transportados en cuatro autobuses ocupó el Congreso de los Diputados, secuestrándolos. La entrada en el edificio se hizo en nombre del rey y en su mayoría los guardias civiles que participaron en la acción no conocían los propósitos de los conspiradores y, por lo tanto, carecían de la convicción necesaria para llevar a cabo el golpe si encontraban dificultades. A partir de este momento de triunfo inicial habrían sido necesarios varios requisitos para que se convirtiera en definitivo. En primer lugar era preciso que existiera una sublevación militar en la periferia que fuera arrastrando a la intervención de los altos mandos militares, pero los conspiradores sólo consiguieron inmediatamente el control de la región militar de Valencia donde el general Milans del Bosch asumió el mando total. Lo decisivo fue que los sublevados fracasaron al no obtener el apoyo del Rey. El planteamiento del golpe se basaba en la creación de una situación excepcional, avalada por el monarca, para reconducir la situación a una normalización como resultado de la cual el régimen democrático padecería la supeditación a los altos mandos militares. Pero el Rey y sus colaboradores, después de informarse de lo acontecido, tomaron una postura diametralmente opuesta a la que los conspiradores esperaban.

Fue el propio Rey el que recomendó la inmediata reunión de la Junta de Jefes de Estado Mayor y uno de sus colaboradores quien consiguió que las unidades que habían tomado Radiotelevisión Española la abandonaran. Durante la noche, el monarca realizó más de un centenar de llamadas telefónicas para asegurarse la fidelidad a la Constitución de las unidades; luego admitiría que en algún caso no le había bastado hablar con generales sino que había debido hacerlo también con coroneles. Este cúmulo de circunstancias detuvo el desarrollo del golpe. Sin autorización del Rey, el general Armada acudió al Congreso para lograr ser aceptado como una especie de solución intermedia. Fue perceptible entonces la distancia entre un Tejero que quería volver a un Gobierno puramente militar y un Armada para quien era esencial la obtención del apoyo parlamentario para un Gobierno presidido por él. En cualquier caso, resulta muy improbable que el Congreso hubiera llegado a aceptar la fórmula propuesta por Armada. A partir de este momento, la sublevación había sido derrotada y sólo faltaba saber si el desenlace se produciría sin derramamiento de sangre. El momento decisivo para la derrota del golpe fue la intervención del Rey en televisión en contra de la indisciplina militar. Durante algunas horas estuvo preparada una intervención armada sobre el Congreso pero se aconsejó evitarla para que no se produjera una masacre. Milans, que después de una intervención personal del rey había retirado su bando y sus tropas, aconsejó la rendición a Tejero.

A la hora de hacer balance acerca de por qué fracasó la conspiración hay que mencionar, en primer lugar, al monarca que, con tan sólo haber mantenido el silencio, pudo dar lugar a otro resultado del golpe de Estado. Pero la victoria de la legalidad constitucional también se debió a la actitud de muchos altos mandos militares que cumplieron su deber constitucional. Este fue el caso de los generales Gabeiras, primer jefe del Estado Mayor; Quintana Lacaci, gobernador militar de Madrid; Aramburu Topete, director general de la Guardia Civil y Sáenz de Santamaría, de quien dependía la Policía Nacional. El hecho de que fueran ellos los que ocuparan los puestos decisivos no fue casual y demuestra que la política de nombramientos seguida había sido correcta. Un tercer factor que explica el fracaso del golpe radica en las deficiencias mismas de la conspiración. La ocasión aprovechada fue excelente para provocar el descabezamiento de la autoridad civil en España, pero explica también la improvisación con la que se actuó. El golpe no tenía un liderazgo claro y sus principales protagonistas eran incompatibles, no sólo política sino personalmente. Finalmente, también fue un factor importante en la derrota de los golpistas el hecho de que su intentona no sólo fue conocida inmediatamente por la totalidad de los españoles sino que pudieron oír su retransmisión. La inmensa mayoría de los ciudadanos estuvo en contra del golpe, con una indudable sensación de rubor.

Derrotado éste, las manifestaciones populares que se celebraron con posterioridad demostraron que el desencanto concluía con el sólo hecho de ver en peligro la democracia. Resulta difícil determinar las consecuencias políticas del intento de golpe de Estado. A menudo se ha afirmado que fomentó una derechización de la política española, pero esto no parece correcto. La verdad es que las actitudes de los principales dirigentes políticos ante el golpe de Estado no tuvieron un reflejo en los resultados electorales posteriores: ni Adolfo Suárez ni tampoco Santiago Carrillo recibieron votos proporcionados a su gallardía en aquellos momentos. Sin duda, el intento de golpe sirvió para desprestigiar cualquier intento de involución militar en la política española. Pero también llamó la atención de todos acerca del peligro de adoptar posiciones irresponsables. El propio Rey recordó, en un texto entregado a los principales líderes políticos, que ya no era imaginable que de nuevo él mismo pudiera desempeñar un papel semejante y tan crucial en caso de una nueva intentona golpista.

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