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En el año y medio siguiente a las elecciones se produjo el declinar de Suárez como político y como presidente, sumido en la perplejidad como gobernante e incapaz de solucionar unas disputas en su partido que le tuvieron a él como principal motivo. Su primer error comenzó en el mismo debate de investidura para la formación de un nuevo gabinete. Es muy significativo el hecho de que pretendiera una votación sin debate propiamente dicho, lo que suponía un testimonio de sus temores a la actuación ante el Congreso. De hecho en el periodo que transcurrió desde mayo de 1979 hasta el mayo siguiente, de las 2.046 votaciones parlamentarias habidas, Suárez no participó en 1.555. En su presentación inicial ante el Parlamento, Suárez consiguió la mayoría por el procedimiento de sumar a los votos de UCD los de los andalucistas y otros regionalistas. Su intervención tuvo aspectos positivos en cuanto que señaló su voluntad de abrir una nueva etapa política marcada por la desaparición del consenso, una vez elaborada y aprobada la Constitución. La composición del gabinete parecía demostrar una voluntad de superar la fragmentación del partido del Gobierno. Era un Gobierno menos brillante pero también susceptible de efectuar una labor administrativa de mayor entidad. Pero el esfuerzo de normalización política se encontró con gravísimos problemas, al margen de que el Gobierno se mostrara poco capacitado para resolverlos.

Aparte del inmediato impacto de la crisis económica como consecuencia de la nueva elevación de los precios de los productos energéticos, se produjo una grave conflictividad en la cuestión autonómica. Los problemas más graves para el partido del Gobierno procederían de regiones que no habían tenido en el pasado un sistema de autogobierno. El ejemplo del País Vasco y Cataluña y la actitud de la clase política dirigente de todas las regiones hizo ir naciendo una reivindicación generalizada. Ya en junio de 1978 diez regiones que suponían las tres cuartas partes de la población española estaban dotadas de regímenes preautonómicos que, si bien carecían de atribuciones significativas, servían para fomentar y encauzar la identidad regional. Como una faceta más de la normalización política intentada por el Gobierno tras las elecciones de 1979, se pretendió una reordenación del proceso autonómico aduciendo que se había ido demasiado deprisa. No sin razón Arias Salgado, secretario general de UCD, llegó a decir que España se había condenado a un sistema político en que cada veinte días sería preciso convocar un referéndum o una elección. Pero no pudo ser más desafortunada para el partido del Gobierno la solución dada a esta cuestión. En febrero de 1980, al plantear el acceso de Andalucía a la autonomía con un techo de competencias inferior al de otras regiones, pareció que se cometía un agravio comparativo y el procedimiento alambicado y malintencionado por el que se optó, mediante una pregunta de difícil comprensión, hizo crecer la indignación andaluza.

El referéndum sobre la autonomía andaluza resultó un auténtico desastre para el partido gobernante, que no recuperaría su influencia allí ni siquiera después de rectificar de nuevo su política autonómica a fines de año. El Partido Socialista fue el beneficiario, pues no quiso desaprovechar esta circunstancia para hacer crecer sus votos. Con ser grave el deterioro de UCD como consecuencia de su política autonómica, todavía lo fue más el inmediato nacimiento de disputas internas. Tras una larga gestación, en mayo de 1980, se formó un nuevo Gobierno con predominio absoluto en él de Fernando Abril Martorell, vicepresidente y amigo de Suárez desde fecha temprana. Trabajador, absorbente y siempre muy consciente de su responsabilidad al frente del Estado, Abril era un mal parlamentario, desordenado en la acción, poco eficaz en el campo económico y, por su exceso de poder, acabó resultando ofensivo para el resto de los dirigentes de UCD.

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